P. James - Sabor a muerte

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Adam Dalgliesh tendrá que desvelar en esta ocasión el misterio que rodea el asesinato de dos hombres a los que la muerte ha unido pero que en vida raramente habrían coincidido: un barón y un vagabundo alcohólico. Antes de alcanzar su objetivo, no obstante, deberá enfrentarse a un crimen que conmueve la opinión pública e introducirse en las mansiones de la enigmática clase alta londinense.

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De pie junto a la pared, con la pistola todavía apoyada en la cabeza de su abuela, Swayne mantenía los ojos clavados en ella, mientras Kate sacaba el paquete de carne picada y el de hígado de la nevera, para llenar la sartén. Dijo:

– ¿Ha estado alguna vez en California?

– No.

– Es el único lugar donde se puede vivir. Sol. Mar. Luz radiante. Personas que no son grises ni están asustadas o medio muertas. A usted no le agradaría. No es lugar para usted.

Ella preguntó:

– ¿Y por qué no regresa allí?

– No me lo puedo permitir.

– ¿El billete de avión o el gasto que supone vivir allí?

– Ni una cosa ni la otra. Mi padrastro me paga para mantenerme alejado. Perdería mi paga si regresara.

– ¿Y no podría conseguir un empleo?

– Sí, pero entonces tal vez perdiera otra cosa. Hay una pequeña historia con el Seurat de mi padrastro.

– Un cuadro, ¿no? ¿Qué hizo con él?

– Muy lista. ¿Cómo lo sabe? No creo que la historia del arte figure en el curriculum de la policía, ¿verdad?

– ¿Qué hizo con el cuadro?

– Lo atravesé varias veces con un cuchillo. Quería estropear algo que él estimase. En realidad, no es que lo tuviera en gran estima, pero sí el dinero que le costó. De todos modos, no hubiera sido muy acertado clavarle el cuchillo a mamá, ¿no cree?

– ¿Qué pasa con su madre?

– Bien, ella se lleva bien con mi padrastro. Ha de hacerlo, más o menos. Él es quien tiene el dinero. De todos modos, ella nunca se ha preocupado mucho por los chiquillos, al menos no por los suyos. Barbara es demasiado hermosa para ella; en realidad, no le gusta. La razón es que teme que a mi padrastro pueda gustarle demasiado.

– ¿Y usted?

– Ninguno de los dos quiere saber nada de mí. Nunca. Ni este padrastro, ni el anterior. Pero sabrán de mí. Ya lo creo.

Ella pasó la carne picada del envoltorio a la sartén y empezó a removerla con una espátula. Manteniendo tranquila la voz, como si aquello fuese una cena corriente y él un invitado corriente, dijo, dominando el chisporroteo de la carne que salteaba:

– En realidad, a esto habría que añadirle cebolla.

– Déjese de cebollas. ¿Y su madre?

– Mi madre está muerta y yo nunca conocí a mi padre. Soy bastarda.

Es mejor que se lo diga, pensó. Podía despertar alguna emoción: curiosidad, compasión, desprecio. No, compasión no. Pero incluso el desprecio sería algo. El desprecio era una respuesta humana. Si habían de sobrevivir, tenía que establecer alguna relación que no fuese la de miedo, odio o conflicto. Pero cuando él habló, en su voz sólo hubo una tolerancia divertida.

– ¿Es una de ésos? Todos los bastardos están llenos de complejos. Y sé lo que digo. Le contaré algo acerca de mi padre. Cuando yo tenía once años pidió que me hicieran un análisis de sangre. Vino un médico y me clavó una aguja en el brazo. Yo veía cómo mi sangre llenaba la jeringa. Me quedé aterrorizado. Lo hizo para demostrar que yo no era su hijo.

Ella afirmó con toda sinceridad:

– Una cosa terrible para hacérsela a un niño.

– Es que él era un hombre terrible. Pero me desquité. ¿Y por eso es usted policía, para vengarse de los demás?

– No, sólo para ganarme la vida.

– Hay otras maneras. Pudo haber sido una honrada puta. De ésas no hay las que harían falta.

– ¿Son esas las mujeres que a usted le gustan, las putas?

– No, lo que a mí me gusta no es tan fácil de encontrar. La inocencia.

– ¿Como Theresa Nolan?

– ¿De modo que está enterada? Yo no la maté. Sé mató ella.

– ¿Porque usted la obligó a abortar?

