Kurt Aust - La Hermandad Invisible

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En un café de París, en plena primavera, una mujer se introduce un revólver en la boca y aprieta el gatillo ante los ojos atónitos de los presentes. Se trata de Mai-Brit Fossen, una editora de Oslo, casada y madre de dos niños. Su ex marido, Even Vik, excéntrico profesor de matemáticas, la sigue amando pese a que llevan cinco años divorciados. Desolado por la pérdida e incapaz de creer que Mai acabara con su vida por propia voluntad, viaja a París y descubre que Mai estaba escribiendo un libro sobre Isaac Newton, en particular sobre la parte más oscura del científico, su enigmática doble vida y su pertenencia a una sociedad secreta, y que ha dejado una estela de mensajes codificados que sólo una inteligencia matemática como la suya puede descifrar.
Pero ¿por qué Mai-Brit tuvo que pagar con su propia vida el hallazgo de unos secretos de más de trescientos años de antigüedad? ¿Y por qué hizo un solitario justo antes de dispararse un tiro? En este fascinante thriller literario, aclamado por los lectores nórdicos, Kurt Aust despliega su extraordinario conocimiento de una de sus pasiones, los códigos y las infinitas posibilidades de los números.

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– Vamos.

A Mai-Brit le dolía al respirar. Miró las farolas de la calle que de pronto volvían a rodearlos, las casas donde vivía la gente, donde se habían acostado, dormían, inocentes e ignorantes de que un hombre acababa de morir cerca de ellos. Acribillado, asesinado, ejecutado.

– Rosas, picnics, bellas hayas. El bosque de Boulogne de día. -El hombre de la barba hablaba en voz baja, casi consigo mismo-. De noche, homófilos, pedófilos… necrófilos. Por un par de euros puedes hacer que desaparezca un cadáver durante un par de días, tal vez para siempre. -La voz era sosegada, constatante, enumerativa-. Hablamos en serio. -Se volvió y la miró-. Este Simon LaTour llevaba bastante tiempo irritándonos, y ha sido una forma muy práctica de demostrarte que puedes fiarte de nuestra palabra. Cuando te digo que mataremos a tus hijos si no haces lo que te ordenemos, supongo que sabes que hablamos en serio. Mai-Brit lo miró fijamente.

– Mañana a las dos, a las catorce cero cero, iré a tu habitación del hotel; tú me dejarás entrar y me darás los papeles de Newton que encontraste en el viejo libro. Mañana a las dos.

¿Por qué no ahora? ¿Por qué no le pedía que fuera ahora?

El hombre adivinó sus pensamientos.

– Sé que has escondido los folios en algún lugar de la ciudad. Te encargarás de recuperarlos para tenerlos mañana cuando vaya a verte al hotel.

El coche se acercó a la acera y el hombre abrió la puerta.

– No intentes buscar ayuda, no te pongas en contacto con nadie. Eso sería perjudicial para los niños. Limítate a hacer lo que se te pide. Buenas noches.

El hombre descendió del coche y desapareció en la oscuridad.

La mirada del conductor se posaba en ella regularmente a través del espejo retrovisor. Al principio, Mai-Brit no tuvo fuerzas para enfrentarse a ella; luego se negó a hacerlo.

…perjudicial para los niños…

La imagen de Stig y Line parpadeó a la luz de los coches. El móvil en el bolsillo del abrigo apretaba sus costillas; tenía ganas de llamarles, oír sus voces alegres, saber que estaban bien. Los ojos empezaron a escocerle; notó cómo las lágrimas se secaban en sus mejillas y una ira salvaje creció en su pecho.

…y me darás los papeles…

«Los papeles.» Eso era lo que había dicho. No «los seis folios». «¡No saben cuántas páginas tiene -pensó Mai-Brit-. ¡No saben…!» Pensó en el paquete que había dejado en la habitación del hotel. Sólo estaba cerrado con pinzas. Quedaba sitio para una clave. Una última clave. Disponía de toda la mañana para ello; podía escabullirse por la puerta de atrás, ir a por los papeles, dividirlos en dos partes. Esconder la primera y la última página.

Si ellos debían ganar, también perderían.

Si ella debía perder, también ganaría.

Estaba sentada al escritorio con la mitad de la baraja en la mano cuando él llamó a la puerta. Eran las dos de la tarde del jueves, 22 de marzo. «Es puntual», pensó Mai-Brit y dijo «adelante» sin pensarlo dos veces. El sol estaba alto en el cielo y dejaba una raya cálida y dorada en el suelo cerca de la ventana. Alguien habló en japonés en el pasillo. Siguió oyendo aquellas voces mientras la puerta se mantuvo abierta, pero se desvanecieron en cuanto el hombre cerró la puerta al entrar. Se colocó expectante en la penumbra, al lado del armario y Mai-Brit señaló el sobre que había sobre la cama.

