– A esta hora poco podrás hacer. -Pfisterer le acarició el brazo con ternura-. Nadie te lo reprochará, Cornelia. Hoy en las autopsias he visto gente con mejor cara que tú.
– Tú también estás trabajando.
– Una huelga exige sacrificios. Además, en casa no me espera nadie.
– A mí tampoco.
– No le des vueltas, cuando se le pase ya volverá.
– Es que no me entra en la cabeza que crea que sus problemas se resolverán porque recorra toda Australia en moto.
– Los hombres son a veces así. -Aunque no perdió la sonrisa con que había formulado estas palabras, Pfisterer enrojeció hasta la raíz del pelo-. ¡Vaya estupidez acabo de decir! Disculpa.
– Se me está acabando la paciencia, Winfried. Lleva un mes fuera. A veces llama, pero casi nunca cuando estoy en casa, y cuando conseguimos hablar, se dedica a contarme cosas sobre la moto. Todavía no sé cuándo volverá.
– ¿Por qué no sales esta noche? Vete al cine o al teatro.
– Es una buena idea.
Aun así regresó a su despacho. Fischer, como esperaba, ya se había marchado. Sobre la mesa le había dejado una copia de su informe sobre el caso Merckele. Pulcro, en un alemán excelente.
Encendió el ordenador. Müller le había enviado los protocolos de las entrevistas con los empleados de los locales de Soto. No tenía el estilo de Reiner, pero era igual de detallista. Se felicitó de nuevo por haberlo aceptado en su equipo.
Pasó todavía varias horas leyendo los textos y buscando en el ordenador alguna información sobre los empleados de Soto. Ninguno de ellos tenía antecedentes penales. Todos limpios, a excepción de alguna multa de tráfico.
Cuando llegó a su casa había dos mensajes en el contestador automático. Uno era dejan.
– Lástima que no estés en casa. Bueno, por lo menos escuché tu voz en el contestador. Pon un mensaje más largo. ¿Vale? Te llamaré en cuanto pueda. Besos.
El otro era de su madre, que se limitó a decir: «Ay, hija, nunca estás en casa».
Se disponía a meterse en la ducha cuando sonó el teléfono. Miró el reloj. Eran casi las diez de la noche. A esa hora sólo se llama si se trata de algo urgente. O si se está en Australia y ya no se sabe qué hora es en Alemania. Corrió al teléfono.
– Weber.
– ¡Hija! Siempre olvidas el Tejedor, como si no te gustara.
– Y tú, mamá, olvidas que tienes que decir quién eres cuando llamas por teléfono, si no la gente no sabe con quién está hablando.
– ¿Cómo no lo van a saber? Me reconocen por la voz. Tú bien has sabido que era yo.
– Porque soy tu hija, pero no puedes esperar que te reconozca el médico o el del banco.
– Pues deberían, que para algo me conocen desde hace tantos años. En España bien que me conocen y sólo me ven en verano. El chico de la Caixa Galicia, sin ir más lejos…
El «chico de la Caixa Galicia» había superado hacía varios años los cincuenta y era, como casi todos en el pueblo, pariente más o menos lejano de los Tejedor, pero era uno de los ejemplos predilectos de Celsa Tejedor para demostrar que en España la gente se conoce, no como aquí, en Alemania, que todo es tan impersonal. Mientras su madre le hablaba de él, Cornelia tomó el mando a distancia y encendió el televisor, pero apretó el botón que le quitaba el sonido.
– Hija, ¿me estás escuchando?
– Claro.
– Es que no dices nada.
– Estoy muy cansada, mamá. En realidad acabo de llegar a casa y quería darme una ducha.
Iba a añadir «te llamo mañana, cuando tenga un momento», pero Celsa Tejedor no le dejó tiempo.-Entonces, no te entretendré demasiado. Te llamo porque -por primera vez la voz de su madre vaciló un poco- me enteré por Reme Carrasco… ¿Sabes quién es, verdad? La mujer de Germán el que trabajaba en la Opel, que es costurera y que cuando eras pequeña te hizo el traje de fallera para la fiesta de la hispanidad, ¿te acuerdas?
