P. James - El Pecado Original

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Después de su aclamada novela Hijos de los hombres, una incursión en la utopía negativa, P. D. James regresa al género que más la caracteriza, el policial clásico, y a su detective y poeta, el inconformista Adam Dalgliesh.
Pecado original transcurre en el ámbito de una editorial de larga data, ubicada en un palacete estilo veneciano sobre el río Támesis. La editorial Peverell, fundada en 1792, atraviesa momentos decisivos. Henry Peverell, su presidente, acaba de morir; su socio francés, Jean Philippe Etienne, se ha jubilado, y el inescrupuloso hijo de éste, Gerard, ha asumido la presidencia y la gerencia general de la casa editora.
Gerard Etienne se ha ganado enemigos: una amante despechada, un autor rechazado y humillado, y los sufridos colegas de Peverell. Cuando lo encuentran muerto en las instalaciones de la editorial, con el cuerpo extrañamente profanado, no faltan sospechosos.

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Durante los siete u ocho kilómetros siguientes consiguió no perder de vista el Rover. El tráfico de vehículos que regresaban a sus casas todavía era intenso -una reluciente masa de metal que avanzaba con lentitud- y Daniel, aun conduciendo con toda la habilidad de que era capaz, de una manera más egoísta que ortodoxa, apenas ganaba distancia. De vez en cuando perdía a Dauntsey, pero al cabo de unos instantes, cuando el tráfico mejoraba ligeramente, descubría que aún circulaba por la misma carretera. Y Daniel empezó a sospechar adónde se dirigía. Conforme avanzaba se sentía más seguro; y cuando al fin se acercaron a la A12 ya no le quedó ninguna duda. Sin embargo, en cada semáforo, en cada pausa, en cada tramo de carretera despejada, su mente se concentraba en los dos asesinatos que lo habían llevado a aquella persecución, a aquella resolución.

Ahora veía el plan entero en toda su brillantez, toda su sencillez inicial. El asesinato de Etienne se había proyectado de modo que pareciera un accidente, se había calculado en todos sus detalles durante semanas, probablemente meses, esperando con paciencia el momento adecuado. La policía siempre había sabido que Dauntsey era el principal sospechoso. Nadie tenía tantas facilidades como él para trabajar en el despachito de los archivos sin ser molestado. Probablemente había cerrado la puerta con llave mientras desmontaba la estufa de gas, desprendía los cascotes de la chimenea y volvía a instalar la estufa con el cañón convenientemente obstruido. El cordón de la ventana lo había desgastado deliberadamente a lo largo de semanas. Y había elegido la noche ideal para el asesinato, un jueves, el día en que, como todo el mundo sabía, Etienne se quedaba a trabajar a solas. Lo había preparado todo para las siete y media, justo antes de salir hacia el Connaught Arms. ¿Había sido fortuito aquel compromiso? ¿El acto se había celebrado por casualidad la misma noche que él había elegido para el asesinato? ¿O bien, por el contrario, había elegido aquella noche para que coincidiera con el recital de poesía? No le habría resultado difícil concertar alguna otra cita. Siempre había parecido extraño que se hubiera molestado en acudir a la lectura de poesía; no había participado ningún otro poeta de renombre y el acontecimiento apenas podía considerarse de importancia literaria.

Debió de esperar el momento oportuno para introducirse a hurtadillas en Innocent House, cuando ya se habían marchado todos excepto Etienne, y subir sigilosamente al cuartito de los archivos. Pero aun en el caso de que Etienne hubiera salido inesperadamente de su despacho y lo hubiera visto, no le habría dicho nada. ¿Por qué iba a hacerlo? Dauntsey tenía una llave del edificio, era uno de los socios, podía ir y venir a su antojo. Etienne habría supuesto que subía a su despacho del tercer piso para buscar algún papel que necesitaba antes de dirigirse al Connaught Arms.

Y luego, ¿qué? Debió de hacer los últimos preparativos una hora antes. Daniel veía claramente cada uno de sus actos y su consecuencia. Dauntsey había cogido la mesa y la silla y las había sacado; era importante que Etienne no tuviera ningún medio de alcanzar la ventana. Luego limpió la habitación. No debía haber polvo o suciedad donde Etienne pudiera escribir el nombre de su asesino. La agenda con el lápiz ya la había robado antes, para evitar que Etienne la llevara en un bolsillo de la chaqueta o del pantalón. A continuación Dauntsey encendió la estufa de gas, abrió la llave al máximo a fin de que empezaran a acumularse los gases antes de que llegara su víctima y la retiró. Por último, colocó el magnetófono en el suelo y lo enchufó. Quería que Etienne supiera que iba a morir, que no tenía ninguna posibilidad de salvación, que en aquel edificio desierto y aislado nadie oiría sus gritos ni sus golpes en la puerta -un esfuerzo que sólo contribuiría a acelerar su fin-, que su muerte era tan inevitable como si lo hubieran arrojado a la cámara de gas de Auschwitz. Pero, sobre todo, quería que Etienne supiera por qué debía morir.