– Bien, difícilmente podía ella esperar tener el niño, ¿no le parece? ¿Y cómo está tan segura de que era mío? Nadie puede tener esa seguridad. Si Berowne no se acostaba con ella, deseaba hacerlo. ¡Vaya si lo deseaba! ¿Por qué, si no, me arrojó a aquel río? Yo hubiese podido hacer mucho por él, le hubiese podido ayudar si me lo hubiera permitido. Pero no podía dignarse siquiera hablar conmigo. ¿Quién se creía que era? Iba a dejar a mi hermana, nada menos que a mi hermana, por aquella triste puta suya, o por su Dios. ¿A quién diablos puede importarle por cuál? Se disponía a vender su casa, a sumirnos en la pobreza y el menosprecio. Me humilló delante de Diana. Pues bien, eligió un mal enemigo.

Su voz seguía siendo baja, pero a ella le pareció como si llenara toda la habitación, cargada de ira y de triunfo.

Pensó. «Bien puedo hacerle preguntas al respecto. Querrá hablar. Siempre lo hacen». Y le habló con indiferencia, mientras vertía la salsa de tomate en la sartén y alargaba la mano hacia el tarro de las especias.

– Sabía usted que él estaría en aquella sacristía. No podía haber salido de su casa sin decir dónde se le podía encontrar, sobre todo existiendo la posibilidad de que le llamara un hombre que se estaba muriendo. Dijo usted a la señorita Matlock que nos mintiera, pero ella sabía dónde estaba y se lo contó.

– Él le dio un número de teléfono, Yo sospeché que era el número de la iglesia, pero llamé a información y el número que me dieron para Saint Matthew era el mismo que él le había dejado a Evelyn.

– ¿Y cómo fue de Campden Hill Square a la iglesia? ¿En taxi? ¿En coche?

– En bicicleta, su bicicleta. Cogí la llave del garaje, que estaba en la alacena de Evelyn. Halliwell se había marchado ya, dijera lo que dijese después a la policía. Tenía las luces apagadas y el Rover no estaba. No utilicé el Golf de Barbie. Demasiado llamativo. Una bicicleta era igual de rápida y yo podía esperar entre la sombra hasta que la carretera estuviera despejada, y largarme pedaleando de firme. Y no la dejé ante la iglesia, donde alguien pudiera verla. Le pedí a Paul si podía entrarla y dejarla en el pasillo. Hacía buena noche y por tanto no tenía que preocuparme por huellas de barro de los neumáticos en el suelo. Como puede ver, pensé en todo.

– En todo, no. Se llevó las cerillas.

– Pero las volví a dejar en el mismo sitio. Las cerillas no demuestran nada.

Ella dijo:

– Y él le dejó entrar, a usted y su bicicleta. Esto es lo que me parece extraño, que se lo permitiera.

– Es más extraño de lo que se imagina. Mucho más extraño. No lo advertí entonces, pero sí ahora. Él sabía que yo iría allí. Me estaba esperando.

Kate sintió un estremecimiento causado por un horror casi supersticioso. Tuvo ganas de gritar. ¡Pero él no podía saberlo! ¡No es posible!

Dijo:

– ¿Y Harry Mack? ¿Tenía que matar forzosamente a Harry Mack?

– Claro. Fue mala suerte para él que entrase allí. Pero mejor está muerto, pobre diablo. No se preocupe por Harry. Le hice un favor.

Volviendo la cara hacia él, le preguntó:

– ¿Y Diana Travers? ¿También la mató?

Sonrió con malicia y pareció mirar a través de ella, como si reviviera un placer secreto.

– No necesité hacerlo. Las hierbas lo hicieron en mi lugar. Me metí en el agua y miré cómo se zambullía ella. Hubo como un destello blanco que se hundió en la superficie. Y después se quedó allí y no se vio nada más, excepto aquella líquida oscuridad. Entonces esperé, contando los segundos. Y de pronto, muy cerca de mí, surgió una mano del agua. Sólo una mano, pálida, carente de cuerpo. Fue algo pavoroso. Así. Mire, así.

Levantó la mano izquierda, con los dedos muy separados. Ella pudo ver los tendones, tensos bajo la piel blanca como la leche. No dijo una sola palabra. Lentamente, él relajó los dedos y dejó caer el brazo. Dijo:

– Y entonces también ésta desapareció. Y yo esperé, contando todavía los segundos. Pero no pasó nada, ni siquiera se formaron ondas.

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