P. James - Sabor a muerte
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Había un candado en la caja, pero muy pequeño, y la propia caja era más frágil de lo que esperaba. Insertó el escoplo bajo la tapa e hizo palanca. Primero resistió, pero en seguida pudo oír el leve crujido de la madera al astillarse y la abertura se ensanchó. Aplicó más presión y de pronto el candado saltó con un chasquido tan fuerte que su eco resonó a través de la iglesia como un pistoletazo. Casi al mismo tiempo, fue contestado por un trueno. Los dioses, pensó, me están aplaudiendo.
Y entonces advirtió la presencia de una sombra que avanzaba hacia él y oyó una voz amablemente despreocupada, gentilmente autoritaria:
– Si buscas el botón, hijo mío, has llegado demasiado tarde. La policía lo ha encontrado.
VIII
La noche anterior, el padre Barnes había tenido otra vez el mismo sueño que le asaltó la noche del asesinato. Fue terrible, terrible en el momento de despertarse y no menos terrible cuando pensó más tarde en él, y como todas las pesadillas dejó la sensación de que no había sido una aberración, sino que estaba firmemente alojado en su subconsciente, animado por su propia y espantosa realidad, agazapado y presto a volver. El sueño había sido un horror en tecnicolor. Él estaba presenciando una procesión, no como parte de ella, sino de pie junto al bordillo de una acera, solo e ignorado. Al frente de la procesión iba el padre Donovan con su mejor casulla, contoneándose delante de la cruz procesional mientras los fieles salían en tropel de la iglesia, detrás de él, con caras sonrientes, cuerpos que saltaban y levantaban polvo, y estrépito de tambores metálicos. David, pensó él, bailando ante el Arca del Señor. Y entonces venía la custodia, muy alta bajo el palio. Pero cuando estuvo cerca, vio que no se trataba de un palio sino de la sucia y ajada alfombra de la sacristía pequeña de Saint Matthew, con su fleco meciéndose al inclinarse los palos de los porteadores, y lo que llevaban no era la custodia, sino el cadáver de Berowne, desnudo y sonrosado como un lechón ensartado, y con la garganta rajada.
Se despertó gritando, buscando la lamparilla de la mesita de noche. Noche tras noche se había repetido la pesadilla, hasta que el domingo anterior, misteriosamente, se vio libre de ella y durante varias noches su sueño fue profundo y tranquilo. Y, al regresar para cerrar la vacía y oscura iglesia después de haberse marchado Dalgliesh y la señorita Wharton, se encontró rezando para que no volviera a visitarle aquella noche.
Miró su reloj de pulsera. Sólo eran las cinco y cuarto, pero la tarde era tan oscura que parecía que fuera medianoche. Y, cuando llegó junto al pórtico, la lluvia empezó a caer. Hubo primero un relámpago y un trueno, tan intenso que pareció sacudir la iglesia. Pensó en lo inconfundible y estremecedor que resultaba ese ruido ultraterreno, mitad rugido y mitad explosión. No era extraño, pensó, que el hombre siempre lo hubiera temido, como si fuese la ira de Dios. Y entonces, inmediatamente, llegó la lluvia, cayendo desde el tejado del pórtico como un sólido muro de agua. Sería absurdo dirigirse hacia la vicaría con semejante tormenta. Quedaría empapado en cosa de segundos. Si no se hubiese empeñado en quedarse unos minutos más después de haberse marchado Dalgliesh, para anotar el dinero de las velas en su libro de la caja pequeña, probablemente le hubieran llevado en coche a casa, ya que el comandante había de dejar a la señorita Wharton en su casa, camino del Yard. Pero ahora no le quedaba más remedio que esperar.
Y entonces recordó el paraguas de Bert Poulson. Bert, que era el tenor del coro, lo había dejado en la sacristía después de la misa dominical. Volvió a entrar en la iglesia, dejando entreabierta la puerta norte, abrió la puerta de la verja y se dirigió hacia la sacristía principal. El paraguas seguía allí, y entonces se le ocurrió que tal vez debiera dejar una nota en el perchero. Teniendo en cuenta su carácter, Bert podía llegar temprano el domingo y empezar a armar jaleo cuando viera que el paraguas no estaba allí. El padre Barnes entró en la sacristía pequeña y, sacando una hoja de papel del cajón del escritorio, anotó: «El paraguas del señor Poulson está en la vicaría».
