P. James - El Pecado Original

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Después de su aclamada novela Hijos de los hombres, una incursión en la utopía negativa, P. D. James regresa al género que más la caracteriza, el policial clásico, y a su detective y poeta, el inconformista Adam Dalgliesh.
Pecado original transcurre en el ámbito de una editorial de larga data, ubicada en un palacete estilo veneciano sobre el río Támesis. La editorial Peverell, fundada en 1792, atraviesa momentos decisivos. Henry Peverell, su presidente, acaba de morir; su socio francés, Jean Philippe Etienne, se ha jubilado, y el inescrupuloso hijo de éste, Gerard, ha asumido la presidencia y la gerencia general de la casa editora.
Gerard Etienne se ha ganado enemigos: una amante despechada, un autor rechazado y humillado, y los sufridos colegas de Peverell. Cuando lo encuentran muerto en las instalaciones de la editorial, con el cuerpo extrañamente profanado, no faltan sospechosos.

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Pero a Dauntsey se le habían torcido las cosas. El asalto, las horas perdidas en el hospital, el tardío retorno a casa habían trastocado todos sus planes. Cuando por fin llegó a su piso, disponía de muy poco tiempo. Frances estaba esperándole, de modo que debía actuar con extraordinaria celeridad. ¡Y en un momento en que se hallaba físicamente debilitado! Pero aún le funcionaba el cerebro. Abrió un poco el grifo de la bañera de forma que a su regreso la encontrara más o menos llena. Seguramente se había quitado la ropa y sólo llevaba puesto el batín; le convenía más entrar desnudo en el cuartito de los archivos. Pero tenía que volver allí, y aquella misma noche. Después de su accidente, resultaría muy sospechoso que fuera el primero en llegar a Innocent House a la mañana siguiente. Y lo más importante de todo, tenía que recobrar aquella cinta, aquella cinta delatora con su confesión de asesinato.

Etienne había escuchado el mensaje; Dauntsey se había dado por lo menos esa satisfacción. Su víctima había sido consciente de que estaba condenada, pero, en un rasgo de ingenio, se le había ocurrido la manera de vengarse. Decidido a que se encontrara la prueba condenatoria, se había metido la casete en la boca. Y era evidente que luego, desorientado, había tenido la idea de apagar la estufa con ayuda de la camisa. Se arrastraba a gatas por el suelo cuando le sobrevino la pérdida de la conciencia. ¿Cuánto había tardado Dauntsey en encontrar la cinta? No mucho, naturalmente. Pero tuvo que romper la rigidez de la mandíbula para apoderarse de ella y comprendió que ya no quedaba ninguna esperanza de que la muerte pudiera pasar por accidental. ¿Era por eso por lo que luego había cooperado tan plenamente con la policía y había señalado la ausencia del magnetófono, incluso la limpieza de la habitación? Eran detalles que la policía acabaría conociendo por otras personas; resultaba prudente ser el primero en mencionarlos. Y había tenido que trasladar la mesa y la silla a toda prisa; ni siquiera se había dado cuenta de que había colocado la mesa con el lado opuesto contra la pared, de modo que la posición de las bandejas quedaba invertida, ni de que había una pequeña señal en la pared que indicaba que la mesa había sido movida. Además, no disponía de tiempo para ir a buscar la chaqueta y las llaves de Etienne.

Pero ¿qué podía hacer con la mandíbula, una vez rota la rigidez? La idea de recurrir a Sid la Siseante, la serpiente, debió de ser una inspiración. La tenía allí mismo, al alcance de la mano; no necesitaba perder tiempo en ir a buscarla. Lo único que debía hacer era enroscarla en torno al cuello de Etienne y embutirle la cabeza en la boca. Había emprendido aquella serie de bromas malintencionadas para embrollar la investigación si la muerte de Etienne no se consideraba accidental, pero no podía sospechar la importancia que llegaría a cobrar para él.

Luego, al salir, vio el original de Esmé Carling, encuadernado en azul, sobre el mostrador de la sala de recepción, y su mensaje clavado con chinchetas en la pared. Debió de ser un momento de pánico, pero seguramente no duró mucho. Lo más probable era que Esmé Carling se hubiera marchado de Innocent House antes de que él llamara a Etienne para hacerlo subir al cuarto de los archivos. Quizá Dauntsey se detuvo unos instantes a reflexionar sobre la conveniencia de volver atrás para asegurarse, y llegó a la conclusión de que no valía la pena: estaba claro que se había marchado, dejando el manuscrito y la nota como proclamación pública de su indignación. ¿Le diría Carling a la policía que había estado allí o guardaría silencio? Dadas las circunstancias, Dauntsey concluyó que no mencionaría su visita. Pero decidió llevarse el manuscrito y la nota. Era un asesino previsor, tan previsor como para contemplar ya en aquellos momentos la posibilidad de que Carling tuviera que morir.

