No se sintió bien haciéndolo, pero aprovechó el momento para averiguar algo sobre Soto dejando que su madre desgranara algunos de los recuerdos de ese tiempo. El retrato que le llegó no difería de la imagen que ya empezaba a tener de él, sólo que en la evocación de su madre la figura de Marcelino Soto adquiría un halo legendario, como en todas las historias de pioneros. Cornelia tomaba nota mentalmente de las anécdotas de su madre, hasta que ésta, quizá sorprendida por un interés que no era común en sus hijos, interrumpió la narración y tras respirar hondamente cambió de tema.
– No te puedes imaginar lo importante que es para mí, para nosotros, saber que justamente tú investigas su muerte.
¿Quiénes eran esos nosotros? Se preguntó Cornelia. ¿Su familia? ¿Las amigas de su madre? ¿ La Reme, la costurera casada con Germán que trabajaba en la Opel, y la Solé, la peluquera a la que se le murió el marido tan joven de cáncer? ¿La comunidad española en Francfort? Se volvió de espaldas a la televisión. Escuchó con atención lo que decía su madre.
– Porque sé que tú lo harás con respeto, con conocimiento, porque eres uno de los nuestros, nos entiendes. Además, aunque es imposible que lo recuerdes porque eras aún un bebé, incluso conociste a Marcelino. En las fotos del álbum tengo una de tu bautizo en la que salimos todo un grupo de españoles y se puede ver a Marcelino haciendo muecas. Era muy gracioso. Y muy buena persona.
La voz de su madre se quebró de nuevo.
– ¡Dios mío! ¡Qué desgracia! Y la pobre Magdalena, que se ha quedado sola.
Se hizo de nuevo un silencio. No sabía cómo interpretarlo.
– ¿Cuándo será el entierro, niña?
– Mañana lo sabré. No creo que se retenga el cuerpo en la morgue más que en otros casos habituales.
Temió que la rutinaria neutralidad con que había pronunciado estas palabras pudiera herir a su madre, pero no pareció que le afectara.
– Tu padre y yo iremos. ¿Podremos hablar contigo?
– ¡Pues claro, mamá! Pero tendré que quedarme un poco aparte para observar porque, aunque suene un poco brutal, los entierros son muy importantes para conocer el entorno de las víctimas.
– Entiendo. Pero en el entorno de Marcelino, como tú lo llamas, sólo hay buena gente.
El tono de su madre se había endurecido. Cornelia apagó el televisor. El resto del tiempo que duró la conversación consistió en el esfuerzo por ambas partes por cerrar ese diálogo de una manera mínimamente cordial, para evitar el mal sabor de boca con el que se estaban quedando ambas.
Cuando por fin se despidieron, Cornelia volvió a la ducha. Después, envuelta en un albornoz de Jan, se calentó en el microondas unos restos de bórek con espinacas que había comprado en el turco de la esquina. Lo comió de tres bocados de pie en la cocina y recordó demasiado tarde que había leído una vez que las espinacas recalentadas pueden ser tóxicas. Se acordó de que muchos emperadores romanos, temerosos de morir envenenados, acostumbraban el cuerpo con pequeñas dosis de veneno. ¿Eran tres bocados de bórek de espinacas recalentadas un veneno o un antiveneno? Se sentó de nuevo en el sofá y encendió el televisor. Pasaba de un programa a otro sin darles la oportunidad de captar su atención. En realidad su mente saltaba del extraño comportamiento de Reiner, a los rizos ausentes de Müller, a su visita al Instituto Forense, a la conversación con su madre, al «tú eres uno de los nuestros», que le oprimía el estómago más que la aprensión a las espinacas. Gracias a su madre, Marcelino Soto había conseguido lo que pocos casos hasta ahora habían logrado: metérsele en casa.
Poco después ya estaba acostada. Al apagar la luz le cruzó por la mente que la reiteración de su apellido Weber-Tejedor era algo ridícula, irrisoria. Mientras caía en el sueño, escuchó la voz de su madre diciéndole:
– Pero es un nombre de oficio, hija, que es muy digno. Más tonto es llamarse Martínez Martínez o García García. Por lo menos lo tuyo es internacional.
