Rosa Ribas - Entre Dos Aguas

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La comisaria Cornelia Weber-Tejedor, de padre alemán y madre española, investiga la muerte de Marcelino Soto. Todos en la comunidad española de Francfort afirman que era una bellísima persona. Entonces, ¿quién podría haber arrojado su cuerpo al río después de asesinarlo?. Cornelia se mueve en este caso entre su deber de policía alemana y la lealtad a la comunidad emigrante que le reclama su madre. Una comunidad en la que todos están dispuestos a hablar del pasado mitificado de la emigración y, sin embargo, no lo dicen todo. ¿Se encuentra entre alguna de estas historias la clave de la muerte de Marcelino Soto?

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Fischer evitaba mirar a Cornelia para que ella no pudiera detener ese absurdo interrogatorio.

– ¿Lo cree o lo sabe?

– Lo sé. Tengo aquí la lista completa de empleados y no hay otro cocinero.

– Muy bien, Müller -cortó Cornelia-. Ha hecho usted un buen trabajo.

Cornelia Weber y Reiner Fischer mantenían un duelo en silencio del que el comisario se retiró derrotado por la furia que vio en la mirada de ella.

– Siga, Müller -dijo la comisaria sin dejar de mirar a Reiner Fischer.

Müller les refirió el resto de las entrevistas, esta vez sin interrupciones. Cuando finalizó Cornelia le pidió que escribiera el protocolo y empezara después un listado de personas a las que habría que interrogar. Ya le había conseguido una mesa en un despacho cercano para que pudiera trabajar. En cuanto Müller se marchó, Fischer se abalanzó de nuevo sobre su informe. Sus informes eran famosos por su extremada minuciosidad. Nunca olvidaba un detalle y, aunque su aspecto de bruto pareciera contradecirlo abiertamente, era una auténtico estilista. Tenía sobre la mesa varios diccionarios Duden, que consultaba mientras escribía.

Pero Cornelia no estaba dispuesta a dejar que Fischer se ocultara detrás de la redacción del informe.

– Reiner, ¿a qué se debe el interrogatorio de tercer grado al que querías someter a Müller?

– Müller, Müller, ¿qué te ha dado con ese Müller?

– No tengo ganas de enfadarme, así que creo que será mejor que te vayas haciendo a la idea de que trabajamos juntos y dejes este numerito de celos.

– ¿Celos? ¿Yo? ¿De qué?

– ¿Entonces qué problema tienes con él? Hace bien su trabajo, es discreto y cumplidor…

– No como yo, quieres decir.

– No iba por ahí, pero ya que lo mencionas, sí. ¿Qué te pasa estos días? ¿Es todavía por lo de hace unas semanas?

– Estoy bien, gracias.

El tono de Fischer fue cortante. Para Cornelia, hiriente, y no pudo reprimir que la cordialidad con que le había preguntado se transformara de súbito en frialdad jerárquica.

– Pues entonces que sepas que no voy a tolerar ni un solo comportamiento como el anterior. ¿Está claro?

Fischer movió la cabeza afirmativamente y se volvió acto seguido hacia la pantalla de su ordenador, casi escondiéndose de Cornelia.

Trabajaron un rato en silencio. Ella se acercó en dos ocasiones al fax esperando en vano la llegada del informe de Pfisterer. Fischer no abandonó su tarea cuando ella salió o entró de la habitación, sino que cada vez se sumergió en el diccionario que lo obligaba a mirar al lado contrario.

– Me acercaré al Instituto de Medicina Forense. Es importante que hable con Winfried cuanto antes.

No le pidió a Fischer, como habría sido habitual, que la acompañara. No tenía ganas de silencios o de hacer reproches.

– ¿Vuelves después? -le preguntó él algo desencantado.

– No. Me iré directamente a casa -le mintió-. Ya está bien por hoy. Mañana tenemos que hablar con el resto de la familia y preparar un perfil del entorno de la víctima. También habrá que ir al consulado. Hay mucho que hacer. Cuando acabes el informe, revisa con Mü11er la lista de interrogatorios.

– ¿Los sospechosos habituales? -preguntó Fischer.

No le pasó desapercibido a Cornelia que no protestó por tener que trabajar con Müller, pero seguía enojada y no iba a recompensarlo por lo que en realidad era su obligación. Respondió en tono neutro.

