Rosa Ribas - Entre Dos Aguas
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En un arranque de masoquismo, siguió castigándose con una repetición de todo lo que le había dicho o, qué cruel, gritado en los últimos días, incluso esa misma mañana. Recomida por los remordimientos, dirigió una mirada llena de cariño al escritorio de Reiner Fischer. Allí estaban sus montones de papeles, que tanto la exasperaban, la lámpara medio oxidada que había salvado del antiguo despacho, el caos de bolígrafos, lápices, papelitos amarillos con anotaciones, clips. Barrió con la mirada el escritorio y cada nuevo objeto vislumbrado -la mascota horrorosa, el cactus que cuidaba con devoción, la pila de vasos de cartón de los cafetitos delante del ordenador-, cada cosa que veía la hacía sentir peor.
Aún embargada por ese sentimiento de mala conciencia, escuchó voces airadas en el pasillo. Dos hombres discutían acaloradamente. No tuvo tiempo ni de levantarse. Fischer entró, abriendo la puerta de un golpe y cerrándola con otro delante de las narices de Müller que lo seguía. Como éste no lo vio a tiempo, chocó contra la puerta cerrada y se le cayeron al suelo las carpetas y los archivadores que transportaba.
Fischer se plantó delante de Cornelia desafiante.
– ¿Cómo es que has mandado a Müller al consulado español? Esa era mi tarea. Vaya ridículo he hecho cuando he entrado, me he anunciado y me han dicho que la cónsul ya estaba hablando con la policía. Me he esperado en el vestíbulo y al cabo de un rato va y me sale ese pardillo que te has agenciado.
La mala conciencia se convirtió en vergüenza por el arrebato sentimental, el melodrama en el que la visión de la mesa de su compañero la había sumergido. Y el bochorno se transformó aún más rápidamente en furia, una furia que no podía contener contra la persona que la había hecho pasar en cuestión de minutos por todo ese abanico de emociones y que ahora se atrevía a entrar en el despacho dando portazos y gritándole. Cornelia se levantó de su silla como si hubieran accionado un resorte. Con la mano derecha hizo un gesto imperioso a Müller, que ya se disponía a entrar en la habitación mordiéndose los labios de ira. El joven policía se quedó plantado delante de la puerta cerrada. Con el índice de la mano izquierda Cornelia apuntó al pecho de Fischer.
– Y tú, ¿se puede saber dónde andabas?
– Tenía un asunto que resolver.
– ¿En horas de trabajo? ¿Desde cuándo las cuestiones privadas justifican la ausencia? ¿O es que para ti valen otras reglas? Si es así, ¿no deberías habérmelo comunicado, ya que soy tu superior inmediata?
Cada pregunta de Cornelia iba acompañada de un golpe de índice sobre la camisa del subcomisario. Fischer resistió los primeros tres golpes inmóvil, pero al cuarto tuvo que dar un paso atrás.
– ¿Crees que resulta agradable tener un colaborador con quien no se puede contar? ¿Por qué no te has dignado a responder al móvil? Hace dos horas que deberías haber regresado para que habláramos de la visita al consulado y ahora te atreves a entrar como un energúmeno reclamando el trabajo que he tenido que encomendar a otro porque el señor tenía un asunto que resolver.
Fischer retrocedió un paso más.
– Y ahora vienes montando el numerito del ofendido cuando lo que deberías hacer es disculparte.
El subcomisario iba a responder, pero Cornelia abrió la puerta y dejó entrar a Müller, que cargaba de nuevo todas las carpetas en un equilibrio inestable.
– Póngalo todo sobre la mesa.
Se asomó al pasillo y encontró lo que ya esperaba, la mirada de júbilo malévolo del comisario Juncker, que, como otros ocupantes de los despachos próximos, había acudido a la llamada del griterío. Vio en sus ojos el mismo desprecio que seguramente él veía en los suyos. Cerró la puerta y bajó las persianas que cubrían la parte acristalada. No quería más mirones. Se volvió rápidamente hacia los dos hombres notando que sólo su presencia impedía que llegaran a las manos.
– Esta situación no puede continuar así.
– Cornelia…
– Comisaria, yo…
– ¡Silencio! No quiero escuchar explicaciones ni excusas. Por si alguno lo ha olvidado, somos un equipo de investigación, tenemos dos casos por resolver: un muerto y una mujer desaparecida. Son palabras mayores, y no estoy dispuesta a perder el tiempo en discusiones fútiles mientras el asesino del señor Soto anda suelto y la señora Valero quizás está en peligro. Así que a partir de ahora mismo y mientras estemos trabajando se van a comportar como compañeros; si después en la calle se quieren partir la cara como colegiales, no es mi asunto. Pero aquí no quiero saber nada de eso. ¿Queda claro?