No, Cornelia no quería acordarse, pero el discurso atropellado de su madre parecía empeñado en despertar imágenes que había arrinconado hacía tiempo en una esquina oscura y profunda de su memoria.
– Que como no había ningún valenciano con niños en la asociación y sin embargo había gallegos y andaluces para dar y regalar, te tocó a ti ir de fallera y tú ibas toda ufana, porque, hay que reconocerlo, el traje de fallera es mucho más lucido que el gallego. La Solé, esa chica peluquera a la que se le murió el marido tan joven de cáncer, te hizo los moños redondos ésos y te quedaban preciosos con el pelo tan rubio que tenías de pequeña, y tú desfilaste muy seria y muy digna. Parece que siempre te ha gustado eso de llevar algún tipo de uniforme.
– Mamá, hace varios años que no llevo uniforme. Soy comisaria.
– Una pena, porque te quedaba muy bien. Hasta tu padre lo dice. La pena fue que el hijo de Quique Sánchez te quitó una de las agujas y el moño se descompuso. Parece mentira, con lo remalísimo que era ese chaval de pequeño y ahora tiene un buen puesto en el Deutsche Bank. Igual lo arreglaste tú del bofetón que le pegaste cuando te quitó la aguja. Llevó la marca roja durante medio desfile y tú, aun con el moño medio colgando, seguiste desfilando con el vestido que te cosió la Reme. Pues eso. ¿Ahora te acuerdas de ella?
No tenía ni la más remota idea de quién era esa mujer, ni quería ponerse a hurgar en los recuerdos para obtener una cara borrosa.
– Claro.
Celsa Tejedor hizo una breve pausa. Cornelia no sabía si se debía a que había notado que no recordaba a esa Reme o porque tenía algo difícil que decirle. Con la mano libre iba apretando el mando a distancia. Las imágenes saltaban inconexas ante sus ojos, pero no apartaba la vista del aparato.
– Mira, Cornelia, tu padre no quería que te dijera nada porque opina que es meterme donde no me llaman, pero es que acabo de hablar con la Reme y me ha dicho que se ha enterado por alguien del consulado de que eres tú quien lleva el caso de la muerte del pobre Marcelino -al pronunciar el nombre, la voz de su madre se entrecortó.
Tendría que habérselo imaginado. En la colonia española esa noticia habría corrido de boca en boca. ¿Cómo no había pensado en que su madre ya lo sabría? ¿Y cómo no había caído en que iba a recibir esta llamada? No la hubiera podido evitar, pero quizá sí demorar unas horas. En ese momento lo último que necesitaba era una madre preocupada por el caso.
– ¿Mamá?
Escuchó un sonido sordo, lejano, que podría ser un sollozo contenido u ocultado con una mano que cubriera el auricular del teléfono.
– Mamá, ¿estás ahí?
La voz que le llegó ahora sonaba rota y nasal.
– Perdona, hija. Es que no me puedo hacer a la idea.
Celsa se apartó de nuevo del aparato, esta vez para sonarse la nariz. Cornelia esperó en silencio.
– Quería decirte que me alegro, nos alegramos todos, de que seas tú quien vaya a investigar lo que le ha pasado a Marcelino y no un policía alemán.
– Mamá, yo soy una policía alemana.
– Sí y no. Ya sabes lo que quiero decir.
La verdad es que no era ésa la ocasión para ponerse a discutir con su madre. Dejó que siguiera hablando. Dejó de apretar los botones del mando. La luz inquieta de los anuncios iluminaba la sala.
– Tú podrás hacerlo mucho mejor que cualquier extraño, porque eres uno de nosotros y nos entiendes mejor.
De eso no estaba muy segura Cornelia, pero volvió a callar.
– Es que Marcelino era un viejo amigo, del tiempo de la llegada.
El tiempo de la llegada era en la familia Weber-Tejedor una época casi mítica perpetuada en relatos que Cornelia había oído contar en casa, siempre a su madre, su padre se limitaba a escuchar las historias por enésima vez con una sonrisa ausente. Habían sido, no le cabía la menor duda, tiempos muy difíciles, pero con los años habían ganado un aura idealizada en la memoria de Celsa Tejedor.
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