Rosa Ribas - Entre Dos Aguas

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La comisaria Cornelia Weber-Tejedor, de padre alemán y madre española, investiga la muerte de Marcelino Soto. Todos en la comunidad española de Francfort afirman que era una bellísima persona. Entonces, ¿quién podría haber arrojado su cuerpo al río después de asesinarlo?. Cornelia se mueve en este caso entre su deber de policía alemana y la lealtad a la comunidad emigrante que le reclama su madre. Una comunidad en la que todos están dispuestos a hablar del pasado mitificado de la emigración y, sin embargo, no lo dicen todo. ¿Se encuentra entre alguna de estas historias la clave de la muerte de Marcelino Soto?

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El listado de actividades pasó por delante de sus ojos como una retahila interminable. Después de hojearlo se lo dio a Fischer.

– No entiendo nada. Está todo en español -gruñó.

– Perdón.

Le quitó las hojas de las manos y se las devolvió a Müller.

– Habrá que analizar estos listados para ver cuál fue exactamente la participación de Marcelino Soto y si en algún caso hubo conflictos. Me temo que le tocará a usted hacerse cargo de esto, Müller.

Fischer, que había rechazado esos documentos en español como una diva contrariada, los tomó de nuevo para sopesar con complacencia la tarea de la que su ignorancia de idiomas lo había eximido.

– ¿Cree que podemos encontrar algo útil, comisaria? Estos papeles se refieren a eventos de hace más de veinte años -dijo Müller.

– No me hago tampoco grandes ilusiones al respecto, pero antes de descartar cualquier opción tenemos que estar seguros de que no pasamos nada por alto.

– Por supuesto.

El tono seguro en que hablaba Müller no era el mismo que el del Leopold Müller que se había dirigido a Cornelia en el puente donde encontraron el cadáver. Y algo le decía que lo que le había mostrado hasta el momento no era todo. Como si en su cabeza estuviera escuchando un redoble de tambores, extrajo con parsimonia unos documentos de una carpeta y los puso sobre la mesa. Eran fotocopias del registro de la propiedad en las que se podía leer que Marcelino Soto era dueño de varios inmuebles en Francfort. No sólo la casa de la familia era de su propiedad, sino que los dos locales que albergaban sus restaurantes le pertenecían, así como varios pisos en la ciudad que tenía alquilados.

Tanto Cornelia como Fischer lanzaron exclamaciones de asombro. Teniendo en cuenta el valor estimado de esas propiedades, Marcelino Soto había sido más que una persona acomodada, había sido rico. Sin embargo, ese hombre había llegado a Alemania con lo puesto. Como emigrante ilegal, sus principios habrían sido aún más difíciles que en el caso de la familia de Cornelia. Sus padres, después de trabajar y ahorrar durante toda la vida, habían conseguido pagar la casita en la que vivían a las afueras de Offenbach y asegurarse una jubilación digna. Por más que Soto hubiera sido, como afirmaban todos, un hombre emprendedor, ¿cómo había llegado a ganar tanto dinero para vivir con su familia en una villa lujosa, tener dos locales en propiedad y algunos pisos para alquilar?

El sonido del teléfono truncó el silencio en el que estaban leyendo la información del consulado. Cornelia lo cogió.

– ¿Comisaria Weber? Le habla Julia Soto. ¿Podría pasar a verla a la Jefatura de Policía?

– Por supuesto. ¿De qué se trata?

– Arreglando papeles en el despacho de mi padre he encontrado algo que usted debería ver. Voy para allá.

Julia Soto interrumpió la conversación tan abruptamente como la había empezado. Cornelia Weber la imaginó saliendo a toda prisa de la casa en Sachsenhausen después de encomendar a Carlos Veiga que se ocupara de su madre.

Carlos Veiga. En la conversación que habían mantenido con él por la mañana se había confirmado la impresión negativa que se había llevado tras conocerlo en casa de los Soto. Hablar con él en su propia lengua no lo había favorecido. Se había mostrado tan servicial, tan deseoso de agradar, tan dúctil, que ella se había preguntado si no le habría contestado también de haberle preguntado de qué color llevaba la ropa interior. Cornelia había aprovechado su condición más bien de espectadora mientras Müller hablaba con él. Intervino poco. Leopold Müller había conducido muy bien la conversación, dejando que Veiga hablara, sin interrumpirlo incluso cuando se iba del tema. A veces las digresiones aportan más información que las respuestas directas. Veiga le había dejado la impresión de que hablaba mucho, pero aún callaba más.

