P. James - Muerte en la clínica privada

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Muerte en la clínica privada: краткое содержание, описание и аннотация

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Cuando la prestigiosa periodista de investigación Rhoda Gradwyn ingresa en Cheverell-Powell, en Dorset, para quitar una antiestética y antigua cicatriz que le atraviesa el rostro, confía en ser operada por un cirujano célebre y pasar una tranquila semana de convalecencia en una de las mansiones más bonitas de Dorset. Nada le hace presagiar que no saldrá con vida de Cheverell Manor. El inspector Adam Dalgliesh y su equipo se encargarán del caso. Pronto toparán con un segundo asesinato, y tendrán que afrontar problemas mucho más complejos que la cuestión de la inocencia o la culpabilidad.

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– Abuela, ¿tú crees en Dios? -había preguntado ella.

– Vaya pregunta más tonta. No empieces a preguntarte por Dios a tu edad. De Dios sólo tienes que recordar una cosa. Cuando te estés muriendo, manda llamar a un sacerdote. El se ocupará de ti.

– Pero supongamos que no sé que me estoy muriendo.

– La gente suele darse cuenta. Entonces tienes tiempo suficiente para comenzar a preocuparte de Dios.

Bueno, ahora mismo ella no tenía por qué preocuparse. AD era hijo de un sacerdote y había interrogado a curas antes. Quién mejor para vérselas con el reverendo Curtis.

Se metieron en Balaclava Gardens. Si alguna vez había habido allí jardines, ahora sólo quedaba algún que otro árbol. Aún permanecían en pie muchas de las casas adosadas victorianas originales, pero la número dos así como cuatro o cinco más allá eran viviendas cuadradas y modernas de ladrillo rojo. La número dos era la más grande, tenía un garaje a la izquierda y una pequeña extensión delantera de césped con un arriate en el centro. La puerta del garaje estaba abierta, y dentro había un Ford Focus azul oscuro matrícula W341 UDG.

Kate llamó al timbre. Antes de que hubiera respuesta alguna percibió la voz de una mujer y el grito agudo de un niño. Tras cierta tardanza, se oyó un ruido de llaves que giraban y se abrió la puerta. Vieron a una mujer joven, bonita y muy rubia. Llevaba pantalones y bata, y un niño agarrado a la cadera derecha mientras otros dos, a todas luces gemelos, tiraban de ambas perneras. Eran miniaturas de su madre, cada uno con la misma carita redonda, el pelo color trigo cortado en flequillo y los ojos grandes que ahora miraban fijamente a los recién llegados en una evaluación impasible.

Dalgliesh sacó la orden judicial.

– ¿Señora Curtís? Soy el comandante Dalgliesh, de la Policía Metropolitana. Le presento a la inspectora Miskin. Hemos venido a ver a su esposo.

– ¿La Policía Metropolitana? -dijo la mujer, que parecía sorprendida-. Esto es nuevo. De vez en cuando viene por aquí la policía local. A veces algunos jóvenes de los bloques causan problemas. Son muchos… los de la policía local me refiero. En fin, entren por favor. Lamento haberles hecho esperar, pero es que tengo dos cerraduras de seguridad. Es horrible, este año Michael ha sido asaltado dos veces. Por eso tuvimos que quitar el letrero que indicaba la vicaría. -A continuación gritó con una voz carente de preocupación-: Michael, cariño. Hay aquí gente de la Met.

El reverendo Michael Curtis llevaba una sotana y lo que parecía una vieja bufanda universitaria anudada al cuello. Kate se alegró de que la señora Curtis cerrara la puerta de la calle tras ellos. La casa le pareció fría. El sacerdote se acercó y les estrechó la mano con aire bastante distraído. Era mayor que su mujer, pero quizá no tan viejo como parecía, su cuerpo delgado y algo encorvado contrastaba con el encanto de la mujer metida en carnes. El cabello castaño, con un flequillo de monje, empezaba a encanecer, pero los ojos bondadosos eran vigilantes y sagaces y cuando cogió la mano de Kate, el apretón reveló seguridad en sí mismo. Tras dirigir a su esposa y sus hijos una mirada de amor desconcertado, indicó una puerta a su espalda.

– ¿Vamos al estudio?

Era una habitación mayor de lo que había imaginado Kate. La cristalera daba a un pequeño jardín. Estaba claro que no se había hecho ningún intento por cultivar los arriates ni cortar el césped. El reducido espacio había sido entregado a los niños: había una estructura de barras, un cajón de arena y un columpio.

Se veían varios juguetes esparcidos por la hierba. El estudio olía a libros y, pensó ella, ligeramente a incienso. Había un escritorio lleno de cosas, una mesa con montones de libros y revistas pegada a la pared, una estufa moderna de gas con una sola franja encendida, y a la derecha un crucifijo y un reclinatorio para arrodillarse. Delante de la estufa había dos sillones algo estropeados.

