David Zurdo - 616. Todo es infierno

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Albert Cloister, miembro de los Lobos de Dios, grupo secreto del Vaticano encargado de estudiar los fenómenos paranormales que suceden en cualquier rincón del mundo, persigue todas aquellas experiencias sobrenaturales que remiten a la aparición del Maligno. En su camino hacia el descubrimiento de la verdad que se oculta detrás de los casos que investiga, se cruza con la psiquiatra Audrey Barrett, cuya biografía esconde un misterio que tan sólo el anciano deficiente Daniel, en estado de trance, le sabrá desvelar. Las declaraciones de Daniel sumen a la doctora Barrett en un caos vital, pero despejan la investigación del padre Cloister. A partir de ese momento correrá hacia un final tan desolador que, a pesar de haberlo tenido delante de sus ojos, nunca quiso ver: a veces la verdad quema.

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Recordó entonces un poema que, al leerlo por primera y única vez siendo un adolescente, le sobrecogió de tal modo que nunca pudo olvidarlo, aunque no podía recordar quién era su autor o su título, ni el libro que lo citaba entre sus páginas. El poema, no obstante, se había grabado a fuego dentro de él.

La noche es luminosa cuando se compara con un alma o scura.

El cielo sin estrellas y sin luna parece claro. Qué densa es la tristeza de la negrura. Qué grávida y a troz.

¿Qué es la felicidad? Una realidad y una ilusión. Para algunos, existe. Para otros es quimera. Y locura.

Y espejismo.

Una lágrima no abre una verja. No rompe un candado. Se conmueven los corazones. Sí. Pero no lo suficiente. Qué pálido es el héroe. Qué falso cuando sólo puede a rrojarse a la batalla. La felicidad, a veces, no es ni siquiera un anhelo .

Capítulo 10

Boston.

Audrey ya estaba despierta cuando sonó el teléfono, pero seguía tumbada en la cama. Apenas se había levantado desde su noche de borrachera. El día anterior no fue a trabajar ni se molestó en responder a las llamadas de su secretaria. Era otra vez ella la que llamaba.

– Dime, Susan -dijo Audrey, tras descolgar por fin el auricular.

– ¡Ya era hora! ¿Dónde te habías metido? Ayer estuve llamándote durante todo el día, a casa y al móvil, y tuve que cancelar todas las visitas de tu agenda.

Audrey se restregó los ojos. Le dolían la cabeza y los músculos del vientre.

– Dame un respiro, Susan, ¿quieres? Ayer fue un mal día.

La secretaria llevaba tres años trabajando con Audrey y aún no le había visto tener un solo día bueno. Uno en el que no acabara al final de la tarde contemplando, triste y meditabunda, la avenida Commonwealth.

– Está bien, Audrey. Pero dime una cosa, ¿piensas venir hoy?

– Por la mañana, no. Tengo que ver a un paciente.

– ¿A uno de la residencia de ancianos?

– Sí.

– Ésos no dan dinero.

Audrey hubiera podido dejar de trabajar aquel mismo día y, con sus ahorros y lo que le dieran por su elegante casa, vivir el resto de su vida sin el menor problema económico. Susan debía ser consciente de ello, pero estaba obsesionada con hacer ganar dinero a Audrey, y no sólo porque de ello dependiera su empleo.

– Esos ancianos no dan dinero, es verdad… -reconoció Audrey-. Intenta pasar para otros días mis citas de hoy por la mañana y de ayer, ¿de acuerdo?

– Tú mandas.

– Gracias.

Audrey estaba a punto de colgar el teléfono cuando Susan preguntó:

– ¡Audrey! ¿Sigues ahí?

– Sí.

– Se me olvidaba decirte que ha llamado un tal Joseph Nolan, preguntando por ti.

– ¿Joseph Nolan?

Esto era una sorpresa para Audrey.

– Dijo que os habíais conocido en la residencia de ancianos. Por lo visto, consiguió tu número de la madre superiora, y quería saber si podía hablar contigo.

– ¿Para qué?

– Ni idea. No quiso dejar ningún recado, pero yo que tú indagaría. ¡Tiene una voz sexy! ¿Es guapo?

Los hombres eran otra de las fijaciones de Susan. La lista de sus novios era tan extensa como el listín telefónico de la ciudad de Boston. Continuamente andaba pretendiendo buscarle pareja a Audrey, que no estaba interesada en el asunto. Ya se lo había hecho saber muchas veces, pero Susan no desistía con facilidad.

