– Sólo quería saber cómo va el caso del señor Soto. -Esta vez sí que sabía el nombre de la víctima-. Ya sabe que es un caso que se sigue con suma atención. Hoy ha llegado también a la prensa.
Cornelia se acordó de los periodistas en el puente tomando fotos bajo la lluvia. Aún no había podido leer los periódicos. Le habría gustado que la crecida del río hubiera desviado la atención de los medios de comunicación, pero el hecho de que el muerto hubiera aparecido en el río le dejaba pocas esperanzas.
– Es demasiado pronto para decir nada.
– En realidad, lo que me interesa en concreto es la composición de su equipo de investigación. Obviaré, porque estoy convencido de que no hubo por su parte intención alguna de saltarse las ordenanzas, el error de procedimiento que supone que haya solicitado a mi apreciado colega Kachelmann que cediera a uno de sus hombres, Leopold Müller, antes de que yo autorizara su entrada.
Había sido un error, no lo podía negar, pero entre su llamada a Kachelmann y la presentación de la lista habían pasado apenas unas horas. De una cosa estaba segura: de que su jefe no había recibido esa información de Kachelmann; era de sobra conocido que no se soportaban, así que no se podía imaginar que Kachelmann hubiera telefoneado a Ockenfeld para contárselo. Quizá le había llamado la atención que ella no hubiera mencionado la necesidad de pedir a Müller. Después habría empezado a hacer averiguaciones. Pero ¿para qué? Mejor dejarlo hablar.
– Mucho más me sorprende, mejor dicho, me preocupa, la inclusión del subcomisario Reiner Fischer en su equipo.
– ¿Por qué? Es mi compañero habitual.
– Lo sé. Pero mi trabajo como jefe de este departamento es procurar que los equipos de trabajo funcionen de una forma óptima y tengo que decir que el subcomisario no está en su mejor momento. Tengo constancia de frecuentes retrasos e incomparecencias en las últimas semanas.
– No me parece nada especialmente grave, teniendo en cuenta que el subcomisario Fischer ha sido siempre un compañero extremadamente fiable.
– Lo sé también. Un jefe no sólo está pendiente de los errores, sino también de los aciertos. Pero aparte de estos problemas menores, lo sucedido hace diez días en la fiscalía pudo tener consecuencias funestas. El error del subcomisario Fischer casi echó por tierra la labor de sus compañeros.
– Creo que la comisión interna ya aclaró el asunto. Y, a fin de cuentas, no pasó nada.
– Me sorprende que hable así, comisaria. No pasó nada, pero pudo haber pasado y quién sabe si en una situación de peligro no podría suceder algo grave.
Ella quiso decir algo, pero Ockenfeld le indicó con un gesto seco de la mano que no estaba dispuesto a escuchar ninguna replica.
– Por eso, no puedo aprobar el equipo tal como usted lo propone. El resto de las fuerzas que pide, inclusive el señor Leopold Müller, las puedo autorizar sin problemas, pero creo que para resolver este caso del modo en que tanto yo como el consulado español y la ciudadanía esperan necesitará refuerzos. He pensado que el comisario Juncker y el subcomisario Gerstenkorn podrían ser una ayuda eficaz.
– Señor Ockenfeld, con todo el respeto, creo que el equipo que le presenté es perfectamente adecuado para el asunto que nos ocupa. Dos comisarios no son necesarios, además, pueden suponer un conflicto de competencias.
Aunque la cara de su jefe mostraba atención, Cornelia tenía la sensación de que la estaba dejando hablar.
– Y dado que la víctima era un miembro de la colonia española, considero que puedo ocuparme a la perfección del asunto sin necesidad de refuerzos.
El silencio que siguió a sus palabras no presagiaba nada bueno. Como si acabara de percatarse de que la comisaria había dejado de hablar, Ockenfeld compuso una expresión benevolente.