Ahora Carlos Veiga le habría dicho a Julia Soto que no se preocupara, que él se encargaría de todo. Julia Soto estaría subiendo a su auto para ponerse de camino hacia la Jefatura de Policía. Llamó a la recepción para avisar de su visita.

SINTAXIS

Cuando Julia Soto entró en su despacho, parecía muy agitada. Se sentó sin desabrocharse la chaqueta. Era una chaqueta de color verde claro que ninguna española se pondría estando de luto por la muerte de su padre, pensó Cornelia, pero el estado de excitación en que se encontraba la excusaba. Abrió el bolso y sacó unos papeles que había metido en fundas de plástico transparentes. Se las tendió, mientras en tono de disculpa decía:

– Me temo que las he llenado de huellas. Pero en cuanto vi de qué se trataba, procuré no tocarlas demasiado y las metí en estas fundas.

Cornelia le sonrió aceptando otra vez de ella una disculpa innecesaria. Tuvo que pensar en su conversación con Pfisterer acerca de los conocimientos populares del trabajo policial. Quizá las series de televisión no eran tan nocivas como creía el forense.

Tomó las fundas. Eran seis y cada una contenía una cuartilla. Tendió dos a Fischer y dos a Müller. Leyó la primera. Era una carta de amenaza. Las otras también. Las intercambió con los compañeros y siguió leyendo. Todas estaban escritas en el mismo tono. Todas insultaban con un léxico extremadamente pobre, pero tan agraviante que hasta las preposiciones eran malintencionadas. Todas amenazaban con una sintaxis escuálida pero contundente. Cinco aseguraban palizas y una muerte dolorosa en un plazo de tiempo breve, cada vez más breve, lo que les permitió ordenarlas cronológicamente. Sólo una no contenía amenazas de muerte.

– Ésta debe de ser la primera.

Cornelia la puso delante de las otras alineadas sobre la mesa. Las leyeron de nuevo ante la mirada expectante de Julia Soto.

Todas exigían a Marcelino Soto que hiciera algo, «tú ya sabes lo que».

– ¿Dónde las encontró exactamente?-En uno de los libros de cuentas de mi padre.

Julia Soto sacó varias libretas de una mochila.

– Estaban dentro de éste, que es donde llevaba las cuentas del Santiago. Por si les pueden servir, les he traído los otros. El del Alhambra y éste, que es en el que mi padre llevaba las cuentas de la familia.

– ¿Y su padre no mencionó nunca estas cartas de amenaza?.

– Para nada.

– Tampoco las denunció -intervino Fischer-, de lo contrario habríamos encontrado la entrada correspondiente en el ordenador.

Los policías volvieron a examinar las cartas ordenadas sobre el escritorio de Cornelia.

– Por el lenguaje y un par de faltas bastante flagrantes en la declinación, yo diría que estas cartas no las ha escrito un alemán.

– Podríamos consultar a uno de los peritos lingüísticos. Quizás analizando las faltas de ortografía pueden averiguar de dónde son los autores -propuso Müller.

Fischer leyó los textos una vez más.

– Me temo que es poco texto y muy repetitivo.

– Lo intentaremos de todos modos -intervino Cornelia-. Haga llegar una copia a los expertos. Veamos, el Santiago es el restaurante que está en el Westend.

– Que yo sepa -comentó Müller-, el barrio está limpio de bandas.

– Igualmente habrá que comprobarlo -replicó Fischer.

Enfrente, Julia Soto los observaba acurrucada en la silla, sin saber que estaba presenciando los últimos coletazos de la pugna sorda entre los dos hombres. Más bien parecía esperar que las especulaciones de los policías fueran a dar de súbito con la revelación del autor de esas cartas. Pero lo único que los policías tenían eran más preguntas. Cornelia intentó plantearlas con delicadeza.

– Todo lo que vamos averiguando confirma que su padre era una persona muy querida y apreciada, pero también exitosa y esto despierta envidias o la codicia ajena. ¿No mencionó nunca que se sintiera amenazado?

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