Rosa Ribas - Entre Dos Aguas

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La comisaria Cornelia Weber-Tejedor, de padre alemán y madre española, investiga la muerte de Marcelino Soto. Todos en la comunidad española de Francfort afirman que era una bellísima persona. Entonces, ¿quién podría haber arrojado su cuerpo al río después de asesinarlo?. Cornelia se mueve en este caso entre su deber de policía alemana y la lealtad a la comunidad emigrante que le reclama su madre. Una comunidad en la que todos están dispuestos a hablar del pasado mitificado de la emigración y, sin embargo, no lo dicen todo. ¿Se encuentra entre alguna de estas historias la clave de la muerte de Marcelino Soto?

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Cornelia asintió. Magdalena Ríos se dirigió a su hija en español.

– Fíjate. La comisaria es la hija de la Celsa. -Se volvió hacia Cornelia-. Su madre y yo hace años que nos conocemos. Ahora nos vemos poco, casi siempre en la fiesta del 12 de octubre del consulado español, pero antes, cuando éramos jovencitas, hacíamos muchas cosas juntas. Eramos muy amigas. Intimas.

Julia Soto sonrió y dirigió una mirada a Cornelia que ella interpretó de gratitud por haber conseguido sacar a su madre de la absoluta apatía. Con movimientos pausados, consciente de la fragilidad del momento, se sentó al lado de su madre sobre el brazo del sillón y puso una de las manos sobre el regazo de la viuda, que no apartaba la vista de Cornelia.

– No se puede negar que es usted hija de la Celsa. -Magdalena Ríos se dirigió a Cornelia en español-. Ahora que la veo mejor, me la recuerda usted muchísimo, pero el pelo clarito lo tiene usted de Horst. ¡Qué buena persona es su padre, comisaria! Eso no se podía decir de todos los alemanes que trabajaban con nosotros en la fábrica.

Adelantándose al reproche que iba a venir de su hija, se dirigió a Cornelia.

– Es verdad, niña, que algunos nos miraban como si fuéramos, yo qué sé, bichos raros, y los capataces, cuando hacías algo mal, te gritaban en alemán, que no entendías nada. Pero Horst siempre fue muy paciente y te enseñaba cómo hacer las cosas y cómo se llamaban. Señalaba una pieza y te decía despacito el nombre en alemán y tú lo repetías y al cabo de un rato volvía y te la señalaba otra vez y se ponía tan contento si sabías todavía el nombre que tú ibas aprendiendo sin darte cuenta. Y claro que se tuvo que fijar en la Celsa, que era la más rápida para aprender. -Se volvió de nuevo hacia Cornelia-. Tendría que haberla visto a su madre entonces, siempre nos hacía reír con sus ocurrencias. Siempre ha sido muy graciosa.

El rostro de Magdalena Ríos se ensombreció de repente.

– Como mi pobre Marcelino.

Las lágrimas empezaron a resbalarle por las mejillas y a gotearle de la barbilla. Una de sus manos surgió de las mantas, los dedos buscaron en el aire hasta que encontraron la mano de su hija y se aferraron a ella con fuerza. Durante unos instantes permanecieron todos en silencio, sólo se oía el sollozo contenido de la viuda y los suaves golpecitos con que su hija trataba de consolarla. Nadie parecía poder romper el silencio. Cornelia se sentía obligada a decir algo, pero no sabía realmente qué, ni en qué idioma. ¿En alemán, como comisaria de policía? ¿En español, como la hija de la Celsa? Absorta en este dilema, no percibió de momento el murmullo de la viuda. Era como una especie de letanía; al principio no podía entender las palabras, pero poco a poco se perfilaron en sus oídos.

– Mi pobre Marcelino, en el agua, con este frío, con este frío.

El cuerpo de la viuda se fue encogiendo. Temblaba. La hija la envolvió de nuevo en la manta y la abrazó con fuerza. La madre apoyó la cabeza sobre su hombro y empezó a llorar desconsoladamente; con la voz entrecortada por los sollozos repetía sin cesar «en el agua, con este frío».

Cornelia miró a Fischer. Su compañero se había sentado con el torso adelantado, los codos sobre los muslos y la barbilla apoyada en los puños cerrados. No podía verle bien la cara, pero sabía que estaba conmovido a pesar de que no había entendido lo que decía Magdalena Ríos. Se levantó. Fischer la imitó en el acto.

– Lo siento, no deberíamos haberla molestado en estas circunstancias. Ya volveremos en otra ocasión, cuando se sienta un poco mejor.

