P. James - Sabor a muerte
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– ¡No es verdad, él no lo hizo! Dicco no salió de la casa. ¿No lo ve? Mattie está celosa porque, en realidad, ella nunca le importó en absoluto. ¿Cómo iba a hacerlo? Fíjese en ella. Y la familia siempre le ha odiado, a él y a mí. -Se volvió hacia lady Ursula-. Tú nunca quisiste que se casara conmigo. Nunca creíste que fuera lo bastante buena para tus preciosos hijos, cualquiera de los dos. Pues bien, ahora la casa es mía, y creo que será mejor que te marches.
Lady Ursula respondió con toda calma:
– Me temo que no es así.
Con dificultad, se volvió y cogió su bolso, que tenía colgado en el respaldo de la silla. Vieron cómo aquellos dedos deformes luchaban con el cierre, y seguidamente extrajo una hoja de papel, doblada. Dijo:
– Lo que firmó mi hijo era su testamento. Se te recuerda en él adecuadamente, aunque no extravagantemente. Esta casa y el resto de sus propiedades se me legan a mí en custodia para su hijo póstumo. Si el hijo no sobrevive, pasa todo a mí.
Barbara Berowne tenía los ojos llenos de lágrimas, como una niña frustrada. Gritó:
– ¿Y por qué lo hizo? ¿Cómo lograste que lo hiciera?
Pero fue a Dalgliesh a quien lady Ursula se dirigió, como si fuese a él a quien se le debiera la respuesta. Dijo:
– Fui allí para conversar con él, para asegurarme que sabía lo del hijo, si sabía si era suyo, para preguntarle qué intentaba hacer. Fue la presencia del vagabundo lo que me dio la idea. Verá, yo tenía los dos testigos necesarios. Le dije: «Si el hijo que lleva es tuyo, quiero asegurarme de que nazca como es debido. Quiero salvaguardar su futuro. Si tú murieses esta noche, ella lo heredaría todo y tu hijo tendría a Lampart como padrastro. ¿Es esto lo que quieres?». No me contestó. Se sentó ante la mesa. Yo saqué una hoja de papel del cajón superior del escritorio y se la puse delante. Sin decir palabra, escribió el testamento, sólo aquellas ocho líneas. Una renta anual razonable para su mujer y todo lo demás en fideicomiso para el hijo. Puede que él quisiera desembarazarse de mí, y creo que así fue. Pudo haberle tenido sin cuidado; también esto es posible. También pudo dar por sentado que viviría para tomar más disposiciones formales el día siguiente. Todos hacemos esta suposición. O tal vez, no sé cómo, sabía que no sobreviviría a aquella noche. Pero esto, desde luego, es absurdo.
Dalgliesh dijo:
– Usted mintió al decir que habló con Halliwell aquella noche, más tarde. Una vez descubiertos los cadáveres, supo que él podía correr peligro. Pensó usted que le debía al menos una coartada. Y mintió también respecto al dietario de su hijo. Usted sabía que aquella tarde, a las seis, se encontraba en esta casa. Bajó usted al estudio y lo sacó del cajón del escritorio cuando telefoneó el general.
Ella replicó:
– A mi edad, la memoria tiende a ser algo defectuosa. -Y añadió, con lo que pareció ser una maliciosa satisfacción-: No creo haber mentido a la policía en ninguna otra ocasión. Mi clase rara vez necesita hacerlo, pero si lo hacemos puedo asegurarle que estamos tan dispuestos a ello y nos mostramos tan hábiles como otras personas, y probablemente más. Pero no creo que usted haya dudado jamás de ello.
Dalgliesh dijo:
– Usted esperaba saber, desde luego, cuánto era lo que habíamos descubierto, estar segura de que la madre de su nieto no era una asesina ni cómplice en un asesinato. Sabía que estaba usted ocultando información vital, una información que pudo haber ayudado al verdugo de su hijo a seguir en libertad. Pero esto no hubiera importado, ¿verdad? No hubiera importado, si el linaje familiar continuaba, si su nuera producía un heredero.
