Kurt Aust - La Hermandad Invisible

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En un café de París, en plena primavera, una mujer se introduce un revólver en la boca y aprieta el gatillo ante los ojos atónitos de los presentes. Se trata de Mai-Brit Fossen, una editora de Oslo, casada y madre de dos niños. Su ex marido, Even Vik, excéntrico profesor de matemáticas, la sigue amando pese a que llevan cinco años divorciados. Desolado por la pérdida e incapaz de creer que Mai acabara con su vida por propia voluntad, viaja a París y descubre que Mai estaba escribiendo un libro sobre Isaac Newton, en particular sobre la parte más oscura del científico, su enigmática doble vida y su pertenencia a una sociedad secreta, y que ha dejado una estela de mensajes codificados que sólo una inteligencia matemática como la suya puede descifrar.
Pero ¿por qué Mai-Brit tuvo que pagar con su propia vida el hallazgo de unos secretos de más de trescientos años de antigüedad? ¿Y por qué hizo un solitario justo antes de dispararse un tiro? En este fascinante thriller literario, aclamado por los lectores nórdicos, Kurt Aust despliega su extraordinario conocimiento de una de sus pasiones, los códigos y las infinitas posibilidades de los números.

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– No quiero morir, Even, no dejes que muera. -Kitty le lanzó una mirada extraviada-.Yo no quería que pasara, ¿me oyes?, no quería que las cosas fueran así. El plan que urdí era perfecto, era seguro y debía garantizarme… ¿Acaso tú no quieres vivir? ¡¿Vivir bien, Even?! ¡Escúchame! Dos millones… de euros… podemos compartirlos, no, tú te lo quedarás todo… todo… y a lo mejor consigues la vida eterna, es lo que obtendrás si la fórmula funciona, y seguro que funcionará, nunca se sabe, porque Newton era un brujo, un ser superior, eso lo sabes tú mejor que nadie, Even. Si había alguien capaz de encontrar la fórmula de la vida eterna, ése era él, ¿verdad, Even?, ¿verdad, amor mío? -Kitty desvariaba como una loca-. Eso es lo que puedo ofrecerte, Even. Puedo librarte de la muerte, hacerte rico, millonario… podrás ver a tus hijos crecer y tener hijos, ver crecer al hijo de tu nieto… piensa en Stig, puedes dárselo todo, dinero, vida eterna. -El tono de su voz se elevó-. Even, escúchame. ¡Even! Se trata del elixir de la vida, ¿no lo entiendes? ¡A lo mejor funciona!

El grito le había quitado las últimas fuerzas y se desplomó. Siguió murmurando algo casi inaudible hasta que finalmente enmudeció.

Sin mirarla, Even se puso en pie, miró a su alrededor antes de retirar uno de los remos y lanzarlo al agua lo más lejos que pudo. Se oyó un chapoteo en algún lugar de la noche. Kitty lo miró estupefacta.

– Pero Even, ¡¿qué pretendes?!

Sin hacerle caso, Even agarró el otro remo y lo lanzó también hacia la oscuridad. Separó las piernas y luego desplazó el punto de gravedad ligeramente para poder mantener el equilibrio mientras se palpaba el cinturón en busca del hacha.

– Pero tú dijiste… -sollozó Kitty al ver que Even sostenía el hacha entre las dos manos y la alzaba preparándose para dar un hachazo.

Kitty volvió a gritar cuando cayó el golpe. Se abrió un pequeño boquete en la madera. Even volvió a dejar caer el hacha. Y una vez más. Y otra. Entonces el agua empezó a entrar a borbotones.

– ¡Estás loco! ¿Quieres ahogarnos?

Kitty intentó ponerse en pie. Even volvió a levantar el hacha y luego la sentó en el banco de un empujón.

– Siéntate.-Even se sentó en el banco central, justo delante de ella y atrapó su mirada-. No puedo juzgarte, Kitty, ya lo sabes. ¿Cómo alguien que acaba de quitarle la vida a un hombre iba a poder juzgar a alguien por hacer lo mismo? -Even la miró desesperado-. ¿Cómo alguien que tiene la maldad incrustada, alguien que ha pegado a una mujer hasta dejarla a un milímetro de la muerte, cómo podría alguien así erigirse en juez de nadie?

– Pero ella no murió, Even -susurró Kitty-. ¿Verdad que no?

– Podía… podía haberlo hecho…-Había dolor en sus ojos cuando la miró-. Tú y yo, Kitty, hemos violado la ley, la secular y la religiosa. No podemos seguir huyendo… -Even agitó el brazo hacia la oscuridad-. Ha llegado la hora de que nos evalúen y nos juzguen. Que nos purifiquemos. -Even miró hacia el agua que ya les llegaba a los tobillos-. ¿El castigo…? -su mirada era serena cuando miró a Kitty a los ojos-. Voy a dejar que tú elijas el castigo, que decidas si debes vivir o morir. Él es el único que puede juzgarte justamente. Conoce tus pensamientos y tus secretos. Sabe cómo está la balanza, el bien contra el mal. Eso dijiste tú misma. Él te juzgará. Y si sobrevives, estarás libre de culpa. -Kitty lo miró sin decir nada; Even miró hacia la oscuridad-. Tómatelo como una catarsis.