– Hablamos luego, Susan.

Audrey no estaba de humor para conversaciones intrascendentes. Colgó el teléfono. Quería volver a tumbarse en la cama durante un rato más, pero venció la tentación y se incorporó. Tenía cosas urgentes que hacer.

En ocasiones, la residencia de ancianos de las Hijas de la Caridad parecía una especie de roca. Al menos, ésa era la impresión de Audrey. Nada cambiaba en la residencia, o los cambios eran tan leves que resultaba casi imposible detectarlos. El tiempo pasaba despacio en aquel lugar. Audrey estaba segura de que, si pudiera viajar dos mil años hacia el futuro, encontraría el descuidado edificio de ladrillo exactamente igual a como lo veía en este momento. Era como las pirámides. Eterno. Pero no por ser capaz de sobrevivir al tiempo, sino por poder seguir estando perpetuamente muerto.

Audrey no fue a la habitación de Daniel esta vez. Pensó que el anciano estaría disfrutando del soleado día en el jardín trasero, y acertó. Estaba sentado en el mismo banco en donde lo encontró cuando se conocieron. Al verla, el viejo sonrió con su habitual expresión bobalicona.

– Tienes… mala… cara, Audrey.

– Sí, lo sé. ¿Puedo sentarme?

– Claro.

Permanecieron uno junto al otro, sin hablarse. Los dos con el rostro hacia delante, viendo pasear por la hierba a los otros ancianos residentes, que las monjas llevaban de la mano.

– ¿Hice algo… malo, el otro día?

Audrey se volvió hacia Daniel, sorprendida. El siguió con la mirada puesta en el mismo sitio.

– No, claro que no. ¿Por qué dices eso?

– Él… estaba… con… tentó.

– ¿Ese que habla contigo estaba contento?

– Sí. Yo no sé… qué te dije…, pero él me dijo que… lo había hecho… muy bien, que te había… asustado.

Audrey sintió un escalofrío. No era la primera vez que le ocurría estando con Daniel.

– Se supone que nunca recuerdas lo que te dice esa voz.

Daniel se encogió de hombros y respondió:

– Él quiso que me… acordara… de eso.

Otra vez, Audrey detectó miedo en Daniel. En un paciente normal, ella tendría claro cuál era el siguiente paso en la evaluación psicológica y el tratamiento. Pero el viejo jardinero no era un paciente normal. Ni tampoco era común lo que había ocurrido en la última sesión. Audrey no podía apartar de sus pensamientos esa mención de Daniel a cuatro mentiras. ¿Habría sido una inimaginable casualidad? Y, en el caso de que no fuera así, ¿cómo podría entonces explicar aquello? Éstas eran las preguntas a las que se había propuesto encontrar una respuesta. Desde que consiguió levantarse de la cama, no había parado de reflexionar sobre el mejor modo de conseguirlo. Le parecía obvio que para ello necesitaba poner al descubierto a esa otra personalidad de Daniel -tan enigmática-, que, en efecto, había conseguido asustarla. Y mucho.

La hipnosis era una opción, aunque se trataba de una técnica ya algo anticuada. Además, dadas las características mentales de Daniel, podría ser difícil utilizarla con él. Existía, sin embargo, un método relativamente nuevo, aún casi experimental, conocido por EMDR. El EMDR era llamado así por las siglas de Eye Movement Desensitization and Reprocessing, Insensibilización y Reprocesamiento mediante el Movimiento de los Ojos. Se le suponía capaz de crear en el paciente un estado psicológico adecuado para hacerle rememorar sus traumas más profundos y enfrentarse a ellos. Aunque esta técnica y la de la hipnosis compartían algunas similitudes, sus objetivos eran distintos: la hipnosis pretendía crear en el paciente un estado mental alterado de relajación que lo sumiera prácticamente en la inconsciencia, mientras que lo que buscaba el EMDR era obligar al enfermo a ahondar en sus recuerdos, sin dejar de estar alerta y consciente de la realidad en todo momento. Esta diferencia podía parecer trivial, pero no lo era. Audrey conocía varios casos de niños con síntomas graves de estrés postraumático en los que el EMDR se había utilizado con muy buenos resultados, y Daniel era lo más parecido a un niño que podía ser un adulto.

– ¿Quieres jugar a un juego, Daniel?

Audrey no mostró la menor alegría al decir esto, pero el anciano respondió de todos modos con entusiasmo:

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