– Veo que seguís con la huelga de celo.
– El tiempo que haga falta. Ya llevamos un retraso de más de una semana en la entrega de resultados. La cosa empieza a ser delicada para ciertas instituciones. Pero nosotros nos ceñimos estrictamente a las normativas y los protocolos prescritos. Dudo que nadie se atreva a lanzar la más mínima acusación de negligencia.
– Os pueden achacar que sois muy lentos.
– Quizá, pero siempre podremos argumentar en contra. Y mientras tanto, que esperen.
– Entonces, ¿cuánto tendré que esperar para los resultados de la autopsia de Marcelino Soto?
– ¡Por favor! Conmigo tú nunca tendrás que esperar, mi niña.
Pfisterer era la única persona a quien Cornelia toleraba estos apelativos. Quizá se debiera a su perfil de pájaro, con una nariz prominente y la barbilla escurridiza, los ojos saltones y las cejas en un baile perpetuo, que lo hacían uno de los hombres menos agraciados que conocía. Todo esto unido a la profunda voz, inimaginable en la escasa resonancia que prometía su caja torácica, una voz grave marcada por la musicalidad de su acento vienés. Quizá fuera todo eso o la naturalidad con que la llamaba así lo que conseguía, tenía que reconocerlo, que incluso le gustara.
Bajaron al sótano por las antiguas escaleras de servicio de la villa, pero Pfisterer no la llevó a la sala donde se encontraba el cuerpo de Marcelino Soto. No era de esos forenses que se divierten observando los esfuerzos de los policías por mantener el tipo ante los cadáveres abiertos. Fueron a una de las salas de descanso de los preparadores. Pfisterer señaló la máquina de bebidas.
– ¿Un café?
Mientras salía el café de la máquina intercambiaron informaciones.
– ¿Cómo lo identificasteis?
– La familia denunció la desaparición ese día.
– Son pocas horas para que entrara en los archivos de desaparecidos.
– Sí, pero a Müller se le ocurrió consultar las denuncias no cursadas y reconoció a la víctima.
– Habéis tenido suerte.
– Es cierto. ¿Sabes cuándo murió?
– Diría que el mismo martes.
– ¿Más o menos a qué hora?
– Los únicos casos en los que se puede dar la hora exacta de una muerte es cuando la víctima es arrollada por un tren, a ser posible en Suiza. -Pfisterer sonrió, era un chiste que le gustaba repetir-. En el caso de este hombre, aún no te puedo dar la hora aproximada, habrá que esperar los resultados de los análisis del humor vitreo. Pero por el estado del cuerpo puedo decirte que pasó poco tiempo muerto fuera del agua.
– Eso significaría que quizás lo mataron cerca del río.
– Podría ser. Pero también cabe la posibilidad de que lo transportaran allí para deshacerse del cadáver.
Pfisterer, que sabía que los detalles sobre el proceso de análisis de los cadáveres, más que desagradar angustiaban a la comisaria, le ahorró los detalles sobre el estado de descomposición del cuerpo que le habían permitido llegar a esa conclusión.
– ¿Tienes una idea de cómo pudo ser transportado?
– Estamos en ello, pero será difícil porque el cuerpo pasó toda la noche en el agua, así que los rastros de tejidos o tierra que pudieran haber quedado en la ropa o cualquier otra cosa que pudiera ayudarnos al respecto, el agua los hizo desaparecer. Lo que sí te puedo decir es que no hemos encontrado indicios de que lo metieran en una cámara frigorífica ni de que intentaran hacer algo para conservarlo o disimular la hora de su muerte. El grado de descomposición es el esperable en un cadáver que ha permanecido expuesto al aire y al agua entre doce y dieciocho horas, que es el margen en el que me atrevo a moverme.
– ¿Murió al instante?
– La puñalada es muy certera, directa al corazón. Murió en el acto. Lo apuñalaron desde atrás, y o bien se trataba de alguien mucho más alto que él, o la víctima estaba sentada y su asesino de pie. La puñalada vino del lado derecho y le entró en el pecho con mucha violencia, así que se trata de alguien fuerte o en un estado de gran excitación.