– Pero yo… -Kitty enmudeció.

El agua lamió sus muslos. Estaba helada.

Even asintió con la cabeza, como si la entendiera.

– Yo no creo en ningún dios, ni en el tuyo ni en el de nadie. Dejaré que el azar, las leyes físicas… -Even notó cómo los dedos de sus pies se entumecían-, que la lucha entre el calor y el frío te juzguen. -Even levantó la cabeza y miró a su alrededor-. Hay cincuenta metros hasta tierra firme.

Even cortó apresuradamente el esparadrapo que apresaba las piernas de Kitty con el hacha, le dio la vuelta y cortó el que rodeaba sus muñecas. Luego arrojó el hacha al agua. Finalmente, se desprendió del cinturón y lo arrojó detrás del hacha. Sus pies y sus piernas se habían entumecido. Se miraron; ella hizo una mueca, como queriendo decir algo.

Even se puso en pie. Se quedó inmóvil un instante antes de dejarse caer de espaldas por la borda. El frío le hizo respirar ansiosamente, miró al cielo e intentó encontrar alguna estrella entre las nubes: el Carro, la Estrella Polar. El agua anegó el bote y unas enormes burbujas rompieron la superficie cuando se hundió. Lo último que vio de ella fue que seguía sentada en el banco cuando éste desapareció debajo del agua. Erguida. Como si por fin hubiera elegido.

Sus músculos se estaban quedando rígidos. Se quitó los zapatos de una patada y empezó a nadar con todas sus fuerzas hacia donde creía que estaba la playa.

Epílogo

El hombre introdujo el billete gris en la ranura y con ello consiguió acceder a la Sala C.

En el mostrador hizo su consulta.

La bibliotecaria de la sección de Sciences et Techniques de la Bibliothèque Nationale de France señaló y explicó que Principia de Newton estaba en la estantería encima de la escalera, a la izquierda. Jugueteó un momento con el teclado y miró la pantalla. Sí, había dos ejemplares, uno en inglés y el otro, una versión facsímil que contenía el manuscrito de Newton y que, por lo tanto, estaba en latín.

– La edición facsímil, gracias -dijo el hombre.

La bibliotecaria anotó +509.030 92 NEWT en un pedazo de papel y le dijo que allí encontraría el libro.

El hombre sonrió amablemente y dijo: «Merci beaucoup». Tenía un acento muy acusado. La bibliotecaria lo siguió con la mirada mientras cruzaba calmosamente la sala, subía las escaleras y se introducía en el mundo literario de la ciencia. Era la segunda vez en poco tiempo que alguien había preguntado precisamente por aquel libro, pensó. Para los científicos, Principia parecía ser una de aquellas obras que todo el mundo conocía pero que nadie había leído. De la misma manera que el Ulises de James Joyce lo era para los lectores de ficción.

El hombre se detuvo sin titubeos delante de la estantería correcta, se rascó la barba como si no estuviera acostumbrado a ella, mientras sus ojos recorrían los títulos. Aquí. The Preliminary manuscripts for Isaac Newton's 1687 Principia, 1684-1685. Facsimiles of the original autographs. El libro era de gran formato y estaba colocado en el estante con el lomo hacia arriba. En dos ejemplares. Sacó los dos, se los llevó a la mesa de estudio más próxima y retiró la silla ayudándose con el pie. Se sentó lentamente mientras echaba un vistazo a su alrededor. A lo lejos, al otro lado de la hilera de escritorios, vio a un señor de cierta edad, con las gafas colocadas en la punta de la nariz, absorto en la lectura de un libro del que tomaba notas regularmente en un cuaderno. Por lo demás, la sección estaba vacía.

La mano volvió a rascar la barba antes de estirarse hacia el zócalo metálico y apretar un botón. Una luz suave y agradable se extendió sobre el tablero de la mesa y los dos libros. Los dedos tamborilearon ligeramente nerviosos sobre el primer tomo mientras el hombre volvía a mirar a su alrededor. Al pie de la escalera vio a la bibliotecaria hablando con un cliente. Cuando terminó, la bibliotecaria elevó la vista hacia él y sonrió levemente cuando sus miradas se encontraron. Él se echó hacia atrás en la silla, de manera que la mesa se interpusiera entre ellos y se acercó el primero de los libros. Miró las letras grandes del título, la tapa y el plástico protector con el que habían forrado el libro, estudió el tamaño, el grosor. Echó un vistazo hacia la estantería donde estaban los demás libros de Newton y hacia el hombre de las gafas, que seguía anotando en su cuaderno.

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