P. James - Sabor a muerte

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Adam Dalgliesh tendrá que desvelar en esta ocasión el misterio que rodea el asesinato de dos hombres a los que la muerte ha unido pero que en vida raramente habrían coincidido: un barón y un vagabundo alcohólico. Antes de alcanzar su objetivo, no obstante, deberá enfrentarse a un crimen que conmueve la opinión pública e introducirse en las mansiones de la enigmática clase alta londinense.

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Sin tocarla, Kate se sentó a su lado en una silla vacante. Pensó: «No debo permitir que lo pida ella; no ahora, cuando la cosa se ha vuelto tan importante. Al menos, puedo evitarle esta humillación. ¿De dónde saqué yo mi orgullo, sino de ella?». Dijo:

– Está bien, abuela. Vas a venirte a casa conmigo.

Sin titubeos y sin alternativa. No podía mirar a aquellos ojos y ver en ellos por primera vez auténtico miedo, verdadera desesperación, y aun así decir que no. La dejó sólo un momento, para hablar con la enfermera jefe y confirmar que estaba en condiciones de marcharse. Después la acompañó, dócil como una chiquilla, hasta el coche, la llevó a su apartamento y la acostó.

Después de tantas programaciones y fricciones, después de querer justificarse a sí misma, después de la determinación de que ella y su abuela jamás volverían a vivir bajo el mismo techo, todo había sido así de sencillo y de inevitable.

El día siguiente fue ajetreado para ambas. Kate, después de hablar con el puesto de policía local, acompañó a su abuela a su casa y llenó una maleta con la ropa de la señora Miskin y una colección de pertenencias de las que ella no quiso separarse, dejó notas a los vecinos explicando lo que había ocurrido, y habló con el departamento de servicios sociales y la oficina de la vivienda. Cuando terminó era ya media tarde. A su regreso a Charles Shannon House, tuvo que preparar té, despejar cajones y un armario para las cosas de su abuela, y guardar sus utensilios de pintura en un rincón. Sólo Dios sabía, pensó, cuándo podría volver a utilizarlos.

Eran más de las seis cuando pudo dirigirse al supermercado de Notting Hill Gate para comprar comida suficiente de la que disponer durante los próximos días. Lo que anhelaba era poder regresar a su trabajo el día siguiente, que su abuela estuviera lo bastante repuesta como para poder dejarla. Ella había insistido en acompañar a Kate y había resistido bien las idas y venidas de la jornada, pero ahora parecía fatigada y a Kate la preocupaba desesperadamente la posibilidad de que a la mañana siguiente se negara a quedarse sola. Se había dado un golpe en la cabeza y magullado el brazo derecho cuando aquellos jovenzuelos arremetieron contra ella, pero se limitaron a arrebatarle el bolso sin patearle la cara y los daños físicos eran superficiales. Le habían hecho radiografías de la cabeza y el brazo, y en el hospital certificaron que estaba en condiciones de volver a su casa si había en ella alguien que pudiera vigilarla. Pues bien, alguien había para vigilarla, la única persona que a ella le quedaba en el mundo.

Empujando su carrito a lo largo de los pasillos del supermercado, Kate se maravilló al comprobar la cantidad de comida adicional que otra persona hacía necesaria. No necesitaba ninguna lista. Se trataba de las cosas familiares exigidas por su abuela y que ella le había comprado cada semana. Al meterlas en la cesta, todavía podía oír el eco de aquella voz cascada, confiada y gruñona en sus oídos. Galletas de jengibre («no de esas blandas, me gustan duras para poder mojarlas en el té»), peras en conserva («al menos a esas puedes hincarle el diente»), natillas en polvo, paquetes de jamón en lonchas («así se mantiene más fresco y ves lo que comes»), bolsas de té del más fuerte («el que me trajiste la semana pasada no servía ni para bañar en él una rana»), Pero esa tarde había sido diferente. Desde su llegada al apartamento no había emitido la menor queja, era una anciana patética, cansada y dócil. Incluso su ya esperada crítica del último cuadro de Kate -«No sé por qué quieres colgar eso en la pared, parece el dibujo de un crío»- sonó más bien como una objeción ritual, como un intento de revivir su antiguo genio, que como una auténtica censura. Dejó que Kate saliera a hacer sus compras tan sólo con una repentina reaparición del miedo en sus ojos marchitos y una ansiosa pregunta:

– No tardarás mucho, ¿verdad?