– Comisaria, digamos que por esta vez pasaré por alto el error de procedimiento, pero albergo serias dudas respecto al subcomisario Fischer. -Matthias Ockenfeld hizo un pequeña pausa y adoptó un tono confidencial-. Usted sabe, comisaria, que la tengo por una de mis mejores colaboradoras.
Las alarmas en la cabeza de Cornelia empezaron a sonar como si se avecinara un bombardeo.
– Por su biografía, la considero una persona especialmente adecuada para tratar casos con los que otros colegas tienen dificultades.
– ¿Qué quiere usted decir con mi biografía?
– Déjeme continuar, comisaria Weber.
Las argumentaciones de Ockenfeld eran como aludes: una vez se ponían en movimiento, no era posible detenerlas y había que dejar que llegaran a su fin, con todos sus preámbulos, digresiones y paréntesis. Intentar interrumpirlas con preguntas o réplicas era como querer parar una avalancha con una palita de playa. Así que Cornelia tuvo que resignarse y escuchar.
– Como iba diciendo, hay cuestiones que requieren una determinada sensibilidad, lo que se llama mano izquierda o sentido del tacto, un sentido que en muchos de sus colegas se encuentra manifiestamente subdesarrollado y en otros es inexistente. Pero se trata de colegas de demostrada eficiencia en otros ámbitos.
Cornelia entendió al momento que se refería a energúmenos como Juncker y que él sabía que ella entendería la alusión. Convencida de que Ockenfeld conocía la aversión mutua que ella y Juncker se profesaban, entendió que le estaba recordando su amenaza de hacerlos trabajar juntos.
– Uno de los momentos en los que es necesario operar con tiento es cuando en un caso se encuentran implicados conciudadanos extranjeros. No se trata sólo de evitar la más mínima sospecha de trato discriminatorio…
Lo escuchaba expectante, pendiente del momento en que, por fin, se dignaría a mostrar sus cartas.
– La policía de Francfort es la policía de todos los francforteses y francfortés es todo el que vive en Francfort, sin distinción de…
Cornelia pensó que si estuvieran saliendo en una serie policíaca norteamericana, ahora estaría sonando una fanfarria militar de fondo. Una fanfarria lenta y con sordina. Solemne. Dejó la música y prestó de nuevo atención. El jefe volvía a hablar con ella.
– Por esa razón considero que usted, comisaria Weber-Tejedor, es la persona apropiada para intervenir en un caso delicado que no puedo confiar a nadie más. Me hago cargo de que puede suponer una sobrecarga de trabajo.
La había llamado por los dos apellidos. Eso no presagiaba nada bueno.
– ¿De qué se trata?
– De una mujer desaparecida. Más concretamente de una muchacha ecuatoriana que trabajaba de asistenta doméstica para una respetable familia de la ciudad.
– ¿Legal?
– Lamentablemente, no.
– Entonces no será una familia tan respetable.
Un destello de ira cruzó por los ojos de Ockenfeld. Cornelia lo ignoró sólo a medias.
– ¿Conocidos suyos?
Ockenfeld titubeó al responder.
– Buenos amigos. La familia Klein.
– ¿De la banca privada Klein & Schumann?
A veces tenía que dar la razón a muchos colegas que no veían a Matthias Ockenfeld como uno de los suyos, sobre todo cuando lo comparaban con el anterior jefe, Werner Krause, que se había jubilado hacía dos años escasos. Krause había sido un policía de la vieja escuela que había ido ascendiendo por méritos en el escalafón, no tenía amigos como los Klein y asistía más bien a regañadientes a las fiestas de la alcaldesa en el ayuntamiento de Francfort. Ockenfeld era allí un invitado habitual.
– ¿Qué se supone que tendría que hacer? ¿Y por qué yo?
– Ya lo apunté antes, comisaria Weber-Tejedor, usted tiene el perfil ideal para estos asuntos. Su origen familiar hace que pueda entender mejor a nuestros conciudadanos extranjeros, y además, algo que puede ser de gran ayuda, habla usted español.
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