P. James - El Pecado Original

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Después de su aclamada novela Hijos de los hombres, una incursión en la utopía negativa, P. D. James regresa al género que más la caracteriza, el policial clásico, y a su detective y poeta, el inconformista Adam Dalgliesh.
Pecado original transcurre en el ámbito de una editorial de larga data, ubicada en un palacete estilo veneciano sobre el río Támesis. La editorial Peverell, fundada en 1792, atraviesa momentos decisivos. Henry Peverell, su presidente, acaba de morir; su socio francés, Jean Philippe Etienne, se ha jubilado, y el inescrupuloso hijo de éste, Gerard, ha asumido la presidencia y la gerencia general de la casa editora.
Gerard Etienne se ha ganado enemigos: una amante despechada, un autor rechazado y humillado, y los sufridos colegas de Peverell. Cuando lo encuentran muerto en las instalaciones de la editorial, con el cuerpo extrañamente profanado, no faltan sospechosos.

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Yo, Francis Peverell, escribo esto de mi propia mano el día 4 de septiembre de 1850 en Innocent House, en mi última agonía. La enfermedad que se ha apoderado de mí desde hace dieciocho meses pronto habrá concluido su tarea y, por la gracia de Dios, quedaré libre. Mi mano ha escrito las palabras «por la gracia de Dios» y no voy a borrarlas. No tengo ni fuerzas ni tiempo para correcciones. Sin embargo, lo máximo que puedo esperar de Dios es la gracia de la extinción. No albergo esperanzas de Paraíso ni temo los dolores del Infierno, puesto que he sufrido ya mi Infierno aquí en la tierra durante los últimos quince años. He rehusado todos los paliativos para mi presente agonía. No he tocado el láudano del olvido. La muerte de mi mujer fue más piadosa que la mía. Esta confesión no puede traer solaz ni a la mente ni al cuerpo, puesto que no he pedido absolución ni confesado mi pecado a ningún alma viviente. Tampoco lo he reparado. ¿Cómo puede un hombre reparar el asesinato de su esposa?

Escribo estas palabras porque la justicia a su memoria exige que se cuente la verdad. Sin embargo, no me resuelvo a hacer confesión pública ni a lavar de su memoria la mancha del suicidio. La maté porque necesitaba su dinero para terminar las obras de Innocent House. Me había gastado lo que ella aportó como dote, pero quedaban otros capitales invertidos que me habían sido negados y que a su muerte pasarían a mi poder. Ella me quería, pero se negaba a entregármelos, pues consideraba mi pasión por la casa una obsesión y un pecado. Creía que me ocupaba más de Innocent House que de ella o de nuestros hijos, y tenía razón.

El acto no hubiera podido resultar más fácil. Era una mujer reservada, cuya timidez y escasa afición a la compañía le impedían tener amistades íntimas. Todos sus parientes habían muerto y la servidumbre la tenía por desdichada. Por ello, para preparar el terreno, les confié a algunos de mis colegas y amigos que me sentía inquieto por su estado de salud y de ánimo. El veinticuatro de septiembre, en una serena noche de otoño, la hice subir al tercer piso con la excusa de mostrarle algo. Estábamos solos en la casa, aparte del servicio. Salió conmigo al balcón. Era una mujer delgada y fue cuestión de segundos alzarla en vilo y arrojarla a la muerte. Luego, sin apresurarme, bajé a la biblioteca. Cuando vinieron a darme la terrible noticia me encontraron allí sentado, leyendo tranquilamente. Nunca sospecharon de mí. ¿Por qué iban a hacerlo? Nadie podía sospechar que un hombre respetable hubiera asesinado a su esposa.

He vivido para Innocent House y matado por ella, pero, desde la muerte de mi esposa, la casa no me ha proporcionado ningún placer. Dejo esta confesión para que se transmita al hijo mayor de cada generación e imploro a quienes la lean que guarden el secreto. La recibirá en primer lugar mi hijo Francis Henry, y luego, con el tiempo, su hijo, y todos mis descendientes. No me queda nada que esperar en esta vida ni en la próxima, y no tengo ningún mensaje que dar. Escribo porque es necesario que cuente la verdad antes de morir.

Había firmado al pie con el nombre y la fecha.

