P. James - Sabor a muerte

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Adam Dalgliesh tendrá que desvelar en esta ocasión el misterio que rodea el asesinato de dos hombres a los que la muerte ha unido pero que en vida raramente habrían coincidido: un barón y un vagabundo alcohólico. Antes de alcanzar su objetivo, no obstante, deberá enfrentarse a un crimen que conmueve la opinión pública e introducirse en las mansiones de la enigmática clase alta londinense.

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La tormenta había cesado, pero de los grandes plátanos de Holland Park Avenue todavía se desprendían gruesas gotas de lluvia que se escurrían, desagradablemente frías, bajo el cuello de su abrigo. La tarde atravesaba la hora punta y sus oídos eran machacados por el zumbido y el rugido del tráfico, un ruido que rara vez advertía. Mientras esperaba para cruzar Ladbroke Grove, una furgoneta que circulaba con rapidez excesiva a través de los charcos formados junto a las bocas de alcantarilla, le salpicó las piernas con agua fangosa. Lanzó un grito de protesta, pero nadie pudo oírlo entre el estrépito de la calle. La tempestad había provocado la primera caída otoñal de hojas. Descendían lentamente, junto a las cortezas de los árboles, y se posaban, como esqueletos de delicadas venas, en el mojado pavimento. Al pasar por Campden Hill Square, miró hacia la casa de los Berowne. Quedaba oculta por los árboles del jardín de la plaza, pero podía imaginarse su vida secreta y tuvo que resistir la tentación de atravesar la calzada y acercarse para ver si ante ella se encontraba el Rover de la policía. Le parecía haber estado alejada de la brigada durante semanas, en vez de un solo día.

Se alegró al dejar atrás el fragor de la avenida y entrar en la relativa tranquilidad de su propia calle. Su abuela no pronunció palabra cuando tocó el timbre y pronunció su nombre en el interfono, pero hubo un zumbido y la puerta se abrió con sorprendente rapidez. La anciana debía de encontrarse cerca de la puerta. Metió las bolsas en el ascensor y ascendió, planta tras planta de vacíos y silenciosos pasillos.

Entró en el apartamento y, como hacía siempre, dio vuelta a la llave en la cerradura de seguridad. Después depositó las bolsas de comestibles sobre la mesa de la cocina y se volvió para recorrer los tres metros del vestíbulo hasta la puerta de la sala de estar. Había en el apartamento un silencio poco natural. ¿Habría apagado su abuela la televisión? Pequeños detalles, que le habían pasado desapercibidos en su estado obsesivo de enojo y desesperación, se unieron repentinamente: la puerta de la sala cerrada cuando ella la había dejado abierta, la rápida pero muda respuesta a su llamada desde la puerta de la calle, aquel silencio extraño. Mientras su mano se posaba en el pomo de la puerta de la sala y la abría, supo ya, con toda certeza, que algo malo sucedía. Mas para entonces ya era demasiado tarde.

Había amordazado a su abuela y la había atado a una de las sillas de comedor con tiras de tela blanca, probablemente, pensó Kate, una sábana rasgada. Él se encontraba de pie detrás de ella, con ojos centelleantes sobre una boca sonriente, como un extraño cuadro de juventud triunfal y vejez. Sostenía la pistola con ambas manos, bien nivelado el cañón, rígidos los brazos. Ella se preguntó si estaba familiarizado con las armas de fuego, o si era así como había visto empuñar una pistola en las series policíacas de la televisión. Tenía la mente curiosamente despejada. A menudo se había preguntado cómo se sentiría si se encontrara frente a este tipo de emergencia y le interesó comprobar que sus reacciones eran ahora las pronosticables. Incredulidad, shock, miedo. Y después la oleada de adrenalina, los engranajes de la mente asumiendo el control.

Cuando los ojos de los dos se encontraron, los brazos de él descendieron lentamente, y después apoyó el cañón del arma contra la cabeza de su abuela. Los ojos de ésta, sobre la mordaza, eran inmensos, grandes estanques negros de terror. Era extraordinario que aquellos ojos inquietos pudieran contener tal grado de súplica. Kate se sintió invadida por una compasión y una ira tan intensas que por un momento no se atrevió a hablar. Después dijo:

– Quítele esa mordaza. Le está sangrando la boca. Ha tenido ya una impresión muy fuerte. ¿Quiere que muera de dolor y miedo?

