P. James - Sabor a muerte

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Adam Dalgliesh tendrá que desvelar en esta ocasión el misterio que rodea el asesinato de dos hombres a los que la muerte ha unido pero que en vida raramente habrían coincidido: un barón y un vagabundo alcohólico. Antes de alcanzar su objetivo, no obstante, deberá enfrentarse a un crimen que conmueve la opinión pública e introducirse en las mansiones de la enigmática clase alta londinense.

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Empezó a llorar de nuevo, pero esta vez casi sin ruido, con un raudal de lágrimas silenciosas que descendía por su rostro, como si la causa del llanto fuese su anonadamiento y una desesperación más allá del dolor.

Pero había todavía preguntas que él tenía que hacer, y tenía que hacerlas ahora, al haber pasado ella de los extremos de la desdicha y la sensación de pérdida a la aceptación de la derrota. Le dijo:

– Cuando llegó el señor Swayne, ¿fue solo a alguna otra parte de la casa, además de la salita de usted y la cocina?

– Sólo para dejar su bolsa de aseo en el cuarto de baño.

Por lo tanto, tuvo oportunidad para entrar en el estudio. Prosiguió:

– Y cuando volvió, ¿llevaba algo en la mano?

– Sólo el periódico de la tarde. Ya lo llevaba cuando llegó.

Pero, ¿por qué no dejarlo en la parte trasera de la casa? ¿Por qué llevarse el periódico al cuarto de baño, a no ser que se propusiera utilizarlo para ocultar algo, un libro, una carpeta, tal vez unas cartas privadas? Generalmente, los suicidas destruyen sus papeles, y él podía encontrar algo en la casa para llevárselo y quemarlo. Probablemente había sido un hecho fortuito el que abriera el cajón y encontrara allí el dietario, al alcance de su mano.

Se volvió hacia Sarah Berowne y dijo:

– Es evidente que la señorita Matlock pasa un grave disgusto. Creo que le sentaría bien una taza de té. Tal vez alguien quiera tomarse la molestia de preparársela.

Ella replicó:

– Usted nos desprecia a todos, ¿verdad? A cada uno de nosotros.

Él dijo:

– Señorita Berowne, me encuentro en esta casa como un funcionario que efectúa una investigación. Aquí no tengo otro derecho y ninguna otra función.

Él y Massingham habían llegado a la puerta antes de que lady Ursula hablara, con voz clara, sin el menor titubeo.

– Antes de marcharse, comandante, creo que debe saber que ha desaparecido una pistola que había en la caja fuerte. Pertenecía a mi hijo mayor, y era una Smith and Wesson, calibre ocho. Mi nuera dice que Paul se desprendió de ella, pero creo más prudente suponer que está… -hizo una pausa y después añadió con delicada ironía-: Que está equivocada.

Dalgliesh se volvió hacia Barbara Berowne.

– ¿Pudo haberse apoderado de ella su hermano? ¿Conocía él la combinación de la caja?

– ¡Claro que no! ¿Por qué había de quererla Dicco? Paul se deshizo de ella. Me lo dijo. Pensaba que era peligrosa. La tiró. La arrojó al río.

Lady Ursula habló como si su nuera no estuviera presente.

– Pienso que puede usted dar por supuesto que Dominic Swayne conoce la combinación de la caja. Mi hijo la cambió tres días antes de morir. Tenía la costumbre de anotar la nueva combinación con lápiz en la última página de su dietario, hasta estar seguro de que él y yo la habíamos memorizado. Lo que hacía era rodear las cifras con un círculo en el calendario del año siguiente. Creo que ésa era la página que usted me enseñó, comandante. Había sido arrancada.

