P. James - Muerte en la clínica privada

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Muerte en la clínica privada: краткое содержание, описание и аннотация

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Cuando la prestigiosa periodista de investigación Rhoda Gradwyn ingresa en Cheverell-Powell, en Dorset, para quitar una antiestética y antigua cicatriz que le atraviesa el rostro, confía en ser operada por un cirujano célebre y pasar una tranquila semana de convalecencia en una de las mansiones más bonitas de Dorset. Nada le hace presagiar que no saldrá con vida de Cheverell Manor. El inspector Adam Dalgliesh y su equipo se encargarán del caso. Pronto toparán con un segundo asesinato, y tendrán que afrontar problemas mucho más complejos que la cuestión de la inocencia o la culpabilidad.

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– Quizá la propia Gradwyn -dijo Benton-, dejándole entrar para lo que pensaba que sería una charla confidencial. Pero ¿el día de su operación? Raro, desde luego. Está asustado, es obvio, pero también ansioso. ¿Y por qué se queda en el chalet? Tengo la sensación de que miente sobre el asunto importante que quería discutir con Rhoda Gradwyn. Coincido en que es difícil verlo como asesino, pero aquí lo mismo pasa con todos. Y creo que ha mentido sobre el testamento.

Caminaban en silencio. Benton se preguntaba si había hablado demasiado. Pensó que debía resultar difícil para Warren ser parte de un equipo pero a la vez miembro de otra fuerza. Sólo participaban en las reuniones vespertinas los integrantes de la unidad especial, aunque, al verse excluido, Warren seguramente se sentía más aliviado que ofendido. Le había dicho a Benton que hacia las siete volvería en coche a Wareham, con su esposa y sus cuatro hijos. En general estaba demostrando que valía, y Benton le tenía simpatía, se sentía cómodo con el metro ochenta y cinco de músculo firme caminando a su lado. Tenía mucho interés en garantizar que la vida familiar de Warren no resultara muy alterada. Su esposa era de Cornualles, y esa mañana Warren había llegado con seis empanadas de Cornualles muy suculentas y de un sabor extraordinario.

3

Durante el viaje al norte, Dalgliesh habló poco. Eso no tenía nada de extraño, y a Kate esta taciturnidad no la incomodaba; viajar con Dalgliesh en amigable silencio siempre había sido un placer íntimo y curioso. Cuando ya se acercaban a la periferia de Droughton Cross, Kate concentró su atención en dar instrucciones precisas mucho antes de que llegara una bocacalle, y en pensar en el inminente interrogatorio. Dalgliesh no había telefoneado para avisar al reverendo Curtís de su llegada. Pero en principio no hacía falta, pues a los clérigos normalmente se les podía encontrar los domingos, si no en las vicarías o iglesias, en algún lugar de la parroquia. Además, una visita por sorpresa también tenía sus ventajas.

La dirección que buscaban era 2 Balaclava Gardens, la quinta bocacalle de Marland Way, una ancha avenida que conducía al centro de la ciudad. Aquí no había calma dominical. El tráfico era denso, coches, furgonetas de reparto y una serie de autobuses se amontonaban en la reluciente calzada. El chirriante estruendo era un continuo contrapunto discordante de la incesante estridencia de «Rudolf, el reno de la nariz roja», interrumpida con los primeros versos de los villancicos más conocidos. Sin duda, en el centro de la ciudad el «Festival de invierno» estaba siendo adecuadamente celebrado por la decoración municipal oficial, pero en esta carretera menos privilegiada, los esfuerzos individuales y descoordinados de los comerciantes y propietarios de cafeterías, los farolillos empapados de lluvia y las banderitas descoloridas, las rítmicas luces parpadeando del rojo al verde y al amarillo y el ocasional árbol navideño humildemente adornado parecían menos una celebración que una desesperada defensa contra la desesperación. Los rostros de los compradores vistos a través de las ventanillas laterales ensuciadas por la lluvia tenían el enternecedor aspecto insustancial de espectros en plena desintegración.

