Rosa Ribas - Entre Dos Aguas

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La comisaria Cornelia Weber-Tejedor, de padre alemán y madre española, investiga la muerte de Marcelino Soto. Todos en la comunidad española de Francfort afirman que era una bellísima persona. Entonces, ¿quién podría haber arrojado su cuerpo al río después de asesinarlo?. Cornelia se mueve en este caso entre su deber de policía alemana y la lealtad a la comunidad emigrante que le reclama su madre. Una comunidad en la que todos están dispuestos a hablar del pasado mitificado de la emigración y, sin embargo, no lo dicen todo. ¿Se encuentra entre alguna de estas historias la clave de la muerte de Marcelino Soto?

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Usaba sus propios argumentos para acorralarla. Y otra vez había empleado su apellido completo.

– Con todo el respeto, lo de que puedo entender mejor a los conciudadanos extranjeros -no pudo evitar pronunciar esa fórmula tan querida por Ockenfeld con algo de sorna- no lo veo tan claro como usted.

– Pero el español es su lengua materna.

– Junto con el alemán. He nacido aquí.

– Claro, claro -condescendió Ockenfeld-. Sería muy útil que usted y su gente (por supuesto, puede usted contar con un par de colaboradores más si los necesita) tomaran contacto con algunos miembros de la comunidad latinoamericana de la ciudad y averiguaran todo lo posible sobre la muchacha desaparecida. Se trata de una cuestión delicada, que afecta a un ciudadano importante de la ciudad y creo que es mejor que quede en nuestras manos. ¿Todo claro?

Como Cornelia negó con la cabeza, Ockenfeld resopló con impaciencia.

– Según usted, se trata de un asunto delicado, aunque no veo todavía por qué, pero tal como lo está planteando me temo que moralmente no puedo aceptarlo.

– Si se refiere al hecho de que nos estemos adentrando en el terreno del departamento de emigración, es decir en el trabajo de otros colegas, deje sus reparos de lado, estará usted cumpliendo órdenes.

– Pero es un caso que no es de mi competencia.

– Mire, comisaria, sé tan bien como usted que no se lo puedo ordenar, pero es un asunto importante ya que afecta a un ciudadano eminente de la ciudad. Me gustaría que fuera usted quien se encargara del caso porque me merece toda la confianza, hasta el punto de que estoy dispuesto a aceptar el equipo de investigación que usted propone a pesar de que el subcomisario Fischer no me parece una garantía de éxito. Pero ya que usted lo reclama, dejaré de lado mis, creo que más que fundados, recelos y autorizaré su inclusión en el equipo en lugar de mandarlo de vacaciones forzosas. ¿Cómo lo ve?

Cornelia bajó la vista.

– Muy claro, señor Ockenfeld.

– Pues, venga, a trabajar.

Cornelia se levantó de un salto.

– Buenos días, señor Ockenfeld.

– Buenos días. Las informaciones sobre la muchacha desaparecida ya se encuentran sobre su escritorio.

Salió del despacho. La señora Marx la miró sorprendida al verla aparecer con expresión de enojo. No dijo nada, no habría sido correcto. En su lugar, sólo hubo un rápido intercambio mudo de miradas. Con el pie izquierdo contuvo a Lukas, aunque no era necesario. El perro llevaba suficiente tiempo en esa recepción para saber perfectamente cuándo sus torpes carantoñas eran bien recibidas y cuándo no. Desde debajo de la mesa le lanzó a Cornelia la misma mirada compungida que su dueña.

Cuando regresó al despacho, encontró, como había dicho Ockenfeld, una carpeta sobre su mesa.

– ¿Y esto? -preguntó a Fischer.

– No sé. Lo acaban de traer.

Leyó los documentos. No decían gran cosa. La muchacha ecuatoriana desaparecida se llamaba Esmeralda Valero, procedía de una ciudad llamada Machala de la provincia de El Oro. Esmeralda Valero tenía veinte años y llevaba tres meses trabajando en casa de la familia Klein. Había entrado con un visado turístico en Alemania, por lo tanto, no tenía permiso de trabajo. Su desaparición la había denunciado la señora Klein.

Cornelia llamó a Müller y les presentó a él y Fischer la nueva situación. La pregunta de Fischer repetía la de la propia Cornelia, pero recibía otra respuesta.

– ¿Qué tiene que ver homicidios con esto?

– Nada, pero el jefe considera que somos el equipo ideal para este asunto.

La mirada de Fischer al escuchar esto reflejaba una mezcla de escepticismo y desconfianza, como si creyera que Cornelia bromeaba.

