Siguió adelante. La carretera, con sus vueltas y revueltas, parecía interminable. El viento, que había empezado a arreciar, azotaba suavemente el coche. Y allí estaba por fin el desvío a la derecha que conducía a Bradwell-on-Sea; Daniel vio que estaba cruzando las afueras del pueblo, en dirección a la maciza torre de la iglesia y las luces del pub. Giró una vez más hacia las marismas y el mar. No se veía ni rastro del coche de Dauntsey, y no había manera de saber cuál de los dos llegaría antes a Othona House. Daniel sólo sabía que aquél sería el fin del viaje para los dos.
Se abrió la portezuela de atrás. Después de la envolvente oscuridad, del olor de la gasolina, de la alfombra, de su propio miedo, el aire fresco iluminado por la luna acarició el rostro de Frances como una bendición. La joven sólo oía el suspiro del viento, sólo veía la silueta oscura que se inclinaba sobre ella. Gabriel extendió las manos y manipuló torpemente la mordaza. Por un instante ella notó el roce de sus dedos sobre la mejilla. Luego él se agachó y le desató los tobillos. Los nudos no eran complicados; de haber tenido las manos libres, ella misma habría podido deshacerlos. Gabriel no necesitó cortar las ataduras. ¿Significaba eso que no llevaba ningún cuchillo? Pero a Frances ya no le inquietaba su propia seguridad. De pronto, tuvo el convencimiento de que no la había llevado allí para matarla. Gabriel tenía otras preocupaciones, para él más importantes.
Le habló con una voz natural y apacible, la voz que ella había conocido, la que despertaba su confianza, la que le gustaba oír.
– Si te vuelves, Frances, me será más fácil desatarte las manos.
Habría podido ser su libertador quien le hablaba, no su carcelero. Frances se volvió y en unos segundos tuvo las manos libres. Intentó sacar las piernas del coche, pero las tenía rígidas y él le tendió una mano para ayudarla.
– No me toques -dijo ella.
Las palabras resultaron ininteligibles: la mordaza había estado más apretada de lo que ella creía, y tenía la mandíbula fija en un rictus de dolor. Pero él la entendió. Retrocedió de inmediato y se quedó mirándola mientras ella descendía penosamente y se apoyaba en el vehículo para sostenerse en pie. Era el momento que había estado esperando, la oportunidad de escapar corriendo, poco importaba hacia dónde. Pero Gabriel se había desentendido de ella y Frances comprendió que no hacía falta correr, que no valía la pena tratar de huir. La había llevado hasta allí por necesidad, pero ya no constituía un peligro para él, su presencia ya no tenía importancia. Los pensamientos de Dauntsey se hallaban en otro lugar. Frances podía escapar a trompicones con sus piernas entumecidas; él no se lo impediría ni trataría de seguirla. Estaba alejándose de ella, mirando hacia el contorno oscuro de una casa, y Frances pudo percibir la intensidad de su concentración. Para él, aquél era el final de un largo viaje.
– ¿Dónde estamos? -le preguntó-. ¿Qué sitio es éste?
Él respondió con voz cuidadosamente controlada.
– Othona House. He venido a ver a Jean-Philippe Etienne.
Se dirigieron juntos hacia la puerta principal. Gabriel tiró de la campanilla. Ella oyó su tañido aun a través de la gruesa plancha de roble. La espera no fue larga. Oyeron el chirrido del cerrojo y el girar de la llave en la cerradura. Después se abrió la puerta y la robusta silueta de una mujer de edad vestida de negro se recortó contra la luz del recibidor.
– Monsieur Etienne vous attend -dijo.
Gabriel se volvió hacia Frances.
– No creo que conozcas a Estelle, el ama de llaves de Etienne. No te preocupes. Dentro de unos minutos podrás llamar para pedir ayuda. Mientras tanto, si quieres ir con Estelle, ella se ocupará de ti.
Ella replicó:
– No necesito que nadie se ocupe de mí. No soy una niña. Me has traído contra mi voluntad; ahora que estoy aquí, me quedo contigo.