– No mucho, abuela. Sólo voy al supermercado de Notting Hill Gate.

Y entonces, al llegar Kate a la puerta, la llamó y enarboló de nuevo el pequeño y airoso gallardete de su orgullo:

– No pido que me mantengas, ¿sabes? Tengo mi pensión.

– Lo sé, abuela. No hay ningún problema.

Maniobrando con su carrito en el pasillo flanqueado por las latas de frutas, pensó: Me parece que no necesito una religión sobrenatural. Lo que le ocurrió a Paul Berowne en aquella sacristía, fuera lo que fuese, es algo que me está tan negado a mí como un cuadro para un ciego. Para mí, nada es más importante que mi trabajo. Pero no me es posible hacer de la ley la base de mi moralidad personal. Ha de haber algo más si quiero vivir en paz conmigo misma.

Y le pareció haber hecho un descubrimiento sobre sí misma y su trabajo que revestía una enorme importancia, y sonrió al pensar que ello hubiera ocurrido mientras dudaba entre dos marcas de peras en conserva en un supermercado de Notting Hill Gate. Extraño también que hubiese tenido que ocurrir durante aquel caso en particular. Si todavía seguía en la brigada al finalizar la investigación, le gustaría decirle a su jefe: «Gracias por haberme admitido en el caso, por haberme elegido. He aprendido algo sobre el trabajo y también sobre mí misma». Pero inmediatamente comprendió que esto no sería posible. Estas palabras serían demasiado reveladoras, demasiado confiadas, la clase de entusiasmo infantil que después no podría recordar sin un rubor de vergüenza. Y entonces pensó: ¿Y por qué no, vamos a ver? Él no me destituirá por eso, y además es la verdad. No lo diría para incomodarle ni para causarle buena impresión, ni por cualquier otra razón, excepto porque es la verdad y porque necesito decirlo. Sabía que se estaba poniendo excesivamente a la defensiva, y que probablemente siempre sería así. Aquellos años anteriores no podían borrarse y tampoco era posible olvidarlos, pero seguramente bien podía tender un pequeño puente levadizo sin rendir por ello la fortaleza. ¿Y sería tan importante si se rindiera?

Era demasiado realista para esperar que ese talante de exaltación durase largo tiempo, pero la deprimió ver con qué rapidez se extinguía. Soplaba un fuerte viento en Notting Hill Gate, que levantaba polvo y briznas de hierba de los parterres de flores y los proyectaba, todavía húmedos, contra sus piernas. Junto a la baranda, un viejo harapiento, rodeado por repletas bolsas de plástico, alzaba su voz trémula y despotricaba débilmente contra el mundo. Kate no había utilizado el coche. Era inútil tratar de aparcar cerca de Notting Hill, pero las dos bolsas eran más pesadas de lo que había esperado y su peso empezó a hacer mella en su espíritu, así como en los músculos de sus hombros. Estaba muy bien entregarse a la autocomplacencia, reflexionar sobre los imperativos del deber, pero ahora la realidad de la situación la afectó como un golpe físico, llenándola de una congoja rayana en el desespero. Ella y su abuela quedarían unidas ahora hasta que la anciana muriese. Ésta era demasiado vieja ya para pensar en una vida independiente, y pronto vería compensada esta pérdida al persuadirse a sí misma de que en realidad no la deseaba. ¿Y quién le daría ahora prioridad para un apartamento individual o una plaza en una residencia de ancianos, aunque ella quisiera aceptarla, con tantos casos mucho más urgentes en la lista?

¿Cómo podría ella, Kate, atender a su trabajo y al mismo tiempo cuidar a una paciente geriátrica? Sabía cuál sería la pregunta de la burocracia: «¿No puede pedir tres meses de permiso por razones familiares, o encontrar un empleo a tiempo parcial?». Y los tres meses se convertirían en un año, el año podría llegar a ser dos o tres, y su carrera quedaría truncada. No había esperanza ya de una plaza en el curso de Bramshill, o de planear la obtención de un mando superior. Ni esperanza siquiera de permanecer en la brigada especial, con sus horarios prolongados e imprevisibles, y sus exigencias de dedicación total.

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