Así había quedado dispuesta la escena para el asesinato. Luego, justo antes de las siete y media, Dauntsey llamó al despacho de Etienne desde el teléfono situado junto a la puerta del cuartito de los archivos. ¿Qué debió de decirle? «Sube enseguida, he encontrado algo importante.» Etienne, naturalmente, le habría hecho caso. ¿Por qué no? Mientras subía la escalera, quizá se preguntara si Dauntsey había descubierto una pista de la identidad del bromista pesado. En todo caso, carecía de importancia lo que pensara: la llamada procedía de un hombre en el que confiaba y al que no tenía motivos para temer. La voz debió de ser imperiosa, el mensaje intrigante. Por supuesto que había subido.

La escena del crimen estaba preparada, limpia y vacía. ¿Qué sucedió después? Dauntsey estaría esperando junto a la puerta. No debió de producirse más que un breve intercambio de palabras.

– ¿Qué ocurre, Dauntsey?

Habría hablado en tono impaciente, un poco arrogante:

– Es ahí dentro, en el despachito de los archivos. Ya lo verás tú mismo. Hay un mensaje grabado en esa casete. Escúchalo y comprenderás.

Y Etienne, perplejo pero sin sospechar nada extraño, había entrado en la habitación donde debía morir.

La puerta se cerró rápidamente, la llave giró en la cerradura. Sid la Siseante ya estaba escondida entre las carpetas del archivo, y Dauntsey la extendió al pie de la puerta para obstruir incluso aquella mínima entrada de aire. Por el momento, no había que hacer nada más. Podía marcharse al recital de poesía.

Tenía previsto regresar del Connaught Arms hacia las diez para concluir su obra. Y podría tomárselo con calma. La puerta tendría que permanecer varios minutos abierta para que se dispersaran los humos. A continuación, volvería a colocar la llave en la estafa y dejaría la habitación como estaba antes. Tendría que poner la mesa y la silla en su sitio, disponer las bandejas sobre la mesa como solían estar. ¿Y no habría pensado en nada más? Habría sido juicioso añadir otra carpeta al montón existente, documentos que Etienne hubiera podido buscar o descubrir, que hubieran despertado su interés, un expediente que le hubiera incitado a subir al despachito de los archivos; un contrato antiguo, por ejemplo, tal vez algo relacionado con Esmé Carling. Dauntsey habría podido cogerlo antes y guardarlo oculto entre otros papeles, listo para ser utilizado. Y luego, tras asegurarse de que la llave quedaba en la parte interior de la puerta, se habría marchado llevándose la serpiente consigo.

Habría podido trabajar sin prisas, seguramente moviéndose por Innocent House con ayuda de una linterna, pero sabiendo que una vez estuviera en el cuartito de los archivos podría encender la luz sin peligro. Habría bajado al despacho de Etienne para recoger la chaqueta y las llaves, colgado la chaqueta en el respaldo de la silla, depositado las llaves sobre la mesa. Por supuesto, no habría podido devolver el polvo a la repisa de la chimenea y al suelo, pero ¿realmente se habría fijado alguien en la limpieza excepcional de la habitación si desde un principio la muerte hubiese parecido accidental?

Y la escena habría hablado por sí misma. Ahí estaba Etienne, estudiando un expediente que obviamente le interesaba. Debía de tener pensado trabajar allí algún tiempo, puesto que había subido con la chaqueta y las llaves y había encendido la estufa. Había cerrado la ventana, rompiendo el cordón al hacerlo. Seguramente se habría encontrado el cuerpo desplomado sobre la mesa o en el suelo boca abajo, como si se arrastrara hacia la estufa. El único enigma habría sido por qué no se había dado cuenta de lo que estaba ocurriéndole y no había abierto la puerta de inmediato, pero uno de los primeros síntomas de la intoxicación por monóxido de carbono era la confusión mental. No se habría establecido la rigidez de la mandíbula, no habría sido necesario meterle la cabeza de la serpiente en la boca; habría resultado un ejemplo casi perfecto de muerte accidental.

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