– Lo de siempre. Empezaremos con el círculo de las personas más cercanas a la víctima. Familiares, amigos, colegas, conocidos. En el caso de Marcelino Soto, por lo que vamos sabiendo de él, me temo que la lista va a ser larga, dada su popularidad, pero hasta que no tengamos más información, tenemos que ir por lo menos eliminando sospechosos. Mañana los repartiremos entre los agentes que nos han asignado. Os he mandado a ti y a Müller un correo con los temas sobre los que tienen que preguntar. Revisadlos y ampliadlos si es necesario. Nos vemos mañana a las ocho. Sé puntual.

Tomó la chaqueta y abandonó el despacho sin volverse para ver la cara de decepción de su compañero, que sólo unos segundos después se transformó en ira. Desde el pasillo le llegó su voz:

– ¿De qué vas con eso de que sea puntual?

Müller, que salía en ese momento del despacho y se dirigía al de Cornelia y Fischer, se paró en medio del pasillo. Sus sensibles antenas le aconsejaron no seguir. Mientras veía a la comisaria poniéndose la chaqueta y alejándose por el corredor en dirección contraria, oyó un tremendo portazo. Un agente que justo se cruzaba en ese momento con la comisaria se sobresaltó con el golpe y se detuvo un instante, pero Cornelia Weber siguió hacia adelante sin aflojar el paso. Leopold Müller decidió dejar las preguntas que tenía para otro momento.

PEQUEÑO DOCTOR VIENÉS

Salió del edificio. Seguía lloviendo. Escuchó en la radio que la riada había alcanzado la ciudad. Los accesos al Rómer, la plaza del ayuntamiento, estaban cortados y los bomberos trabajaban sin interrupción vaciando sótanos inundados. La zona en la que había aparecido el cadáver estaba ya bajo el agua. Lo que no hubieran recogido y puesto a salvo por la mañana nadaba a varios kilómetros de la ciudad. Dio un rodeo para evitar el colapso del tráfico alrededor de la Estación Central. El Instituto de Medicina Forense estaba situado al sur de la ciudad en una villa de estilo modernista en la avenida Kennedy, al otro lado del río.

El horario de atención al público había terminado hacía una hora. Ya habían desaparecido los que iban a hacer consultas privadas, sobre todo para hacer pruebas de paternidad, sida y hepatitis o aquellos enviados por compañías de seguros para la reconstrucción de accidentes, peritajes de heridas y lesiones o informes sobre errores médicos. Todos habían dejado sus pruebas o las habían recogido.

Entró en el edificio. Desde el exterior costaba imaginar que en esa villa se encontrara algo tan macabro como un instituto forense; en el interior la riqueza del entarimado de madera de la entrada mostraba que no había sido construida para albergarlo.

Saludó a la recepcionista. Ruth Weidenbrock ocupaba un mostrador de madera noble en la antesala. Llevaba tantos años como Winfried Pfisterer en el instituto y, como él, se jubilaba en cinco años.

– Si no me tomo la prejubilación y me marcho de esta casa de locos -amenazaba siempre.

Pero todo el mundo sabía que por nada del mundo dejaría que otra secretaria se ocupara de los asuntos del pequeño doctor vienés.-El doctor se encuentra oficialmente abajo en uno de los cuartos de autopsias, pero en realidad está arriba, en el segundo piso, en histología.

Subió por las amplias escaleras. Al oír sus pasos uno de los asistentes de laboratorio del departamento de toxicología en el primer piso, asomó por una de las puertas. Cornelia lo saludó al pasar y éste le devolvió una sonrisa de ofidio.

Pfisterer estaba controlando los resultados de uno de sus asistentes.

– Bien, ahora tenemos que protocolar que he revisado sus resultados y después, sólo después, puede usted enviarlos. El cadencioso y algo nasal acento vienés de Winfried Pfisterer mantenía su autenticidad a pesar de más de treinta años de trabajo en Alemania. Cuando se enfurecía, de su boca brotaba un fortísimo dialecto que lo delataba a oídos de cualquier compatriota como originario del distrito II de Viena, Leopoldstadt, pero que para sus colegas alemanes, sobre todo para los del norte del país, sonaba sólo como una lengua germánica vagamente familiar, comprensible sólo con subtítulos. Reiner Fischer sabía imitar a la perfección el acento del forense, lo que le había conferido cierta popularidad; no había reunión de policías en la que no acabaran pidiéndole que hablara como el doctor vienés. Si éste sabía de sus exitosas imitaciones, lo ignoraba, pero Fischer prefería que no fuera así. Aunque el acento le sonara muy gracioso, sentía un profundo respeto por él.

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