VII

Eran casi las cinco cuando compró el escoplo, el más recio que tenían en la tienda. Al final no había dispuesto de tiempo para ir a un almacén Woolworth's, pero se dijo a sí mismo que no importaba y adquirió la herramienta en una ferretería de Harrow Road. Tal vez el dependiente pudiera recordarle, pero ¿quién iba a preguntarlo? El robo sería considerado como una ratería sin importancia, y después él arrojaría el escoplo al canal. Y sin el escoplo para contrastarlo con las señales en el borde de la caja de limosnas, ¿cómo iban a relacionarlo a él con el delito? Era demasiado largo para el bolsillo de su americana, y por tanto lo metió junto con la pistola en la bolsa de lona. Le divertía llevar colgada del hombro aquella bolsa tan vulgar e inocua, notar el peso de la pistola y del escoplo junto a su flanco. No temía que le parasen. ¿Quién iba a pararle, un joven respetablemente vestido que se encaminaba tranquilamente a su casa al finalizar la jornada? Pero esta sensación de seguridad tenía unas raíces más profundas. Caminaba por aquellas calles monótonas con la cabeza alta, invencible, y le entraban ganas de reírse a carcajadas de aquellos rostros grises y estúpidos que pasaban a su lado con la vista al frente, o dirigida hacia el suelo como si escudriñaran instintivamente la acera, con la esperanza de encontrar alguna moneda caída. Estaban acorralados en sus vidas sin esperanza, recorriendo interminablemente los mismos perímetros desnudos, esclavos de la rutina y del convencionalismo. Sólo él había tenido el valor de liberarse. Era un rey entre los hombres, un espíritu libre. Y al cabo de unas horas estaría camino de España, en busca del sol. Nadie podía pararlo. La policía no tenía nada que justificara su retención, y ahora la única prueba física que le vinculaba al escenario del crimen se encontraba a su alcance. Tenía dinero suficiente para pasar dos meses, y después escribiría a Barbie. Todavía no había llegado el momento de decírselo, pero un día se lo contaría y ese día no podía tardar. La necesidad de decírselo a alguien se estaba convirtiendo en una obsesión. Casi había estado a punto de confiar en aquella solterona patética con la que había tomado unas copas en el Saint Ermin's Hotel. Después, casi se sintió asustado por ese anhelo de confesar, de tener a alguien que se maravillase ante su brillantez y su valor. Y, por encima de todo, necesitaba explicárselo a Barbie. Era Barbie quien tenía derecho a saber. Le diría que ella le debía su dinero, su libertad y su futuro a él, y ella sabría cómo mostrar su agradecimiento.

La tarde era tan oscura ahora que era como si fuese de noche, con el cielo espeso y velludo como una manta, un aire que costaba respirar y con el áspero sabor metálico de la inminente tormenta. Y precisamente cuando doblaba la esquina de la calle y veía la iglesia, estalló la tormenta. El aire y el cielo centellearon con el primer fogonazo del relámpago y, casi al mismo tiempo, se oyó el fragor del trueno. Dos goterones mancharon la acera ante él y empezó a caer una cortina de lluvia. Riéndose, corrió a buscar el refugio del pórtico de la iglesia. Incluso el tiempo estaba de su lado; la calle principal que conducía a la iglesia estaba desierta, y ahora él la contemplaba desde el pórtico, a través de la lluvia. Parecía ya como si las casas de apartamentos se estremecieran detrás de la cortina de agua. En la reluciente calzada brotaban chorros como fuentes y las bocas de alcantarilla engullían torrentes con un intenso gorgoteo.

Hizo girar lentamente la gran manija de hierro de la puerta. No estaba cerrada, sino ligeramente entreabierta. Pero él ya había esperado encontrarla abierta. Una parte de su mente creía que las iglesias, edificios de refugio y superstición, siempre estaban abiertas para los fieles. Pero nada podía sorprenderle a él, nada podía salir mal. La puerta rechinó al cerrarla tras él y avanzar en aquella tranquilidad de olor dulzón.

El templo era mayor de lo que había imaginado, tan frío que se estremeció y tan silencioso que por un momento creyó oír el jadeo de un animal, hasta que comprendió que era su propia respiración. No había ninguna luz artificial, excepto un solo candelabro y una lamparilla en una pequeña capilla lateral, donde el aire se teñía con un resplandor rojizo. Dos hileras de cirios ardían ante la estatua de la Virgen, vacilantes sus llamas en la corriente de aire producida por la puerta al cerrarse. Había una caja asegurada al pie del candelabro, pero sabía que no era ésta la que él buscaba. Había interrogado a fondo al chiquillo. La caja que contenía el botón se encontraba en el extremo oeste de la iglesia, frente a la reja ornamental. Pero no se apresuró. Avanzó por el centro de la nave, de cara al altar, y abrió los brazos como para tomar posesión de aquella vasta vaciedad, de aquella santidad, de aquel aire de olor dulzón. Ante él, el mosaico del ábside resplandecía con intensos tonos áureos y, al elevar la vista hacia los lienzos superiores, pudo ver en la penumbra las hileras de figuras pintadas, unidimensionales, inofensivamente sentimentales, como grabados de un libro infantil. El agua de lluvia se escurría entre sus cabellos como para lavarle la cara, y se rió cuando notó su sabor dulce en la lengua. Junto a sus pies se formó un pequeño charco. Después, lentamente, casi ceremoniosamente, se dirigió desde la nave al candelabro que había delante de la reja.

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