P. James - El Pecado Original

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Después de su aclamada novela Hijos de los hombres, una incursión en la utopía negativa, P. D. James regresa al género que más la caracteriza, el policial clásico, y a su detective y poeta, el inconformista Adam Dalgliesh.
Pecado original transcurre en el ámbito de una editorial de larga data, ubicada en un palacete estilo veneciano sobre el río Támesis. La editorial Peverell, fundada en 1792, atraviesa momentos decisivos. Henry Peverell, su presidente, acaba de morir; su socio francés, Jean Philippe Etienne, se ha jubilado, y el inescrupuloso hijo de éste, Gerard, ha asumido la presidencia y la gerencia general de la casa editora.
Gerard Etienne se ha ganado enemigos: una amante despechada, un autor rechazado y humillado, y los sufridos colegas de Peverell. Cuando lo encuentran muerto en las instalaciones de la editorial, con el cuerpo extrañamente profanado, no faltan sospechosos.

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La correa era larga. Claudia extendió los brazos para tratar de luchar con quien la sujetaba, pero le fallaban las fuerzas y, cada vez que intentaba moverse, el lazo se estrechaba más y su mente pasaba por una agonía de dolor y terror hasta sumirse en una inconsciencia fugaz. Se debatió débilmente al extremo de la correa como un pez moribundo en el anzuelo, agitando en vano los pies en busca de un punto de apoyo en el rugoso hormigón.

Y entonces oyó su voz.

– Quieta, Claudia, no te muevas. No te muevas y escucha. No pasará nada mientras no te muevas.

Ella cesó de luchar y al instante se aflojó la tremenda presión. El hombre le habló con voz queda y persuasiva. Claudia oyó lo que le decía y su cerebro confuso comprendió al fin: estaba diciéndole que debía morir y por qué.

Quiso gritar que era un terrible error, que no era verdad, pero tenía la voz estrangulada y sabía que sólo podría sobrevivir si permanecía completamente inmóvil. El hombre empezó a explicarle que parecería un suicidio. La correa quedaría atada al volante del coche, y el motor en marcha; para entonces ella ya habría muerto, pero él necesitaba que el garaje estuviera lleno de gases tóxicos. Todo esto se lo explicó con paciencia, casi amablemente, como si fuera importante que lo comprendiese. Le hizo ver que ella ya no tenía coartada para ninguno de los dos asesinatos; la policía creería que se había matado por miedo a la cárcel o por remordimiento.

Y por fin terminó de hablar. Ella pensó: «No moriré. No dejaré que me mate. No moriré aquí, de esta manera, arrastrada por el suelo del garaje como un animal.» Apeló a toda su fuerza de voluntad. Pensó: «Debo fingir que estoy muerta, desvanecida, inconsciente. Si logro sorprenderlo, puedo girar bruscamente y arrebatarle la correa. Si consigo ponerme en pie podré dominarlo.»

Hizo acopio de fuerzas para este último gesto. Pero él esperaba que lo hiciera y estaba prevenido: en cuanto empezó a moverse, el lazo se tensó de nuevo y esta vez no se aflojó.

El asesino esperó hasta que al fin cesaron las atroces convulsiones, hasta que se extinguieron los últimos estertores. Entonces soltó la correa y, agachándose, comprobó que el aliento ya no animaba aquel cuerpo. A continuación se incorporó y, tras sacar la bombilla del bolsillo, se irguió para enroscarla en el portalámparas vacío que colgaba del techo bajo. Con el garaje por fin iluminado, cogió las llaves que su víctima llevaba en el bolsillo, abrió la portezuela del automóvil y ató el extremo de la correa al volante. Sus manos enguantadas trabajaban deprisa y sin vacilación. Por último, puso el motor en marcha. El cadáver yacía en una postura desgarbada, como si antes de morir Claudia se hubiera arrojado del coche, sabiendo que o bien el lazo o bien los mortíferos gases acabarían con su vida. Y fue en ese momento cuando oyó las pisadas que se acercaban por el pasaje.

60

Eran las 6.27. En el piso de Frances Peverell sonó el teléfono. En cuanto James pronunció su nombre, ella se dio cuenta de que ocurría algo malo.

Preguntó de inmediato:

– ¿Qué sucede, James?

– Rupert Farlow ha muerto. Murió en el hospital hace una hora.

– Oh, James, lo siento muchísimo. ¿Estabas con él?

