Rosa Ribas - Entre Dos Aguas

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La comisaria Cornelia Weber-Tejedor, de padre alemán y madre española, investiga la muerte de Marcelino Soto. Todos en la comunidad española de Francfort afirman que era una bellísima persona. Entonces, ¿quién podría haber arrojado su cuerpo al río después de asesinarlo?. Cornelia se mueve en este caso entre su deber de policía alemana y la lealtad a la comunidad emigrante que le reclama su madre. Una comunidad en la que todos están dispuestos a hablar del pasado mitificado de la emigración y, sin embargo, no lo dicen todo. ¿Se encuentra entre alguna de estas historias la clave de la muerte de Marcelino Soto?

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– No, nunca, de verdad.

– ¿Lo hablaría quizá sólo con su madre?

– Seguro que no. Lo último que habría hecho mi padre es asustarla con algo así. Mi madre ya es espantadiza por naturaleza.

– ¿Se lo habría confiado a otra persona? ¿Algún pariente? ¿Un amigo?

– En otros tiempos a Regino. Regino Martínez, su mejor amigo. Ahora quizás al cura.

– ¿Y a usted?

– No, a mí no. Soy la pequeña. En todo caso, a Irene, pero ella me habría contado algo.

Fischer guardó de nuevo las cartas en las fundas para llevarlas al laboratorio.

– Lo ha hecho muy bien, señora Soto. Y no se preocupe por haberlas tocado, seguramente sólo lo ha hecho en un par de puntos y queda mucho papel por analizar.

Julia Soto sonrió agradecida, pero sin relajarse. Cornelia le hizo una última pregunta.

– ¿Tenía deudas quizá?

– No.

– ¿Cómo lo puede saber de un modo tan tajante?

– Papá presumía de ello. «Lo nuestro es nuestro y no de ningún banco», decía. Había pagado todas las hipotecas, los locales funcionaban bien. No debía dinero a nadie.

Enmudeció de repente, avergonzada de su propia vehemencia. Los miraba envuelta en la chaqueta verde claro.

Cornelia abrió los cuadernos. Tal como Julia Soto había dicho, uno contenía las cuentas del otro restaurante. El tercero no se diferenciaba en el aspecto exterior a los otros dos, tapa de cartoné de color azul, cuadrícula. Cornelia lo abrió. El cuaderno contenía, como había dicho Julia Soto, cifras, entradas de los alquileres de los pisos, listas de reparaciones pendientes o hechas, nombres de inquilinos, pero también anotaciones, dibujos. Lo hojeó rápidamente, el denominador común de los textos y las ilustraciones era el tema religioso. Julia Soto se lo explicó.

– Mi padre apuntaba aquí también textos que le gustaban o citas de la Biblia.

– Si nos los deja durante unos días, los analizaremos con detenimiento.

– Ojalá les sirvan.

Cornelia hubiera esperado que siguiera con alguna expresión airada, con una demanda de venganza, pero se había limitado a una frase servicial, acompañada de una sonrisa de dependiente solícita. El autocontrol de esa mujer le producía escalofríos.

– De momento esto es todo, señora Soto. Intentaremos averiguar si otros restaurantes de la zona habían recibido cartas semejantes o sólo su padre. La tendremos al corriente con las informaciones que podamos hacer públicas.

Julia Soto se levantó. Enmarcada en la puerta se volvió hacia ellos.

– El sábado será el entierro.

– Lo sabemos.

– ¿Vendrán?

Cornelia intentó no sonar demasiado fría.

– Es nuestro trabajo. Cementerio del sur a las diez, ¿verdad?

Julia Soto movió la cabeza levemente para asentir.

– ¿Me permite una pregunta? Muchos emigrantes quieren ser enterrados en su lugar de origen. ¿Fue decisión de su padre ser enterrado en Francfort?

– Sí. Lo tenía ya planeado desde hacía tiempo. A mi madre no le gustaba la idea. Ella preferiría que la enterraran en el pueblo, pero como mi padre arregló todas estas cosas, ella dijo que tampoco quería estar enterrada sola allí, si mi padre estaba aquí, en Alemania.

Fischer y Müller seguían en silencio la conversación. Ambos parecían extrañados.

– ¿Se hablaba de esto habitualmente en su familia?

– No. Pero a veces mi madre insistía en el tema, porque, como les he dicho, ella hubiera querido que los enterraran con el resto de la familia en Galicia. Pero mi padre cambió un día de opinión y ya no hubo manera de convencerlo de otra cosa. Parece ser que fue después del entierro de mi abuelo paterno, en el ochenta y ocho.