Acababa de escribir estas palabras y se estaba metiendo de nuevo el bolígrafo en el bolsillo cuando oyó el ruido. Fue un estampido considerable, y muy cercano. Instintivamente, salió de la sacristía pequeña y cruzó el pasillo. Detrás de la reja había un hombre joven, rubio, con un escoplo en la mano, y la caja de las limosnas estaba abierta de par en par.
Y entonces el padre Barnes lo supo. Supo a la vez quién era y por qué se encontraba allí. Recordó las palabras de Dalgliesh: «Nadie correrá peligro cuando sepa que hemos encontrado el botón». Pero durante un segundo, un solo segundo, sintió miedo, un terror abrumador e incapacitante que le privó del habla. Y después pasó, dejándole frío y débil, pero con la mente perfectamente clara. Lo que ahora sentía era una calma inmensa, una sensación de que nada podía hacer y de que nada había de temer. Todo estaba controlado. Avanzó tan decidido como si se dispusiera a saludar a un nuevo miembro de su parroquia, y supo que su cara denotaba la misma atención consciente y sentimental. Su voz sonó totalmente firme al decir:
– Si buscas el botón, hijo mío, has llegado demasiado tarde. La policía lo ha encontrado.
Los ojos azules centellearon ante los suyos. El agua se escurría como lágrimas en aquel rostro juvenil. Pareció de pronto la cara de un niño desolado y aterrorizado, y su boca, entreabierta, fue incapaz de pronunciar palabra. Y entonces oyó un gruñido y vio con ojos incrédulos las dos manos extendidas hacia él, temblorosas, y en aquellas manos había una pistola. Oyó su propia voz: «¡No, por favor, no!», y supo que no estaba implorando piedad porque allí no la había. Fue un último grito impotente ante lo insoslayable. Y, mientras lo estaba profiriendo, sintió un golpe violento y su cuerpo dio un brinco. Sólo momentos después, cuando chocó contra el suelo, oyó la detonación.
Alguien se desangraba sobre las losas de la nave. Se preguntó de dónde procedía aquella mancha que se agrandaba sin cesar. Más trabajo de limpieza, pensó. Sería difícil hacerla desaparecer. La señorita Wharton y las demás señoras se disgustarían. El chorro rojo se deslizaba, viscoso como el aceite, entre las losas. Ingeniería líquida, como en aquel anuncio de la televisión. En algún lugar, alguien gimoteaba. Era un ruido horrible, muy intenso. Verdaderamente, tendrían que callarse. Y entonces pensó: «Esta es mi sangre, soy yo el que sangra. Voy a morirme». No tuvo miedo, sino tan sólo un momento de terrible debilidad, seguida por una náusea más espantosa que cualquier otra sensación física experimentada hasta entonces. Pero, después, también esto pasó. Pensó: Si esto es morirse, no es tan difícil. Sabía que había palabras que debería decir, pero no estaba seguro de recordarlas y no importaba. Pensó: Debo abandonarme, tan sólo abandonarme.
Estaba inconsciente cuando al fin dejó de brotar la sangre. Nada oyó cuando, casi una hora más tarde, la puerta se abrió lentamente y las recias pisadas de un inspector de policía avanzaron por la nave en dirección a él.
IX
Desde el momento en que entró en la sala de accidentados y vio a su abuela, Kate supo que no le quedaba ya opción. La anciana estaba sentada en una silla junto a la pared, con una manta roja del hospital sobre los hombros y una gasa sujeta con esparadrapo a su frente. Parecía muy pequeña y muy asustada, con una cara más grisácea y arrugada que nunca y unos ojos ansiosos clavados en la puerta de entrada. A Kate le recordó un perro extraviado que, encerrado en la perrera de Notting Hill, esperaba su traslado al Hogar Canino de Battersea, y que, atado con un bramante a un banco, miraba, tembloroso, la puerta con la misma intensa añoranza. Al avanzar hacia ella, le pareció mirar a su abuela con aprensión, como si no se hubieran visto durante meses. Los signos bien patentes de deterioro, aquella pérdida de fuerzas y de amor propio que ella había ignorado o fingido no ver, de pronto destacaron con toda claridad. El cabello, que su abuela siempre había tratado de teñir con su color rojizo original, colgaba ahora en mechas verticales, blancas, grises y curiosamente anaranjadas, a cada lado de las hundidas mejillas; las manos moteadas y resecas como garras; las uñas melladas, en las que los restos de la pintura aplicada hacía meses persistían aún como sangre seca; los ojos todavía agudos, pero en los que brillaba ahora un primer destello de paranoia; el agrio olor de ropa y carne sin lavar.
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