Habló en alemán, para poder escudarse detrás de la lengua y porque estas palabras formales sólo sabía emplearlas en ella. De todos modos, daba igual, porque Magdalena Ríos no la escuchaba. Su hija asintió con la cabeza, pero con la mano les dio a entender que la esperaran fuera del salón. Cornelia y Fischer se dirigieron al vestíbulo. Permanecieron en silencio. Desde allí se oía el llanto de la viuda, la letanía que iba repitiendo y la voz de su hija que sonaba en la distancia como una canción de cuna. Esa forma de duelo era para Cornelia a la vez ajena y propia. El dolor manifestado sin tapujos era un recuerdo de su infancia y adolescencia, la muerte de sus abuelos maternos, dos estancias en Allariz, mujeres vestidas de negro velando un ataúd, llantos, gritos, abrazos, desmayos, oraciones. Nada que ver con la contención alemana, las lágrimas secadas nada más surgir, el luto restringido al ámbito del cementerio. El duelo de Magdalena Ríos era perturbador, excesivo a la vez que familiar y, de algún modo, necesario.

CABEZA DE FAMILIA

Unos minutos más tarde apareció Julia Soto.

– Le he dado un calmante. Se ha quedado adormecida.

Como los policías no dijeron nada, precisó:

– Lo ha recetado el médico.

Cornelia hizo un gesto de aprobación, aunque en realidad le daba lo mismo saber de dónde venían los tranquilizantes mientras aliviaran un poco a la viuda. Pasaron a la cocina.

Sentado en un extremo del banco de madera los miraba un hombre de pelo oscuro. Con el cuello de la camisa asomando pulcramente del jersey de cuello en pico, Cornelia lo identificó al instante como español. Y no se equivocó. Julia Soto lo presentó.

– Éste es Carlos Veiga, un pariente del pueblo de mis padres.

El hombre se levantó, les tendió la mano y formuló up saludo en un alemán precario. Tenía una extraña forma de mirar, bajaba la cabeza hasta casi tocarse el pecho con la barbilla y levantaba los ojos como si atisbara desde encima de unas gafas inexistentes. Julia Soto intervino:

– Carlos está viviendo desde hace sólo un par de meses con nosotros.

Él asintió con la cabeza y esbozó una sonrisa tímida. Era más joven de lo que le había parecido a Cornelia en un principio. No llegaba a la treintena, pero tenía ese aspecto intemporal que les otorga a muchos españoles el vestirse con los colores llamados sufridos.

– ¿Está aquí por trabajo o es una visita privada?

– Carlos ha venido a aprender el idioma y a trabajar, si encuentra algo.

– ¿Cuál es su profesión?-Carlos es perito agrícola. Y ha venido a Alemania para conocer las técnicas de agricultura biológica, que aquí están más desarrolladas que en España.

Cornelia lo miró. Carlos Veiga seguía de pie a su lado, sonriendo con las manos en los bolsillos del pantalón. Al verlo siguiendo atento su conversación, Cornelia se dio cuenta de la descortesía que acababa de cometer y recordó la desazón que ella misma había experimentado muchos años antes en situaciones parecidas, cuando su madre hablaba de ella en su presencia con los maestros en la escuela o con parientes y conocidos como si ella no estuviera allí, escuchando y entendiendo. Su madre contaba cosas de ella, los maestros contaban cosas de ella, los conocidos preguntaban y ella escuchaba esas informaciones sobre Cornelia o la niña como si estuvieran hablando de otra persona, pendiente a la vez de cada palabra positiva o negativa, de cada comentario sobre sus notas, su crecimiento, su carácter. Aceptándolas o rechazándolas mentalmente, pero siempre en silencio.

Tenía que decirle algo a Carlos Veiga y en la urgencia sólo se le ocurrió un:

– ¡Qué interesante!

Bastante estúpido, así que decidió volver a moverse en un terreno más profesional y seguro.

– Con su madre hablaremos otro día, pero a ustedes querría tomarles declaración.

Julia Soto y Carlos Veiga se sentaron juntos en el banco de la cocina con las manos sobre la mesa como dos colegiales aplicados. Fischer ocupó el ángulo al lado de Veiga, Cornelia tomó una silla para poder quedar enfrente de Julia Soto.

Ella les contó que el martes por la noche habían recibido una llamada del cocinero del Santiago, diciéndoles que Marcelino Soto no había aparecido por el local.

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