– ¿Lucharon?
– Lo dudo. El cuerpo presenta muchas contusiones, pero son posmortales. Los bordes de las zonas contusas no muestran el infiltrado hemorrágico característico de los golpes recibidos en vida. De todos modos he tomado muestras de esas zonas contusas para llevar a cabo un análisis al microscopio. Sólo por seguridad. Por lo que he observado en la autopsia, creo que el asesino sorprendió a la víctima y no hubo lucha ni resistencia.
Cornelia pensó en voz alta.
– Seguramente se trata de alguien de quien Soto no podía desconfiar. Esto nos lleva al círculo más cercano al muerto.
– Como casi siempre -contestó lacónico el forense-. Quizás incluso cenó con su asesino. En el estómago hemos encontrado una comida relativamente abundante sin digerir. Tomó también un par de cervezas.
Pfisterer dio un sorbo al café y después empezó a reírse.
– ¿De qué te ríes?
– Estaba recordando una serie que vi el otro día en la televisión, CSI. ¿La conoces?
– Claro. Tiene además varias secuelas.
– Secuelas tiene más de las que uno desearía. Esa serie es la pesadilla de cualquier forense en ejercicio. El otro día se presentó un novato, un futuro colega tuyo, que me preguntó si ya tenía el resultado del análisis de sangre del espectrómetro de masas. -Pfisterer apenas podía contener la risa. -¡Además dijo «esprectrómetro», el redicho! Mira -respiró para recuperar el aliento y tomó un poco más de café. Cornelia lo imitó-, antes la gente esperaba de los policías que dijeran cosas como «es zurdo, fuma en pipa y es de Sajonia».
– Como en las novelas de Sherlock Holmes.
– Exacto. Ahora, gracias a esas películas tecnofílicas, esperan que digamos -Pfisterer impostó la voz para simular la gravedad y trascendencia con que hablan los protagonistas de las series-: «Por la forma que tienen los surcos en el microanálisis de la escritura sabemos que coge el bolígrafo por arriba inclinándolo a la izquierda, que lo aprieta con fuerza, lo que aplasta la punta del lado izquierdo del pulgar izquierdo produciendo un callo característico en el nacimiento de la uña, que no escribe horizontalmente sino hacia arriba inclinando la hoja y que arrastra el meñique y el anular sobre el papel, lo que deja siempre unas líneas de tinta inclinadas desde la punta del dedo hasta las articulaciones de la primera falange».
Cornelia disfrutaba visiblemente de la parodia de Pfisterer, así que éste siguió jugando:
– Ahora entra el psicólogo, porque en estas películas parece que los psicólogos siempre andan de paseo por los laboratorios, y añade: «Esta forma de escritura demuestra que en la escuela no había nadie que supiera enseñar a escribir a niños zurdos, por lo que su maestro o maestra se limitaba a agarrarle la mano con la derecha y a empujarla para que fuera escribiendo. Esto explica esa manera de coger el bolígrafo, una forma harto dolorosa a la larga que seguramente le ha producido estados de ansiedad durante sus estudios y explica la agresividad con que ataca a sus víctimas diestras». Así que, Cornelia, si algún día matas a alguien ya sabes lo que dirán de ti.
Ella aplaudió. Pfisterer inclinó la cabeza teatralmente para agradecérselo.
– Cuando me jubile me dedicaré a escribir guiones para la televisión. La serie se titulará Forenses asesinos.
Tomó un bolígrafo con la mano izquierda y compuso un gesto feroz.
– Mañana te hago llegar el informe detallado.
– Esquirol.
– Ya tengo el título para el primer episodio de mi serie: «La comisaria impertinente». -
La acompañó hasta la puerta del instituto.
– Es tarde. Vete a casa.
– Prefiero volver a la Jefatura y seguir con el caso.
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