Cerró la puerta del jardín con llave y se dirigió con paso rápido a la casa. En el umbral de la puerta la esperaba Carlos Veiga. A Cornelia le pareció ver que se abrazaban, pero Fischer ya había arrancado el coche y la entrada de la casa quedó fuera de su campo de visión. Se le escapó un gruñido. -¿Qué?
– No tan rápido, creo que me he perdido algo.
– ¿Importante?
– No sé. Tuve la impresión de ver un gesto raro, que no me encaja, como si Julia Soto y ese primo suyo, Carlos Veiga, se acercaran demasiado.
– Bueno, son familiares.
– Es cierto, pero había algo demasiado íntimo en ese movimiento. Quizá me equivoco, apenas lo he vislumbrado.
– Ese Veiga no te ha gustado, ¿verdad?
– Me pareció que actuaba todo el tiempo, que se esforzaba de un modo excesivo por ofrecer una imagen inofensiva de sí mismo.
– Todo el mundo quiere parecer inocente cuando habla con policías.
– Doblez. Así llamaría yo a la impresión que deja. Por un lado, ese aspecto modoso; por otro, esa manera tan rara de mirar, esa forma de bajar la cabeza y observar con los ojos tan arriba. Y la hija, Julia Soto, que está haciéndose la fuerte.
– ¿Por qué te lo parece?
– Porque se expresa con una serenidad extraña en quien acaba de perder a su padre de una manera tan brutal.
No era frialdad germánica, pensó, era otra cosa. Era como si representara un papel, el de la hija solícita que lo tiene todo bajo control. Y al hacerlo se defendiera a sí misma de la pérdida. Pero los alardes de este tipo no suelen acabar bien.
Y mientras pensaba en eso cayó de súbito en la cuenta de que Julia Soto no había reconocido a Reiner cuando los vio ante la verja de su casa. Sin embargo, ella era quien había identificado el cuerpo de su padre. Eso significaba que por la mañana él se había limitado a enviar a una compañera a buscar un familiar y que después se había marchado. Se volvió hacia el perfil de su compañero. Tenía la mirada fija en el tráfico, que al abandonar las callecitas residenciales era de nuevo espeso y crispado. Sintió un golpe en la boca del estómago y dirigió la vista a la derecha, a los edificios que pasaban lentamente a su lado. Por primera vez en todos los años que llevaban juntos Reiner Fischer le había mentido.
En el despacho los estaba esperando Leopold Müller. Ocupaba una silla entre los escritorios de Cornelia y Fischer. Éste decidió que tenía que pasar justamente por allí para sentarse y lo obligó a levantarse para que le cediera el paso. Müller sostenía una libreta en las manos y escudándose en ella empezó a hablar.
– He entrevistado a los empleados de los dos restaurantes de Soto.
Reiner Fischer le lanzó una mirada huraña que Müller no captó porque dirigía sus palabras a Cornelia. Ella lo invitó con un gesto a continuar, pero la voz del subcomisario llegó antes.
– Con tu permiso, voy a escribir el informe del caso Merckele -anunció, sentándose de forma ostentosa ante el ordenador-. Creo que es mejor terminar una cosa antes de pasar a la siguiente.
Pillada a contrapelo tanto por la agresividad que contenía la fórmula de cortesía exagerada con que se le había dirigido como por el tono redicho de sus últimas palabras, la comisaria asintió sin querer. Y también a pesar suyo le espetó con acritud:
– ¿Desde cuándo tan sistemático, Reiner?
Fischer no se sentía en posición de pleitear después de su ausencia por la mañana, así que se limitó a farfullar algo ininteligible y a golpear con furia el teclado del ordenador. En momentos como ése el subcomisario echaba mucho de menos el sonido atronador de las viejas máquinas de escribir, capaces de impedir cualquier conversación a varios metros a la redonda. Su rabia se la cargó el espaciador, que recibió un duro castigo durante ese informe.
Müller, aunque algo intimidado, siguió hablando.