– Nadie debe saber que trabajamos en este caso y menos aún el comisario Juncker y el subcomisario Gerstenkorn. No tenemos todavía demasiada información. Los Klein han proporcionado el horario de trabajo de la muchacha y poco más. La señora Klein presentó la denuncia por desaparición cuando Esmeralda Valero llevaba tres días sin ir al trabajo.

– ¡Que tontería de asunto! -musitó Fischer.

– Órdenes, Reiner.

– Pero es que me parece muy raro que nos hagan perder el tiempo por un asunto así.

– Lo sé. No hace falta que insistas. Toda la historia es rara. Sólo espero que no nos pillemos los dedos con ella. El caso es más bien trivial, y creo que Ockenfeld lo usa como una plataforma para hacer puntos. Por eso esta tarde me acercaré sola a casa de los Klein. No creo que lo que nos puedan contar requiera un despliegue policial. Así que mientras hablo con ellos, vosotros os encargaréis de seguir con el caso Soto. Ayer os envié las preguntas que habrá que hacer. ¿Alguna idea más?

Ambos presentaron ideas, pero cada uno las había preparado por su cuenta.

– Müller, usted se va a encargar de organizar las entrevistas. Tenemos tres agentes de apoyo, localicen a las personas de la lista y concierten citas con ellas. Procure que los agentes tengan tiempo de hablar con cada persona sin agobios de horario y compruebe que les quede claro qué tipo de información nos puede ser útil. 1

Aunque pensaba que en realidad lo más correcto protocolariamente sería que fuera ella, ya que era la superior, quien pasara por el consulado, algo en su interior se resistía. Cuando al cumplir los dieciocho optó por la nacionalidad alemana, devolvió el pasaporte español y desde entonces ya no había tenido nada que ver con el consulado.

– Tú, Reiner, tendrás que acercarte después al consulado español. La cónsul general llamó para ofrecernos toda su ayuda. Hacia la una es una buena hora. Tienen menos público y la presencia de la policía pasará más desapercibida. ¿Todo claro?

Fischer insistió:

– Pero hay una cosa que no entiendo: ¿cómo es que has aceptado el otro caso?

– ¿Te lo tengo que volver a decir? Órdenes.

– Es que no me cuadra. ¿Qué pintamos nosotros en ese asunto?

– Pintamos lo que el jefe quiere que pintemos y basta.

– Normalmente no dejarías que te endosaran una bobada de este calibre.

– Normalmente no estaríamos discutiendo esto y ya habrías empezado a buscar información sobre Marcelino Soto, así que deja de calentarme la cabeza y ponte a trabajar.

Fischer la miró con fijeza. Cornelia notó que luchaba consigo mismo por controlarse y que perdía la batalla contra su enfado cuando entrechocó los tacones y le dijo:

– A sus órdenes, señora comisaria.

No quiso decirle nada más porque Müller seguía de reojo la escena mientras fingía leer el informe sobre la muchacha desaparecida. Repitió sin darse cuenta la expresión que había usado Ockenfeld.

– A trabajar. En una hora estará aquí la otra hija de Soto, Irene. Tú te encargas de hablar con ella, Reiner. Yo he pedido a ese pariente del pueblo, Carlos Veiga, que venga también. Quiero hablar con él, esta vez en español. Usted me acompañará, Müller.

EL MUNDO DIPLOMÁTICO

Desde la recepción le anunciaron que Irene Weinhold y Carlos Veiga estaban allí. Había sido la hija mayor de Marcelino Soto quien había pedido que el encuentro fuera en la Jefatura para evitarle a su madre la presencia de la policía.

– El doctor Martínez Vidal considera que es mejor así.

Irene Weinhold, de soltera Soto, era seis años mayor que Julia. El parecido era innegable, la diferencia era que Irene, al contrario de Julia, hablaba español sin acento alemán.

Acomodaron a Irene Weinhold y a Carlos Veiga en sendos despachos. Cornelia notó que se sentían aliviados al ver que se trataba de habitaciones con muebles de oficina comunes y ventanas sin rejas y no de cuartos sórdidos y oscuros. En una pared, una foto enmarcada mostraba una vista del skyline de la ciudad desde el río, con el sol del atardecer reflejándose en las superficies de cristal de los rascacielos. Al lado de este romanticismo urbano, otra fotografía reproducía las fachadas reconstruidas de los edificios del Römer, una de las tomas predilectas de las decenas de turistas japoneses que cada día llenaban sus cámaras con esos motivos.

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