– Creo que estos dos sillones serán lo bastante cómodos -dijo el señor Curtis.

Tras sentarse a la mesa, acercó la silla giratoria hasta quedar frente a ellos, las manos en las rodillas. Parecía algo perplejo pero totalmente tranquilo.

– Queremos hacerle unas preguntas sobre su coche -dijo Dalgliesh.

– ¿Mi viejo Ford? No creo que nadie lo haya cogido ni utilizado para cometer un crimen. Es muy fiable teniendo en cuenta su edad, pero no corre mucho. No creo que nadie lo haya usado con malas intenciones. Como ya habrán visto, se halla en el garaje. Está perfectamente.

– El viernes por la noche alguien lo vio aparcado cerca de la escena de un crimen grave -explicó Dalgliesh-. Quienquiera que lo condujera quizá vio algo que podría ayudarnos en nuestra investigación. Tal vez viera otro coche o a alguien actuando de manera sospechosa. ¿Estaba usted en Dorset el viernes por la noche, padre?

– ¿En Dorset? No, el viernes estuve aquí con los miembros del Consejo Parroquial desde las cinco. Da la casualidad que esa noche no fui yo quien utilizó el coche. Se lo presté a un amigo, que había llevado el suyo a una revisión y a que le hicieran la ITV. Por lo visto tenía que hacer ciertas cosas, concretamente acudir a una cita, de modo que me pidió prestado el mío. Le dije que si me mandaban llamar, yo podía utilizar la moto de mi esposa. Seguro que él se alegrará de ayudar en lo que pueda.

– ¿Cuándo le devolvió el coche?

– Sería a primera hora de ayer por la mañana, antes de que nos levantáramos. Recuerdo que el coche ya estaba cuando fui a oficiar la misa de las siete. Mi amigo había dejado una nota de agradecimiento en el salpicadero y llenado el depósito. No me extrañó; es siempre muy atento. ¿Ha dicho Dorset? Es un largo trecho. Creo que si él hubiera visto algo sospechoso o hubiera presenciado algún incidente, habría telefoneado y me lo habría dicho. De hecho, desde que regresó no hemos hablado.

– Cualquiera que estuviera cerca de la escena del crimen podría tener información valiosa sin ser consciente de su importancia -dijo Dalgliesh-. Podría haber visto algo que en su momento quizá no pareció extraño ni sospechoso. ¿Nos puede dar su nombre y su dirección? Si vive aquí y podemos verlo ahora, nos ahorraremos tiempo.

– Es el director de la escuela local, la Escuela de Droughton Cross. Stephen Collinsby. Ahora lo encontrarán allí. Por lo general va los domingos por la tarde a preparar la semana siguiente en paz. Les apuntaré la dirección. Está muy cerca. Pueden ir andando si quieren dejar el coche aquí. En nuestro camino de entrada está seguro.

Hizo girar la silla, abrió el cajón de la izquierda y rebuscó un rato hasta encontrar una hoja de papel en blanco y se puso a escribir. Luego la dobló cuidadosamente y se la dio a Dalgliesh.

– Collinsby es nuestro héroe local -dijo-. Bueno, a estas alturas se ha convertido ya casi en un héroe nacional. Quizás han leído algo en los periódicos o han visto en la televisión este programa educativo en el que sale. Es un hombre inteligente. Ha dado un vuelco a la Escuela de Droughton Cross. Y todo se ha hecho en virtud de principios que supongo que la mayoría de las personas respaldarían pero que otras no parecen capaces de llevar a la práctica. Él cree que cada niño tiene un talento, una destreza o una capacidad intelectual que puede mejorar su vida, y es cometido de la escuela descubrirlo y potenciarlo. Por supuesto necesita ayuda y tiene a toda la comunidad implicada, en especial a los padres. Yo soy miembro del consejo escolar, así que hago lo que puedo. Aquí doy clases de latín a dos niños y dos niñas una vez cada quince días con la ayuda de la esposa del organista, que suple mis deficiencias. El latín no está en el plan de estudios. Vienen porque quieren aprender la lengua; enseñarles es increíblemente gratificante. Además, uno de nuestros coadjutores dirige el club de ajedrez con su mujer. En ese club hay chicos con un talento poco común para el juego y un enorme entusiasmo, chicos de los que habría cabido pensar que jamás lograrían nada. Si uno queda campeón de la escuela con la posibilidad de competir por el título del condado, no tiene que ganarse el respeto llevando un cuchillo. Perdónenme por hablar tanto, pero es que desde que conozco a Stephen y soy miembro del consejo tengo cada vez más interés en la educación. Y anima mucho ver que las cosas buenas suceden pese a tenerlo todo en contra. Si disponen de tiempo para hablar con Stephen sobre la escuela, creo que sus ideas les fascinarán.

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