– No, estaba Ray. Rupert no quiso que hubiera nadie más. Es muy extraño, Frances. Cuando vivía aquí, la casa me resultaba casi insoportable; a veces temía volver y tener que enfrentarme con el desorden, los olores y los trastornos. Pero ahora que ha muerto querría que estuviera como antes. La detesto. Es una casa cursi, afectada, aburrida y convencional, un museo para alguien con el corazón muerto. Me gustaría romperlo todo.

– ¿Te serviría de ayuda que yo fuera allí?

– ¿Lo dices en serio, Frances? -Ella captó con alegría un destello de alivio en su voz-. ¿Estás segura de que no será demasiada molestia?

– Claro que no será ninguna molestia. Salgo enseguida. Aún no son las seis y media; puede que Claudia no se haya marchado todavía. Si la encuentro, le pediré que me lleve hasta la estación de Bank y tomaré la Central Line. Será lo más rápido. Si ya no está, pediré un taxi.

Frances colgó el auricular. Lo sentía por Rupert, pero sólo lo había visto una vez, años antes, cuando acudió a Innocent House. Y sin duda esa muerte durante tanto tiempo esperada, aguardada con tanto sufrimiento exento de quejas, debía de haberle llegado como una liberación. Pero James la había llamado, la necesitaba, quería estar con ella. Se sentía embargada de alegría. Cogió la chaqueta y el chal del perchero de la entrada y casi se arrojó escaleras abajo para correr hacia Innocent Lane. Pero la puerta de Innocent House estaba cerrada y no se veía brillar ninguna luz a través de la ventana de la sala de recepción. Claudia se había marchado. Echó a correr hacia Innocent Walk, pensando que aún podía encontrarla en el coche, pero vio que la puerta del garaje estaba cerrada. Llegaba demasiado tarde.

Decidió llamar un taxi desde el teléfono de pared que había en el pasaje, ante el número 10; sería más rápido que volver a su piso. Fue al llegar ante las puertas del garaje cuando oyó el sonido inconfundible de un motor en marcha. Eso la sorprendió y la desconcertó. El Porsche de Claudia, su querido 911, era demasiado antiguo para estar provisto de catalizador. ¿Cómo podía cometer la imprudencia de tener el motor en marcha dentro de un garaje cerrado? Tal descuido no era propio de Claudia.

La puerta que daba al número 10 estaba cerrada con llave. Eso en sí no era de extrañar: Claudia siempre entraba en el garaje por allí y después la cerraba. Pero sí resultaba extraño encontrar la luz del pasaje aún encendida y la puerta lateral del garaje entornada. Frances gritó el nombre de Claudia, se precipitó hacia la puerta y la abrió de un empujón.

La luz estaba encendida, una luz dura, cruel, sin sombras. Frances se quedó petrificada, con todos los músculos y nervios paralizados por un segundo de revelación y horror instantáneos. Él estaba arrodillado junto al cuerpo, pero al verla se puso en pie y se acercó en silencio hasta bloquear la puerta. Frances lo miró a los ojos: eran los mismos ojos de siempre, llenos de sabiduría y un tanto fatigados, unos ojos que habían visto demasiado y durante demasiado tiempo.

– ¡Oh, no! -susurró-. Gabriel, tú no. Oh, no.

No gritó. Era tan incapaz de gritar como de moverse. Cuando él le habló, lo hizo con la voz apacible que ella tan bien conocía.

– Lo siento, Frances. ¿Te das cuenta, verdad, de que no me es posible dejarte ir?

Y entonces ella se tambaleó y sintió que se sumía en una piadosa oscuridad.

61

En el cuartito de los archivos Daniel consultó su reloj. Las seis en punto. Llevaba dos horas allí, pero no había perdido el tiempo. Por lo menos había encontrado algo; las dos horas de búsqueda se habían visto recompensadas. Quizá no resultara útil para la investigación, pero tenía cierto interés. Cuando presentara la confesión al equipo, tal vez el jefe considerase que su intuición había quedado vindicada, aunque de un modo menos fructífero de lo que se esperaba, y ordenase la suspensión de la búsqueda. Nada le impedía darla ya por terminada.

Sin embargo, el éxito había reavivado su interés: casi había llegado al final de una hilera. Ya que estaba en ello, podía bajar y examinar la treintena de carpetas que le quedaba por revisar en el estante superior. Le gustaba que cada tarea tuviese un final limpio y definido. Además, todavía era temprano; si se marchaba, se sentiría en la obligación de volver a Wapping, y en aquellos momentos no le apetecía afrontar de nuevo la comprensión o la piedad de Kate. Así pues, desplazó la escalera de mano a lo largo de la estantería.

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