Los dos hombres callaban. Fischer miraba al suelo contrito. Sabía que la cosa iba sobre todo con él. Müller no podía aceptar unos reproches que recibía injustamente, abría y cerraba los puños en un gesto de impotencia.
– He preguntado que si queda claro.
Fischer la miró y dijo que sí. Müller apretó los labios y asintió con la cabeza.
Quedaron todos en silencio, sin mirarse. Cornelia tomó de nuevo la palabra.
– ¿Has comido, Reiner?
El subcomisario negó con la cabeza.
– Será mejor que comas algo antes de que sigamos. Usted, Müller, concédase también una pausa, tome un café o algo así. En media hora, ni antes ni después, los dos aquí de nuevo.
Los acompañó a la puerta. Ambos se encaminaron en silencio pero juntos a la cafetería. Cornelia los siguió con la mirada. En cuanto los vio desaparecer en el ascensor, se volvió hacia donde sabía que se encontraba Juncker espiando la escena.
– ¿Qué? ¿Descansando la vista entre solitario y solitario?
No escuchó la respuesta de Juncker, pero sí llegó a oír la carcajada que había salido del despacho del comisario Grommet.
El viejo policía compartía su aversión por Juncker y celebraba lo que había oído, seguramente también el portazo con que Juncker se acababa de encerrar en su despacho.
A la media hora aparecieron sus dos compañeros. Concentrada en el trabajo, no pudo ver si habían llegado juntos a la puerta.
– ¿Qué nos ha traído, Müller?
Leopold Müller abrió uno de los archivadores que había dejado sobre la mesa de Cornelia. Ella no había tocado ese material, quería que él lo presentara.
– En el consulado han buscado en los archivos y nos han preparado material sobre las actividades de las asociaciones de españoles: clubes de cultura y deportivos, coros, asociaciones de padres, grupos de la Iglesia, etc. Soto fue durante años presidente de la Asociación Cultural Hispano-Alemana. – Sacó unas hojas y las tendió a Cornelia-. Aquí tenemos un listado de actos de estas asociaciones.
– ¿Cómo es que el consulado tiene un registro tan completo de estas actividades?
– Las financiaba el gobierno español a través del consulado. La cónsul me ha dicho que nos puede hacer llegar el resto de la documentación: solicitudes, presupuestos, informes, etcétera. Lo que no sabe es si dispone de la documentación completa, porque algunos de estos actos tuvieron lugar hace más de treinta años, y antes del traslado de la embajada al nuevo edificio se destruyeron los documentos que ya no eran de interés. De todos modos, he pedido que los busquen en los archivos más antiguos.
Cornelia empezó a leer la larga lista. Contenía desde representaciones teatrales de clásicos españoles u obras navideñas hasta recitales y conciertos, fiestas y desfiles de la comunidad española. Tuvo que recordarse vestida de fallera como la había evocado su madre el día anterior. Y esta vez sí le vino a la memoria la escena en la que un chaval, debía de ser el hijo de ese tal Quico Sánchez que ella le había mencionado, le tiraba del pelo y le deshacía el moño. La imagen ganó en nitidez y vio que sucedía en alguna calle de Francfort que se le hacía vagamente conocida. ¡Mainzer Landstraße! Era la Mainzer Landstraße, pero no la parte de los bancos y las entidades financieras, sino la otra, la de los concesionarios de automóviles, la que se adentraba en el barrio de Gallus, donde vivían muchos emigrantes, la Mainzer Landstraße flanqueada de viviendas sociales. Y ella desfilaba con otros niños, todos hijos de españoles, todos vestidos con trajecitos regionales. Recordó una música estridente. Eran gaitas y tambores. Y recordó que la gente los miraba al pasar. Ellos caminaban por la calzada y los alemanes los miraban subidos a las aceras. Llevaba el moño descompuesto y tenía la sensación de que la atención de todas esas personas se concentraba precisamente en los mechones que le colgaban a la derecha. Sabía que detrás se encontraba ese chaval odiándola hoscamente porque el bofetón que le había pegado lo había hecho llorar delante de otros niños. Había dirigido de nuevo la mirada a la gente que los veía desfilar, pero no a sus caras, por si alguien se reía porque estaba despeinada y ella tenía que echarse a llorar también, sino a sus pies y se dedicó a contar cuántos de ellos pisaban la calzada rompiendo la línea imaginaria que separaba el público del espectáculo. Por cada uno que descubría infringiendo ese orden ganaba puntos y sentía menos la vergüenza.
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