Kurt Aust - La Hermandad Invisible

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En un café de París, en plena primavera, una mujer se introduce un revólver en la boca y aprieta el gatillo ante los ojos atónitos de los presentes. Se trata de Mai-Brit Fossen, una editora de Oslo, casada y madre de dos niños. Su ex marido, Even Vik, excéntrico profesor de matemáticas, la sigue amando pese a que llevan cinco años divorciados. Desolado por la pérdida e incapaz de creer que Mai acabara con su vida por propia voluntad, viaja a París y descubre que Mai estaba escribiendo un libro sobre Isaac Newton, en particular sobre la parte más oscura del científico, su enigmática doble vida y su pertenencia a una sociedad secreta, y que ha dejado una estela de mensajes codificados que sólo una inteligencia matemática como la suya puede descifrar.
Pero ¿por qué Mai-Brit tuvo que pagar con su propia vida el hallazgo de unos secretos de más de trescientos años de antigüedad? ¿Y por qué hizo un solitario justo antes de dispararse un tiro? En este fascinante thriller literario, aclamado por los lectores nórdicos, Kurt Aust despliega su extraordinario conocimiento de una de sus pasiones, los códigos y las infinitas posibilidades de los números.

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– No lo sé. Algo sobre alguien que quiere que le entregues unos documentos. Que están dispuestos a pagarte. Era una cantidad importante, o eso me parece. El dinero, sobre todo cuando hay mucho, suele ensombrecer a la moral. Incluso en una hermandad cristiana. Creo que está harto. Quiere salir de allí, ¿sabes? Porque la organización ha cambiado; en los últimos años su acoso al poder se ha intensificado.

– Pero entonces ¿por qué no rompe sencillamente con la organización y desaparece?

– Tienen una norma que lo vuelve imposible. Si alguien abandona la hermandad invisible, se le considera un fuera de la ley. En la práctica, un condenado a muerte. Es una vieja norma; podría decirse que refleja una mentalidad medieval, pero siguen aplicándola, o eso dice mi contacto. Por eso su propósito es desenmascarar la orden. Piensa descubrir a toda la cúpula con nombres y apellidos para que el resto de la organización quede desmantelada, sin líderes, y así se desmorone. Ése es su plan. Al fin y al cabo, nadie sabe quiénes son sus hermanos, en quién puede confiar. Es el punto fuerte, pero también el débil de la hermandad. Si lo consigue, cree que tendrá posibilidades de sobrevivir.

– Pero ¿cómo es posible que conozca los nombres de la cúpula, si son secretos?

– El mismo está muy cerca de la cúpula, y ha trabajado tenazmente en el último par de años para descubrir la identidad de los principales miembros de la organización.

El camarero se acercó con la nota y Simon insistió en pagarlo todo.

Fueron al guardarropía y se pusieron la capa y el abrigo. Mai-Brit pensó en el paquete que había preparado esa misma tarde. Había incluido el último diario junto con las notas y los dos últimos secretos. Había puesto la dirección del apartado de correos de Oslo. Era como si hubiera hecho tabula rasa, como si se hubiera preparado para acabar algo. No entendía por qué, no se entendía a sí misma. ¿Debería quedarse en el hotel, resguardarse, ponerse a salvo? Por otro lado, también quería saber a quién se estaba enfrentando, no limitarse a ser la pieza a la que todo el tiempo movían de un lado al otro y espiaban.

Un taxi se acercó a la acera cuando salían del restaurante y Mai-Brit tomó una decisión.

– De acuerdo, iré contigo.

El taxista era un joven con chaqueta de cuero, que asintió cuando Simon le dio la dirección. Habló por el móvil mientras ponía el intermitente para unirse al tráfico y pronto giraron a la derecha para coger el boulevard de Clichy. Se habían hecho las diez y media y había pocos coches en las calles para ser un jueves por la noche.

Mai-Brit se quedó pensativa, con la mirada puesta en las luces vacilantes de la calle. Las cosas habían acabado así. Alguien la llamaba por teléfono y le decía algo, ella se iba a un sitio; otro le llamaba al móvil y ella se iba a otro sitio. Era como si los demás se hubieran apoderado de su vida, como si se hubiera convertido en un objeto, un robot capaz de escuchar y obedecer, pero no de decidir. Esperaba que este viaje pudiera detener todo esto. Era algo que siempre había admirado en Even; él actuaba, seguía su propio camino, no se limitaba a obedecer. Se había dado cuenta a los pocos días de conocerlo, cuando se enteró de que visitaba a la agente de policía en el hospital. La agente seguía en coma tras la fractura de cráneo, y él se colaba en su habitación y dejaba un ramo de flores sobre su mesa, a sabiendas de que las posibilidades de que le descubrieran eran grandes. A él le daba igual; aprovechaba la ocasión cuando su moral incomprensible, o lo que fuera, se lo dictaba. Así era Even, en lo bueno y en lo malo. Porque también había sido aquella postura suya la que había acabado por decidirla a dejarle. Lo inesperado, el que no tuviera en consideración… el que no la tuviera en consideración a ella. No siempre. Ni tampoco a los demás. Sin embargo, cuando a la agente de policía le dieron el alta y salió del hospital, él la siguió, en la distancia. Se había enterado de que tenía novio, se enteró de cuando se casó con un bombero. Cuando se trasladó a Skien. Y cuando tuvo un hijo. Hasta que llegó ese momento, Even no la dejó. Mai-Brit nunca había acabado de entender a Even. ¿Fue por eso que se había rendido?