63

Frances recobraba y perdía el conocimiento, despertando a una comprensión medio borrosa para desvanecerse otra vez cuando su mente rozaba brevemente la realidad, rechazaba su horror y se refugiaba de nuevo en el olvido. Cuando volvió en sí por completo permaneció unos minutos tendida, sin moverse, sin respirar apenas, evaluando la situación paso a paso, como si esa aceptación gradual hiciese más llevadera la realidad. Estaba viva. Se encontraba tendida sobre el costado izquierdo en el suelo de un coche, cubierta por una manta de viaje. Tenía los tobillos y las manos atados. Estaba amordazada con algo blando, seguramente su propio chal de seda. El avance del vehículo era irregular; en una ocasión se detuvo, y Frances notó una suave sacudida cuando actuaron los frenos. Debían de estar parados ante un semáforo. Eso quería decir que viajaban en una corriente de tráfico. Intentó desprenderse de la manta, pero descubrió que la tenía demasiado ceñida al cuerpo. Sin embargo, aun estando atada de pies y manos, al menos podía moverse. Si había coches a su alrededor, cabía la posibilidad de que algún automovilista mirara por la ventanilla, viera las sacudidas de la manta y se extrañara. Apenas se le había ocurrido la idea cuando el coche se puso en marcha de nuevo y avanzó con suavidad.

Estaba viva. Debía aferrarse a eso. Tal vez Gabriel tuviera intención de matarla, pero le habría resultado muy fácil hacerlo mientras ella yacía inconsciente en el garaje. ¿Por qué no la había matado entonces? Resultaba inconcebible que quisiera mostrarse compasivo con ella: ¿qué compasión había tenido con Gerard, con Esmé Carling, con Claudia? Se hallaba en manos de un asesino. La palabra resonó en su mente como un aldabonazo y despertó el terror que permanecía adormecido desde que había recobrado el conocimiento. El miedo, primitivo e incontrolable, la anegó como una oleada humillante, aniquiladora de todo pensamiento y voluntad. En aquel momento comprendió por qué no la había matado en el garaje. El asesinato de Claudia, como los otros dos, debía parecer un suicidio o un accidente. Gabriel no podía dejar dos cadáveres en el suelo del garaje; tenía que deshacerse de ella, pero de una manera distinta. ¿Qué se le habría ocurrido? ¿Hacerla desaparecer por completo? ¿Un asesinato que Dalgliesh no tuviera esperanzas de resolver, puesto que no habría cadáver? Recordó haber leído en alguna parte que no era necesario presentar el cuerpo para demostrar legalmente que alguien había sido asesinado, pero quizá Gabriel no lo había tenido en cuenta. Estaba loco; tenía que estar loco. En aquellos mismos momentos podía estar haciendo planes, pensando, tratando de imaginar la mejor manera de librarse de ella: llevar el coche hasta el borde de un acantilado y arrojarla al mar; enterrarla en alguna zanja, todavía atada; echarla al pozo de una mina abandonada, donde jamás la encontrarían y moriría de hambre y de sed. Una imagen sucedía a otra, a cual más pavorosa: la aterradora caída en la oscuridad hacia el fragor del oleaje, la asfixiante mezcla de hojas y tierra húmeda pisoteada sobre sus ojos y su boca, el túnel vertical de la mina donde moriría lentamente de hambre en claustrofóbica agonía.

El automóvil circulaba con más regularidad. Debían de haberse desprendido de los últimos tentáculos de Londres; seguramente se hallaban en campo abierto. Haciendo un esfuerzo, consiguió calmarse. Estaba viva. Aún había esperanza, y si al fin debía morir, intentaría afrontar la muerte con valentía. Gerard y Claudia, agnósticos los dos, habrían muerto con valor aunque no se les hubiera permitido morir con dignidad. ¿De qué servía su religión si no la ayudaba en este trance?

Hizo acto de contrición, rezó después por las almas de Gerard y Claudia y, en último lugar, rezó por sí misma y por su propia seguridad. Las palabras familiares y tranquilizadoras le aportaron el consuelo de que no estaba sola. A continuación, intentó urdir algún plan. Puesto que ignoraba lo que Gabriel pensaba hacer con ella, resultaba difícil decidir qué estrategia sería la mejor. Pero una cosa era segura: él no tendría fuerza suficiente para cargar con su peso sin ayuda, y eso quería decir que debería desatarle al menos los tobillos. Ella era más joven y más fuerte, de modo que le sería fácil dejarlo atrás. Si se le presentaba la ocasión, intentaría escapar corriendo. Pero, ocurriera lo que ocurriese al final, no le suplicaría clemencia.

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