Aquella noche Pascal vino a casa y me escabullí escaleras abajo para escuchar. Mi madre estaba muy enfadada con él, pero él dijo que no había traicionado a Sophie y los gemelos, que nunca se le habría ocurrido poner en peligro a mi madre y mi abuelo, que debía de haber sido cosa del señor Etienne. He olvidado decir que fue Pascal quien preparó los documentos falsos para Sophie y los gemelos. Ése era su trabajo en la Resistencia, aunque no recuerdo si entonces ya lo sabía. Le recomendó a mi madre que no hiciera ni dijera nada, que esas cosas ocurrían por alguna razón. Sin embargo, al día siguiente mi madre fue a ver al señor Etienne y, cuando regresó, estuvo hablando con mi abuelo. Creo que les daba igual que los oyera o no, porque mientras hablaban yo estaba leyendo en la misma habitación. Mi madre dijo que el señor Etienne admitió que había delatado a Sophie a los alemanes, pero que había sido necesario. Si no la castigaban por haber acogido a judíos en la granja era precisamente porque confiaban en él y apreciaban su amistad. Si no habían deportado a Pascal ni le habían condenado a trabajos forzados era gracias a su buena relación con los alemanes. El señor Etienne le preguntó a mi madre qué era más importante para ella: el honor de Francia, la seguridad de su familia o tres judíos. A partir de entonces no se volvió a hablar de Sophie y los gemelos; era como si nunca hubieran existido. Si yo preguntaba por ellos, mi madre se limitaba a responder: «Eso ya terminó. Se acabó.» El dinero de la organización seguía llegando, aunque no era mucho, y mi abuelo dijo que debíamos quedárnoslo. Entonces éramos muy pobres. Creo que alguien escribió preguntando por Sophie y los niños unos dieciocho meses después de que se los hubieran llevado, pero mi madre respondió que las autoridades empezaban a sospechar y que Sophie se había ido a casa de unos amigos en Lyon y que no sabía su dirección. Después de eso dejó de llegar dinero.
Soy la única que queda de mi familia. Mi abuelo murió en 1946 y mi madre un año más tarde, de cáncer. Pascal se mató con la moto en 1954. Después de casarme no volví nunca a Aubière. No recuerdo nada más de Sophie y los niños, salvo que eché mucho de menos a los gemelos cuando se los llevaron.
La carta estaba fechada el 18 de junio de 1989. Dauntsey había necesitado más de cuarenta años de investigación para encontrar a Marie-Louise Robert y su prueba definitiva. Pero no se había detenido ahí: el último documento de la carpeta llevaba fecha del 20 de julio de 1990 y estaba redactado en alemán, también con la traducción adjunta. Dauntsey había seguido la pista de uno de los oficiales alemanes de Clermont-Ferrand. En frases escuetas y lenguaje oficial, un anciano retirado y con residencia en Baviera había revivido durante unos minutos un pequeño incidente de un pasado recordado sólo a medias. La verdad de la traición quedaba confirmada.
En la carpeta aún había otro papel, guardado dentro de un sobre. Daniel lo abrió y encontró una fotografía en blanco y negro que debía de tener más de cincuenta años, descolorida pero todavía nítida. Era evidente que la había tomado un aficionado, y en ella se veía a una joven sonriente, de cabellos oscuros y mirada dulce, que rodeaba con los brazos a sus dos hijos. Los niños se apoyaban en su madre y miraban a la cámara sin sonreír, con los ojos muy abiertos, como si fueran conscientes de la importancia de aquel instante, de que el chasquido del obturador fijaría para siempre su frágil mortalidad. Daniel le dio la vuelta a la foto y leyó: «Sophie Dauntsey. 1920-1942. Martin y Ruth Dauntsey. 1938-1942.»