– Tienes razón, mamá.
Precisamente a esa constelación reiterativa de dos apellidos que en las dos lenguas significaban lo mismo debía Cornelia Weber-Tejedor su existencia. Cuántas veces no habrían contado sus padres la primera conversación que entablaron en una fiesta de trabajadores de la fábrica Opel en Rüsselsheim, donde su madre, la operaría Celsa Tejedor, una gallega de veintipocos años, trabajaba en la producción de piezas para automóviles y luchaba por aprender los rudimentos del alemán. A pesar de lo precario de sus conocimientos de la lengua, éstos le bastaron para lograr entenderse con Horst Weber, un joven capataz alemán. La mítica conversación que Cornelia había oído contar con la misma fruición con que otros recitan los diálogos de Casablanca había sido así:
– Hola.
– Hola.
– Me llamo Weber. Bueno, Horst Weber. ¿Y tú?
– Celsa.
– ¿Celsa qué más?
– Celsa Tejedor.
– ¡Anda! ¡Qué gracia! Weber significa «tejedor» en español. ¡Qué casualidad!
En realidad, Horst Weber lo había descubierto en el diccionario y había planeado y ensayado mentalmente esa conversación varias veces.
– Sí. Igual somos parientes.
Según el relato oficial de la familia Weber-Tejedor, aquí empezaron a reírse los dos y la verdad es que seguían haciéndolo cada vez que referían la anécdota en alguna fiesta familiar.
La joven Celsa Tejedor llegó a Alemania con veinte años escasos en 1962. Tenía un tío que ya trabajaba en Alemania y le procuró un contrato. Sin decir nada a sus padres, que sabía que se opondrían a que su hija emprendiera tal aventura, había presentado la solicitud en la delegación provincial del Instituto Español de Emigración y empezó a preparar los papeles en secreto, sólo con la complicidad de su hermano mayor, que pensaba emigrar también en cuanto hubiera nacido su hijo, pero que nunca llegó a hacerlo. Estaba delicado de los pulmones y no pasó el primer examen médico. Celsa, en cambio, gozaba de una salud excelente, aunque estuvo a punto de dar media vuelta cuando se encontró medio desnuda en una sala del ayuntamiento de Allariz, que normalmente se usaba para reuniones y había sido habilitada como sala de reconocimientos médicos. Hacía frío en esa habitación y un grupo de médicos, separados por mamparas, iba haciendo pasar a las mujeres que esperaban en una cola en ropa interior al grito de «la siguiente». Ahí sintió una vergüenza terrible y siempre decía que se vio «como las ovejitas cuando las llevan de un pasto a otro».
Los padres de Celsa se enteraron de sus planes de emigrar cuando le llegó la carta para la segunda revisión, la de los médicos alemanes. Podrían habérselo prohibido porque todavía era menor de edad, pero en realidad el dinero que pudiera enviar les hacía buena falta. Y les vino muy bien cuando el estado de José se agravó y tuvieron que ingresarlo en un hospital para tuberculosos. Como si quizás ya lo supiera, decía Celsa, fue su hermano quien convenció a los padres y la acompañó a Orense para que el equipo volante de la comisión alemana le diera el visto bueno. En el autobús, recordaba Celsa Tejedor, una mujer del pueblo le contó que se había arreglado los dientes porque los médicos alemanes eran muy estrictos y no querían gente con dientes picados. Celsa pensó esta vez: «Como los caballitos», y se limitó a sonreír y a mostrar una dentadura impecable de la que aún podía presumir.
– Además -le había dicho la mujer-, te lo miran todo.
– ¿Todo?
Celsa había juntado las piernas instintivamente.
– Todo, todo. Y te sacan sangre y te analizan la orina.
Durante el resto del viaje hasta la capital, Celsa estuvo preocupada pensando en que no sería capaz de orinar en un botecito, como le había contado la vecina que les harían hacer.
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