– Cuatro folios -dijo después de abrirlo.

«No es una pregunta, sino una constatación -pensó ella-. No exige ninguna respuesta.»

El hombre se metió el sobre en el bolsillo interior de la chaqueta y sacó un teléfono móvil. Cuando devolvió el teléfono al bolsillo, el hombre sacó una pistola, se la dio a Mai-Brit y le contó lo que pasaría a partir de ese momento. Le contó sin rodeos que sabía demasiado, que no podían arriesgarse a dejarla ir.

Ella negó con la cabeza y le apuntó con las manos temblorosas, apuntó a su pecho, a la asquerosa barba, entre los ojos. El alargó la mano y quitó el seguro.

– Ahora puedes disparar -dijo, y añadió que su hijo mayor moriría si él no contestaba una llamada de Noruega que recibiría dentro de diez minutos. Le explicó que, ahora mismo, era ella o el niño. Le dijo que cogiera el teléfono y que entonces lo entendería.

Stig y Line corrían a su encuentro y la rodeaban con sus brazos impidiéndole respirar. Finn-Erik sonreía y decía que la quería. Mai-Britt parpadeó. Una tristeza infinita se apoderó de ella, hundiéndola en la cama. La pistola se le escurrió de las manos, ahora completamente laxas y cayó al suelo. Estuvo mucho tiempo sin moverse, experimentando cómo el shock le seguía quitando el aliento. Entonces levantó la cabeza y miró al hombre directamente a los ojos. Pensó que debía morir sin miedo, que debía dedicar sus últimas horas a hacerse amiga de la muerte. No quería resignarse, no quería concederle la satisfacción de verla hundirse. Con todas sus fuerzas dejaría que el amor a su marido, a sus hijos y a la vida inundaran cada célula, cada cromosoma de su cuerpo hasta el final. Y llevaría a cabo su plan. Mientras pensaba en la palabra «sustraendo» sonrió brevemente al hombre, algo que sin duda lo confundió, se puso en pie y señaló hacia el escritorio.

– ¿Puedo escribir una carta de despedida?

Capítulo 88

Even empujó el bote al agua. El viento era débil y un suave oleaje rompía contra la playa. Las nubes se partían para dejar que la media luna y las estrellas asomaran. Era una espléndida noche de abril, pero el aire era frío. El agua estaba fría.

– ¿Piensas ahogarme?

La voz de Kitty era tensa; empezó a llorar. De pronto se giró y empezó a correr febrilmente arrastrando la pierna por la arena.

Even dejó un papel sobre una piedra grande y colocó el móvil encima para que la clave no volara.

– El testamento de Mai, ahora mío -murmuró y salió tras Kitty.

«Pronto la pierna lastimada cederá», pensó, y notó el peso del plomo en el corazón. Kitty tropezó, rodó por la arena y empezó a llorar histéricamente.

– No quiero ahogarte -dijo Even; la ayudó a incorporarse y le sacudió la arena de los pantalones como queriendo tranquilizarla. La apoyó durante el camino de vuelta al bote.

– ¡Todavía puedo gritar y pedir ayuda! -dijo Kitty en un último destello de su espíritu guerrero, cuando Even la obligó a sentarse en el banco de popa.

– Sí -dijo Even-. Y yo te puedo tapar la boca con el esparadrapo. Pero no creo que haya salido nadie esta noche, y la verdad es que vives muy aislada. Además… -Even empujó el bote al agua y agarró los remos-, no creo que te interese mezclar a otros en este asunto, si no es estrictamente necesario.

– ¿Es necesario?

La voz era endeble, frágil, como si pudiera romperse según la respuesta y desaparecer para siempre.

Even movió los remos con todas sus fuerzas.

– Sólo tú lo sabes -dijo-. Tú eres la única que sabe lo que tu dios acepta. No es el mío y, por lo tanto, no lo puedo saber…

– ¡Mi dios! ¿Qué quieres decir con eso? -gritó Kitty a la vez que intentaba darle una patada.

Even abandonó los remos, cogió el esparadrapo e inmovilizó las piernas de Kitty. Cuando volvió a sentarse, dudó de la dirección que debía tomar; la corriente había desplazado el bote girándolo ligeramente. Le pareció ver una luz en algún punto detrás del bote, hizo una elección y metió los remos en el agua.

– ¡Dios mío, no me digas que pretendes cruzar el fiordo a remo! ¡Si hay varios kilómetros hasta el otro lado!

Kitty gritaba histéricamente, pero enmudeció al ver que Even no reaccionaba. Cincuenta metros, pensó, eso sería suficiente. Kitty había inclinado la cabeza y su cuerpo se mecía de un lado a otro. Entonces empezó a susurrar frenéticamente dirigiéndose a sus propios pies.

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