Después de leer la confesión, Daniel permaneció inmóvil en su asiento durante dos largos minutos, cavilando. No sabía por qué esas palabras, que le hablaban desde una distancia de más de un siglo y medio, le habían afectado tan poderosamente. Le parecía que no tenía derecho a leerlas, que lo adecuado sería volver a dejar la hoja dentro del Libro del Rezo, envolver de nuevo el libro y depositarlo otra vez en la estantería. Sin embargo, suponía que debería comunicarle por lo menos a Dalgliesh lo que había descubierto. ¿Era esta confesión el motivo de que Henry Peverell se hubiera mostrado tan reacio a que nadie examinara los archivos? Él debía de conocer su existencia. ¿Se la habían dado a leer al llegar a la mayoría de edad, o acaso se había perdido antes de llegar a sus manos para convertirse en una leyenda de familia de la que se hablaba en susurros, pero sin reconocer abiertamente su realidad? En todo caso, no podía tener ninguna relación con la muerte de Gerard: era una tragedia de los Peverell, una vergüenza de los Peverell, tan antigua como el papel que había recogido la confesión. Resultaba comprensible que la familia quisiera guardar el secreto; sería muy desagradable tener que explicar, cada vez que alguien admiraba la casa, que el dinero con que se había construido procedía de un asesinato. Tras una breve reflexión, puso el papel donde lo había encontrado, envolvió cuidadosamente el Libro del Rezo y lo dejó a un lado.

Sonó un ruido de pasos, leves pero claramente audibles, que se acercaban por la sala de los archivos. Por un instante, recordando a aquella esposa asesinada, le recorrió un ligero estremecimiento de temor supersticioso. Pero enseguida se impuso la razón: eran los pasos de una mujer viva, y él sabía de quién.

Claudia Etienne se detuvo en la puerta y preguntó sin preámbulos:

– ¿Tiene para mucho?

– No. Quizás una hora, o puede que menos.

– Yo me iré a las seis y media. Dejaré todas las luces apagadas menos las de la escalera. ¿Querrá apagarlas usted cuando se vaya y conectar la alarma?

– Por supuesto.

Abrió la carpeta más cercana y fingió estudiar su contenido. No quería hablar con ella. En aquellas circunstancias, sería una imprudencia dejarse arrastrar a una conversación sin la presencia de terceros.

Claudia prosiguió.

– Lamento haber mentido acerca de mi coartada para la muerte de Gerard. Lo hice en parte por miedo; pero más que nada por el deseo de evitar complicaciones. Pero no lo maté yo; no fue ninguno de nosotros. -Él no respondió ni la miró. Claudia le interrogó, con una nota de desesperación-. ¿Cuánto va a durar todo esto? ¿No puede decírmelo? ¿No tiene ni idea? El juez ni siquiera ha autorizado aún la incineración del cuerpo de mi hermano. ¿No comprende lo que esto significa para mí?

Entonces la miró. Si hubiera sido capaz de apiadarse de ella, al ver su cara en ese momento se habría apiadado.

– Lo siento -respondió-. Ahora no puedo hablar de eso.

Sin añadir una sola palabra, Claudia giró en redondo y se marchó. Daniel esperó hasta que se hubo apagado el rumor de sus pisadas y fue a cerrar con llave la puerta de la sala de los archivos. Hubiera debido recordar que Dalgliesh la quería cerrada en todo momento.

59

A las 6.25 Claudia guardó bajo llave las carpetas con las que había estado trabajando y subió a lavarse y a buscar el abrigo. La casa estaba profusamente iluminada. Desde la muerte de Gerard, detestaba trabajar sola en penumbra. Ahora, las arañas, los apliques de pared y los grandes globos situados al pie de la escalera alumbraban el esplendor de los techos pintados, las minuciosas tallas de la madera y las columnas de mármol de color; ya apagaría el inspector Aaron cuando bajara. Se arrepentía de haber cedido al impulso de ir al cuartito de los archivos. Había subido con la esperanza de que, al verlo a solas, podría sonsacarle alguna información sobre el desarrollo de la investigación, alguna idea aproximada de cuándo iba a terminar. El impulso había sido una locura, y su resultado una humillación. Para él, ella no era una persona; no la veía como un ser humano, como una mujer sola, asustada, abrumada por inesperadas y gravosas responsabilidades. Para él, para Dalgliesh, para Kate Miskin, no era más que uno de los sospechosos, quizás el principal. Se preguntó si todas las investigaciones de asesinato deshumanizaban a quienes se veían afectados por ellas.

La mayor parte de los empleados dejaban el coche aparcado tras la cancela cerrada con llave de Innocent Passage. Claudia era la única que utilizaba el garaje. Estaba muy encariñada con su Porsche 911; ya tenía siete años, pero no quería cambiarlo y le disgustaba dejarlo a la intemperie. Abrió la puerta del número 10, cruzó el pasaje y entró en el garaje. Alzó la mano hacia el interruptor de la luz y lo accionó. No ocurrió nada; evidentemente, se había fundido la bombilla. Y entonces, mientras permanecía allí indecisa, percibió el sonido de una respiración suave y la abrumó el conocimiento, inmediato y aterrador, de que alguien esperaba agazapado en la oscuridad. Justo en aquel momento, un lazo de cuero cayó sobre su cabeza y se cerró en torno a su cuello. Notó un violento tirón hacia atrás y el crujido del choque contra el hormigón, que la aturdió por unos instantes, y luego su roce en la nuca.

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