Escudriñando a través de la masa borrosa de la lluvia que no había cesado en todo el viaje, repararon en que podrían estar conduciendo por cualquier calle de un barrio deprimido, no exactamente monótono, sino más bien una amorfa mezcla de lo viejo y lo nuevo, lo descuidado y lo renovado. Hileras de tiendecitas eran interrumpidas por series de bloques altos bastante apartados de la calle y rodeados de rejas, y una fila de chalets bien conservados y obviamente del siglo XVIII formaba un inesperado e incongruente contraste con los restaurantes de comida para llevar, las agencias de apuestas y los chillones letreros de los comercios. Los viandantes, encorvados bajo la torrencial lluvia, parecían desplazarse sin objetivo aparente, o permanecían bajo el toldo protector de una tienda contemplando el tráfico. Sólo las madres que empujaban sus cochecitos de bebé, con las capuchas envueltas en plástico, mostraban un vigor apremiante y resuelto.

Kate rechazó el abatimiento teñido de culpa que siempre le invadía ante la imagen de bloques de pisos. Ella había nacido y se había criado en un lugar alargado y mugriento como éste, un monumento a las aspiraciones de la autoridad local y a la desesperación humana. Desde la infancia había sentido el impulso de escapar, liberarse del penetrante olor a orina de las escaleras, del ascensor siempre estropeado, de los graffitis, del vandalismo, de las voces estentóreas. Y había escapado. Se dijo a sí misma que probablemente ahora la vida en un bloque de pisos era mejor, incluso en el centro, pero no podía pasar por delante sin sentir que, en su liberación personal, algo que formaba inalienablemente parte de ella no había sido tanto rechazado cuanto traicionado.

Era imposible pasar por alto la iglesia de Saint John. Estaba a la izquierda de la avenida, un enorme edificio Victoriano con un chapitel dominante, situado en la confluencia con los jardines de Balaclava. Kate no entendía cómo una congregación local podía mantener esa cochambrosa aberración arquitectónica. Pues al parecer, con dificultades. En una alta valla publicitaria junto a la verja se veía una figura pintada parecida a un termómetro según la cual aún quedaban por recaudar trescientas cincuenta libras, y debajo las palabras «Por favor, ayuda a salvar nuestra torre». Una flecha señalando un ciento veintitrés mil parecía haberse quedado inmóvil desde hacía tiempo.

Dalgliesh se detuvo frente a la iglesia y fue a echar un vistazo rápido al tablón de anuncios. Tras deslizarse de nuevo en el asiento, dijo:

– Misa rezada a las siete, misa mayor a las diez y media, oficio de vísperas a las seis, confesiones de cinco a siete los lunes, miércoles y sábados. Con suerte lo encontraremos en casa.

A Kate le tranquilizaba que ese interrogatorio no tuvieran que hacerlo ella y Benton. Los años de experiencia formulando preguntas a una gran variedad de sospechosos le habían enseñado las técnicas aceptadas y, cuando era preciso, su modificación ante personalidades diferentes. Sabía cuándo la suavidad y la sensibilidad eran necesarias y cuándo se consideraban signo de debilidad. Había aprendido a no levantar nunca la voz ni a apartar la mirada. Pero este sospechoso, si acababa siéndolo, era de los que a ella no le resultaban fáciles de interrogar. Hay que admitir que no era sencillo considerar a un clérigo sospechoso de asesinato, pero acaso hubiera una explicación embarazosa, aunque menos horrenda, para el hecho de que se detuviera en ese lugar alejado y solitario a una hora tan avanzada de la noche. ¿Y cómo había que llamarlo? ¿Era vicario, rector, pastor, ministro, cura o sacerdote? ¿Debía llamarlo padre? Había oído todos los nombres en un momento u otro, pero las sutilezas, y de hecho la fe ortodoxa, de la religión nacional le eran ajenas. Las reuniones matutinas en su escuela de barrio eran decididamente multiconfesionales, con referencias ocasionales al cristianismo. Lo poco que sabía sobre la Iglesia oficial del país lo había aprendido inconscientemente en la arquitectura, la literatura y en los cuadros de las principales galerías. Se consideraba inteligente y tenía interés por la vida y las personas, y su trabajo, que le encantaba, había satisfecho en gran medida su curiosidad intelectual. Su credo personal basado en la sinceridad, la amabilidad, el coraje y la verdad en las relaciones humanas no tenía ninguna base mística ni falta que le hacía. La abuela que la había criado de mala gana le había dado sólo un consejo en materia religiosa, que Kate, ya a la edad de ocho años, había considerado inútil.

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