Estelle los condujo por un largo pasillo embaldosado que llevaba a la parte posterior de la casa y, una vez ante la puerta, se apartó para cederles el paso. La habitación, obviamente un estudio, estaba recubierta de paneles oscuros, y el aire estancado conservaba el aroma penetrante del humo de leña. En la chimenea de piedra, las llamas se movían como lenguas y la madera crepitaba y siseaba. Jean-Philippe Etienne se hallaba sentado en un gran sillón de orejeras a la derecha del hogar. No se levantó. De pie junto a la ventana, mirando hacia la puerta, estaba el inspector Aaron. Llevaba puesto un voluminoso chaquetón de piel de cordero que contribuía a subrayar la corpulencia de su figura. Tenía el semblante muy pálido, pero en aquel momento un leño se partió y, por un instante, la crepitante llama lo hizo resplandecer de vida rubicunda. Sus cabellos estaban desordenados, revueltos por el viento. Debía de haber llegado justo antes que ellos, pensó Frances, y aparcado su coche fuera de la vista.
Sin prestar atención a la joven, el inspector se dirigió inmediatamente a Dauntsey.
– Le he seguido hasta aquí. Tengo que hablar con usted.
Se sacó un sobre del bolsillo, extrajo una fotografía de su interior y, tras depositarla sobre la mesa, contempló el rostro de Dauntsey en silencio. Nadie se movió.
Dauntsey contestó:
– Ya sé lo que ha venido a decirme, pero el momento de hablar ha pasado. No está aquí para hablar, sino para escuchar.
Fue entonces cuando Aaron pareció advertir la presencia silenciosa de Frances.
– ¿Por qué está usted aquí? -le preguntó en tono brusco, casi acusador.
A Frances aún le dolía la boca, pero respondió con voz firme y clara.
– Porque me ha traído por la fuerza. He venido atada y amordazada. Gabriel ha matado a Claudia. La ha estrangulado en el garaje. He visto el cadáver. ¿No va a detenerlo? Ha matado a Claudia y mató a los otros dos.
Etienne se había puesto en pie y en aquel momento emitió un sonido extraño, algo entre un gemido y un suspiro, y volvió a desplomarse en el sillón. Frances corrió hacia él.
– Lo siento, lo siento mucho -dijo-, debería de haberlo dicho con más delicadeza.
Luego, al alzar la mirada, vio el rostro horrorizado del inspector Aaron. El inspector se volvió hacia Dauntsey y le habló casi en un susurro.
– Así que ha terminado usted el trabajo.
– No se atormente, inspector. No habría podido salvarla. Ya estaba muerta antes de que saliera usted de Innocent House. -Se volvió hacia Jean-Philippe Etienne-. En pie, Etienne -le ordenó-. Quiero verte de pie.
Etienne se incorporó lentamente en el sillón y extendió la mano hacia el bastón. Se levantó con su ayuda. Hizo un esfuerzo visible por tenerse en pie, pero se tambaleó y quizás habría caído si Frances no se hubiera adelantado para sostenerlo por la cintura. No dijo nada, pero mantuvo la vista fija en Dauntsey.
Éste prosiguió:
– Pasa detrás del sillón. Puedes apoyarte en él.
– No necesito apoyarme. -Apartó el brazo de Frances con firmeza-. Sólo ha sido un entumecimiento pasajero por haber estado sentado. No pienso ponerme detrás del sillón como si estuviera en el banquillo. Si has venido aquí como juez, no olvides que lo habitual es escuchar los alegatos antes del juicio y castigar únicamente si hay un veredicto de culpabilidad.
– Ya ha habido un juicio. Lo he celebrado yo durante más de cuarenta años. Ahora te pido que reconozcas que entregaste a mi mujer y mis hijos a los alemanes, que de hecho los enviaste a Auschwitz para que fueran asesinados.
– ¿Cómo se llamaban?
– Sophie Dauntsey, Martin y Ruth. Utilizaban el apellido de Loiret. Tenían documentos falsos. Tú eras una de las contadas personas que lo sabían. Sabías que eran judíos, sabías dónde vivían.
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