– Por lo visto en los dos locales todavía no lo sabían. Todos los empleados han quedado consternados al escuchar la noticia…
Desde la mesa de Fischer llegó un murmullo entre dientes:-Consternados, ha dicho el pollo éste, consternados. ¡Vaya vocabulario nos gasta!
Müller simuló no haberlo oído, pero Cornelia no lo dejó pasar.
– ¡Subcomisario Fischer!
– ¿Qué pasa? ¿No puedo escribir mi informe en paz?
No levantó la vista del teclado y se puso un bolígrafo en la boca. Cornelia sabía que era su truco para poder seguir despotricando y resultar a la vez incomprensible. Se volvió a Müller.
– ¿Sabían algo de su desaparición?
– En el Santiago. Lo echaron en falta el martes por la noche. Siempre iba a trabajar a sus dos restaurantes, al mediodía al Alhambra y por la noche estaba en el Santiago. Le gustaba recibir a los clientes, servir mesas, controlar la cocina. Ese día fue como siempre al Alhambra y se marchó después de la hora de las comidas, hacia las dos y media.
– ¿Notaron algo extraño?
– En absoluto. Por la noche no fue al Santiago. No faltaba nunca, así que llamaron a su casa.
– El cadáver ha aparecido esta mañana. Pfisterer calculó al verlo que podría llevar muerto un día, pero no podía saberlo con certeza. ¿Podría acercarse un momento al fax y ver si ha llegado el informe del forense?
Müller la miró algo sorprendido por esa interrupción de su informe, pero se levantó y abandonó el despacho. Fischer fingió no haberlo notado, pero Cornelia no le iba a dar tregua.
– ¿Dónde está el problema, Reiner?
– ¿Qué problema?
– No te hagas el loco. Estás escribiendo el informe con una oreja puesta en lo que hablamos y voy oyendo como roes improperios mientras escribes.
– Es por esta mierda de máscara que nos han puesto para escribir los informes.
– Reiner, ¿por tan idiota me tomas?
Querría haberlo pronunciado con sarcasmo, pero su voz sonó herida. Le dolía el silencio obstinado de Fischer, llevaban demasiados años trabajando juntos para que ahora le estuviera ocultando algo de un modo tan pertinaz. Y la mentira de esa mañana le resultaba tan dolorosa que no sabía cómo abordarla. El levantó por fin la mirada de la pantalla, pero no acertó a decir nada.
– Ahora deja la tontería ésa. Müller acaba de traer información sobre el nuevo caso. No quiero tener que repetírtelo todo después.
– Pero si estoy escuchando.
– Sólo para ir renegando.
– ¿Es que no has oído como habla?
– ¿Qué tienes que objetar a su forma de hablar? Precisamente tú, que te quejas de que muchos de los compañeros son incapaces de articular dos frases correctas seguidas.
Fischer abrió la boca, pero no emitió ningún sonido.
– Estoy esperando -insistió Cornelia.
Quizás Fischer hubiera dicho algo. Quizá no. Müller entró de nuevo.
– No hay nada en el fax y tampoco en su casillero, comisaria Weber.
– Entonces continuemos. ¿Hasta aquí has seguido bien, Reiner?
Fischer le lanzó una mirada cargada de resentimiento mientras se levantaba de su mesa y se acercaba a la de la comisaria. Ocupó el lugar al lado de Müller, y empezó a observarlo con una expresión de exagerada atención. Carraspeó sonoramente antes de empezar a hablar con él.
– ¿Con quién habló en los restaurantes?
– En el Alhambra, con las tres camareras, el cocinero y el encargado de la barra.
– ¿Tiene sus datos? -Sí.
– ¿Está seguro de que esas camareras son las únicas que trabajan en el local? -Sí.
– ¿Cómo lo sabe?
– Lo he preguntado.
– Habrá que comprobarlo.
– Si le parece…
– ¿Hay un solo cocinero?
– ¿Cómo?
– Qué si hay un único cocinero.
– Creo que sí.
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