– ¿Aquí, en Alemania?

– En el pueblo. Fue la primera vez que estuve en el pueblo en invierno. Y la verdad es que no me gustó nada. Hacía frío, llovía sin parar y en las casas no había calefacción. Yo tenía doce años y empezaba a quejarme de tener que pasar cada año un mes allí, sin hablar alemán, sin mis amigos del colegio. Y esa visita fue ya el punto final. Yo ya había notado que mi abuelo no era muy querido en el pueblo, pero en aquella ocasión la hostilidad se hizo patente. Apenas vinieron vecinos al entierro, sólo los familiares directos, el resto vieron pasar el cortejo fúnebre desde los umbrales de sus casas, pero no lo siguieron, como tampoco vinieron a la iglesia, donde recuerdo que hacía un frío húmedo que no había sentido nunca antes. Recuerdo que camino del cementerio dos niños nos tiraron piedras y bolas de barro.

Julia Soto miraba hacia abajo perdida en esas evocaciones. Al hablar de las bolas de barro rió resoplando suavemente por la nariz. Levantó la vista y vio la mirada interrogante de Cornelia Weber.

– Estoy segura de que uno de ellos era Carlos. Él dice que no se acuerda de nada de eso, pero yo estoy segura de que él era uno de esos niños. Supongo que como lo crió su abuela era un niño bastante consentido. ¿Cómo cambia la gente, verdad?

Cornelia pensó en la historia que le había contado su madre del niño al que ella dio aquel bofetón y que ahora era manager en la Deutsche Bank. Asintió.

– Después del entierro regresamos a Alemania, mi padre vendió la casa y ya no volvimos al pueblo. Lo que más pena me da es que durante varios años me negué en redondo a hablar español, con nadie, ni siquiera con mi madre. No quería tener nada que ver con el pueblo ni con esa gente. ¿Y ven? Ahora lo hablo con acento alemán.

– ¿Tiene una idea de a qué podía deberse la hostilidad de alguna gente del pueblo contra su familia?

– Quizás era porque el abuelo, como mi padre, era de izquierdas. En el pueblo mucha gente es de derechas, franquistas había muchos. Mi padre siempre hacía una broma, que a mi madre le daba un poco de vergüenza. Papá siempre decía que yo era el resultado de la alegría que le dio la noticia de la muerte de Franco.

Los ojos de Julia Soto quedaron suspensos, como si mirara hacia adentro, como si escuchara en ese momento la voz de su padre diciendo las palabras que acababa de pronunciar. Se volvió y musitando una despedida abandonó rápidamente al despacho de los policías.

MARCELINO SOTO

No cabía la menor duda, Marcelino Soto había sido una bellísima persona. Todos los que lo conocieron lo afirmaban sin vacilar un segundo. Como su familia había podido darle algunos estudios, tuvo menos dificultades en aprender unos rudimentos del alemán con relativa rapidez y los puso al servicio de otros compatriotas más desvalidos, actuando como intérprete ocasional. Varias veces acompañó a la joven Celsa Tejedor a hacer las compras. Eso fue cuando Soto todavía vivía en Offenbach, como muchos españoles que trabajaban en las empresas de la zona. Allí seguían viviendo los padres de Cornelia Weber-Tejedor.

Comprar comida no era tan fácil en aquel tiempo. Apenas había supermercados y el género fresco no estaba a la vista porque las neveras solían estar en las trastiendas. Pero eso no era problema para Marcelino Soto.

– ¿Qué quieres comprar hoy, Celsa?

– Algo de lomo.

Entonces Marcelino se dirigía a la vendedora y, sin perder la compostura, empezaba a gruñir como un cerdo mientras se levantaba con un dedo la punta de la nariz para imitar la forma del hocico. Con la otra mano golpeaba la zona de la que querían la carne. La carnicera, que ya lo conocía, dejaba que Marcelino lo repitiera un par de veces. En alguna ocasión, si los niños ya habían regresado de la escuela, los había hecho venir de la casa, que ocupaba los dos pisos superiores, para que vieran a ese señor español tan gracioso. Los niños lo contemplaban más asombrados que divertidos. El más pequeño de los dos incluso con cierto miedo. Le asustaba ver a ese hombre de tez oscura y cejas pobladas haciendo ruidos extraños y dándose golpes a veces en la espalda, a veces en el abdomen, a veces en los muslos. Y las risas de los adultos le parecían estridentes y chillonas, pero su madre había dicho que mirara, y él miraba, aunque por las noches tuviera miedo de que viniera el hombre español con voz de animal.

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