Simon LaTour había dicho algo.

– Disculpa, no he oído lo que…

– He dicho que el Musée Marmottan no está lejos de aquí, a la derecha, y luego hacia arriba, por esa calle. -Señaló a través de la ventana-. Pensé que para una historiadora como tú podría ser interesante saber que tienen bastantes manuscritos antiguos iluminados.

Empezó a llover y unas enormes gotas golpearon contra el parabrisas. Los limpiaparabrisas se movían de un lado a otro. Svush, svush, svush. Mai-Brit sintió frío y buscó el tirador de la puerta a tientas.

– ¿Cómo sabes que soy historiadora? Yo nunca te he contado que lo fuera… Simon sonrió.

– Soy muy meticuloso. Recuerda que soy periodista veterano, quiero saber con quién trato, a quién me confío.

– Quiero bajarme. -Mai-Brit intentó mantener la voz en un tono calmado-. Detenga el coche y déjeme salir. -Posó la mano en el hombro del taxista y se lo repitió. El taxista volvió la cabeza ligeramente y dijo que llegarían a su destino inmediatamente.

– Allí. Allí está.

Simon LaTour señaló a un hombre que agitaba un brazo en el aire mientras mantenía la cabeza debajo de un paraguas. El taxista frenó, el hombre arrojó el paraguas en la acera y se metió en el taxi. El coche volvió a circular antes de que la puerta se hubiera acabado de cerrar. Mai-Brit había intentado abrir la suya, pero se dio cuenta de que tenía puesto el seguro.

– Disculpe, pero me gustaría bajarme -dijo en voz alta y agarró al taxista del hombro-. ¡Ahora!

El pasajero del asiento de delante se volvió y la miró. La barba negra se movió al sonreír.

– Desgraciadamente no podrá ser, madame Fossen, hay algo que debemos hacer antes.

Simon LaTour los miró confundido.

– ¿Se conocen?

Mai-Brit miró fijamente al hombre antes de dejarse caer en el asiento.

– No hagas teatro, Simon -dijo Mai-Brit con asco-. Me habéis estado siguiendo desde hace medio año. ¿Por qué? ¿Qué pretendéis? Si no es más que un libro sobre Newton lo que estoy escribiendo. ¿Qué tiene eso de interesante?

– Pero si yo no he… -Simon volvió la mirada hacia el pasajero reclamando una explicación-. ¿De qué conoce usted a madame Fossen? Ha estado usted… ¡¿Qué está pasando…?! -El taxista se subió a la acera y las farolas de la calle fueron sustituidas por árboles y unas amplias superficies de hierba. Se metieron por un sendero estrecho-. El bosque de Boulogne, ¿qué hacemos aquí?

– Tenemos un asunto que resolver -dijo el hombre de la barba y le indicó al taxista que detuviera el coche-. Porque la verdad es que estamos hartos de que des vueltas a nuestro alrededor, metiendo las narices en lo que hacemos o dejamos de hacer. -El hombre salió del coche y abrió la puerta del lado de Simon LaTour-. Sal.

LaTour miró a Mai-Brit; su mirada era confusa y parecía asustado.

– No entiendo…

Lo sacaron del coche de un tirón y lo empujaron hacia el halo de luz de los faros del coche. Simon LaTour se quedó paralizado, deslumbrado por los faros y bizqueando hacia el hombre de la barba, que le dijo algo en voz baja. Simon sacudió la cabeza negando.

Mai-Brit vio el brazo que se alzaba y la pistola que apuntaba. Quiso gritarle a Simon que corriera, pero el estruendo ensordeció su grito y vio a Simon trastabillar, vio cómo sus piernas cedían bajo su peso y cómo finalmente se desplomaba con la mirada acuosa. Una rosa roja creció en su pecho hasta que se diluyó con la lluvia que caía. El hombre de la barba se acercó al cuerpo y empezó a revolver los bolsillos de Simon LaTour. Retiró una cartera, un pasaporte y un bloc de notas; vació la cartera de dinero y lo depositó en los bolsillos de la chaqueta del muerto. Luego volvió a meterse en el coche.

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