– Oh, no se morirá. Estas brujas no se mueren. Viven para siempre.

– No está muy fuerte y un rehén muerto no le servirá de nada.

– Bien, pero siempre la tengo a usted. Una mujer policía, algo mucho más valioso.

– ¿Lo cree? Sepa que a mí me tiene sin cuidado, a no ser por ella. Veamos, si quiere alguna cooperación por mi parte, quítele la mordaza.

– ¿Para que se ponga a chillar como un cerdo en el matadero? No es que yo sepa cómo chilla un cerdo en el matadero, pero sí sé el ruido que armaría ella. Soy particularmente sensible, y nunca he podido soportar los ruidos.

– Si grita, siempre puede amordazarla otra vez, ¿no le parece? Pero no lo hará. Yo me ocuparé de ello.

– Está bien. Acérquese y quítesela usted misma. Pero tenga cuidado. Recuerde que tengo la pistola junto a su cabeza.

Kate atravesó la habitación y puso una mano en la mejilla de su abuela.

– Voy a quitarte la mordaza, pero no debes hacer ningún ruido. Ni el más pequeño ruido. Si lo haces, él volverá a ponértela. ¿Prometido?

No hubo respuesta, sólo terror en aquellos ojos vidriosos. Pero seguidamente su cabeza asintió dos veces.

Kate dijo:

– No te preocupes, abuela. Estoy aquí. No pasará nada.

Las manos, rígidas, con los nudillos abultados y apergaminados, se aferraban a los brazos del sillón como si estuvieran pegadas a la madera. Kate puso sobre ellas las suyas. Eran como de caucho reseco, frías y sin vida. Las oprimió con sus cálidas palmas y sintió la transferencia física de vida, de esperanza. Suavemente, colocó la mano derecha junto a la mejilla de su abuela y se preguntó cómo pudo haber considerado alguna vez repulsiva aquella piel arrugada. Pensó: «No nos hemos tocado nunca durante quince años. Y ahora yo la estoy tocando, y con amor».

Cuando la mordaza se desprendió, él le hizo una seña para que se apartara y dijo:

– Quédese allí, junto a la pared. ¡Vamos!

Hizo lo que le ordenaban y sus ojos la siguieron.

Atada a su silla, su abuela abría y cerraba rítmicamente la boca, como un pez en busca de aire. Un hilillo de mucosidad sanguinolenta se deslizaba por su barbilla. Kate esperó hasta que pudo dominar su voz, y entonces dijo fríamente:

– ¿A qué viene ese pánico? No tenemos ninguna prueba real, y usted debe de saberlo.

– Sí, ahora sí la tienen.

Sin mover la pistola, volvió con la mano izquierda el borde de su chaqueta.

– Mi botón de recambio. Sus colegas del laboratorio no habrán dejado de ver este trozo de hilo que hay aquí. Es una lástima que estos botones sean tan característicos. Esto es culpa de tener un gusto tan refinado para la ropa. Papá siempre decía que esto sería mi desgracia.

Tenía una voz aguda, vidriosa, y unos ojos grandes y brillantes como si estuviera bajo el efecto de una droga. Ella pensó: En realidad no está tan tranquilo como quiere aparentar. Y ha estado bebiendo. Probablemente, le ha echado mano a mi whisky mientras esperaba. Pero eso le hace más peligroso, en vez de menos. Dijo:

– Un botón no es suficiente. Mire, no pierda la cabeza. Deje de hacer comedia y entrégueme la pistola. Vuelva a su casa y avise a su abogado.

– Es que en este preciso momento no creo poder hacerlo. Sepa que está también lo de ese maldito cura entrometido. O, mejor dicho, estaba ese maldito clérigo entrometido. Le tenía afición al martirio, pobre infeliz. Espero que esté disfrutando de él.

– ¿Ha matado al padre Barnes?

– Le he pegado un tiro. Por tanto, ya ve que nada tengo que perder. Si busco más bien Broadmoor que una prisión de alta seguridad, podríamos decir que cuanto más haya hecho tanto mejor.

Ella preguntó:

– ¿Cómo ha encontrado mi casa?

– En la guía telefónica, ¿cómo iba a ser, si no? Una entrada más bien discreta y poco explícita, pero supuse que era usted. Además, ni la menor dificultad para que la vieja me abriera la puerta. Me limité a decir que era el inspector jefe Massingham.

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