Cerró la carpeta y durante unos segundos permaneció tan inmóvil como si fuera una estatua. Luego se levantó, pasó a la sala de los archivos y empezó a deambular entre las estanterías, deteniéndose de vez en cuando para golpear con la palma de la mano los soportes metálicos. Estaba poseído por una emoción que reconocía como ira, pero que no se parecía a ningún acceso de ira que hubiera experimentado antes. Oyó un extraño ruido inhumano y de pronto se dio cuenta de que eran sus gritos por el dolor y el horror de lo que había descubierto. No se le ocurrió destruir las pruebas; eso no podía hacerlo y no lo pensó ni por un momento. Pero podía avisar a Dauntsey, prevenirle de que estaban cerca y de que habían descubierto el móvil que faltaba. Le sorprendió por unos instantes que Dauntsey no hubiera recuperado y destruido aquellos papeles. Ya no los necesitaba. Ningún tribunal había de verlos. No los había recopilado con tal paciencia, con tal minuciosidad, a lo largo de medio siglo, para presentarlos ante un tribunal. Dauntsey había sido juez y jurado, fiscal y demandante. Acaso los habría destruido si la sala no hubiera estado cerrada, si Dalgliesh no hubiera intuido que el motivo de ese crimen yacía en el pasado y que la evidencia que faltaba podía ser una evidencia escrita.
De pronto sonó el timbre del teléfono, duro e insistente como una alarma. Daniel dejó de andar y se quedó paralizado, como si responder a la llamada pudiera destruir su intensa preocupación y devolverle a las banalidades clamorosas del mundo exterior. Pero seguía sonando. Se acercó al teléfono de pared y, al descolgarlo, oyó la voz de Kate.
– Has tardado mucho en contestar.
– Lo siento. Estaba bajando carpetas.
– ¿Estás bien, Daniel?
– Sí. Sí, estoy bien.
Kate le anunció:
– Hemos recibido noticias del laboratorio. Las fibras concuerdan. Carling fue asesinada en la lancha. Pero en las prendas de los sospechosos no se ha encontrado ni rastro de la misma fibra. Supongo que era demasiado esperar. Así que algo hemos adelantado, pero no mucho. El jefe está pensando en interrogar a Dauntsey mañana, con magnetófono e informándole de sus derechos. No sacaremos nada en limpio, pero supongo que hay que intentarlo. No se vendrá abajo. Y los demás tampoco.
Por primera vez Daniel percibió en la voz de Kate el leve titubeo de la desesperación.
– ¿Has encontrado algo interesante? -añadió ella.
– No, nada interesante. Lo dejo ya. Me voy a casa.
Volvió a meter la fotografía dentro del sobre y se guardó el sobre en el bolsillo. A continuación colocó todas las carpetas en su lugar correspondiente del estante superior, entre ellas la de cartulina marrón; apagó las luces, abrió la puerta por dentro y la cerró con llave por fuera. Claudia Etienne había dejado encendidas todas las luces de la escalera y él las fue apagando mientras bajaba. Las de la planta baja las encendió para ver por dónde iba. Todos sus actos eran deliberados, extraordinarios, como si cada uno de ellos tuviera un valor singular. Echó una última mirada al gran techo abovedado, sumió el salón en tinieblas, conectó las alarmas y por último apagó la luz de la recepción y abandonó Innocent House, cerrando la puerta tras de sí. Se preguntó si volvería a entrar en ella alguna vez y sonrió con ironía al pensar que, en un momento como aquél, resuelto ya a cometer la perfidia imperdonable, la gran iconoclasia, todavía era capaz de atender meticulosamente a las cosas que carecían de importancia.
No vio señales de vida en las pequeñas ventanas laterales del número 12. Llamó al timbre de Dauntsey y alzó la vista hacia las oscuras ventanas. No hubo respuesta. Tal vez estaba con Frances Peverell. Corrió hacia Innocent Walk y fue entonces cuando, al mirar hacia la izquierda, vio que el Rover color crema de Dauntsey abandonaba su estacionamiento delante del garaje. Dio instintivamente unos pasos hacia él, pero enseguida se dio cuenta de que era inútil llamarlo; con el ruido del motor y el traqueteo de las ruedas sobre los adoquines, no le oiría.
Se precipitó hacia su Golf GTI, aparcado en Innocent Lane, y emprendió la persecución. Tenía que hablar con él aquella misma noche. Al día siguiente podía ser demasiado tarde. Dauntsey sólo le llevaba medio minuto de ventaja, pero aun esa pequeña diferencia podía resultar crucial si encontraba despejada la entrada a la autopista al final de Garnet Road. Pero tuvo suerte: llegó a tiempo de ver que el automóvil giraba a la derecha en dirección este, hacia los suburbios de Essex, no hacia el centro de Londres.
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