Ella le corrigió gentilmente:
– Un heredero legítimo. A usted puede que no le parezca muy importante, comandante, pero yo paso de los ochenta años y tenemos prioridades diferentes. Ella no es una mujer inteligente, ni siquiera una mujer admirable, pero será una madre adecuada; yo me ocuparé de ello. El niño nacerá debidamente. Sobrevivirá. Pero crecer sabiendo uno que su madre fue la cómplice de su amante en el brutal asesinato de su padre, eso no es una herencia cuyo peso pueda soportar cualquier niño. Y yo no quería que mi nieto tuviera que cargar con él. Paul me pidió que me ocupara de su hijo, y esto es lo que yo he estado haciendo. Hay una autoridad peculiar en las últimas voluntades de los que han muerto recientemente. Y en este caso coincidían con las mías.
– ¿Y esto es todo lo que le preocupa?
Ella replicó:
– Tengo ochenta y dos años, comandante. Los hombres a los que yo amé están todos muertos. ¿Qué más me queda para preocuparme?
Dalgliesh dijo:
– Desde luego, necesitaremos nuevas declaraciones de todos ustedes.
– Naturalmente. Ustedes siempre quieren declaraciones. ¿No corren a veces el peligro de creer que todo lo importante de la vida puede ser expresado en palabras, firmado y admitido como prueba? Supongo que ésta es la atracción de su oficio. Todos los embrollos más sucios e incomprensibles reducidos a palabras en una hoja de papel, y pruebas con etiquetas y números. Pero usted es un poeta… o lo fue en otro tiempo. No es posible que crea que lo que revuelve en su oficio sea la verdad.
Dalgliesh dijo:
– Dominic Swayne vive ahora aquí, ¿no es cierto? ¿Sabe alguien dónde está? -No hubo respuesta-. Entonces dejaremos aquí a un oficial de la policía hasta que regrese.
Fue entonces cuando el teléfono empezó a llamar. Barbara Berowne tuvo un sobresalto y miró del aparato a Dalgliesh con algo muy parecido al miedo. Lady Ursula y Sarah Berowne ignoraron la llamada, como si ni la habitación ni nada de lo que había en ella fuese ya de su incumbencia. Massingham se acercó a él y descolgó el receptor. Dio su nombre y escuchó en silencio durante un par de minutos, durante los cuales nadie se movió, y después habló en voz tan baja que sus palabras fueron ininteligibles y colgó. Dalgliesh se acercó a él, y Massingham le informó en un susurro:
– Darren ha llegado a su casa, señor. No quiere decir dónde estuvo y Robins asegura que es evidente que está ocultando algo. Su madre aún no ha regresado y nadie sabe dónde está. Están buscándola en los pubs y clubs que suele frecuentar. Dos oficiales se quedarán con Darren hasta que detengamos a Swayne, y han telefoneado a los servicios sociales para tratar de ponerse en contacto con un supervisor. Ahí no ha habido suerte. Ya no era hora de oficina.
– ¿Y Swayne?
– Todavía no hay noticia de él. El diseñador con el que compartía un apartamento dice que más temprano se presentó allí, en Shepherd's Bush, para recoger sus cosas. Dijo que se marchaba a Edimburgo.
– ¿Edimburgo?
– Al parecer, tiene amigos allí, gente a la que conoció cuando tomó parte en una representación en el festival de este año. Robins se ha puesto en contacto con Edimburgo. Tal vez puedan echarle mano en el tren.
– Si es que lo ha tomado.
Se aproximó a Evelyn Matlock. Ella levantó hacia él una cara devastada por el dolor y vio en sus ojos algo tan parecido a la confianza que su corazón dio un vuelco. Le dijo:
– Utilizó su afecto por él para obligarla a mentir en su beneficio, y eso fue una traición. Pero lo que él sintiera por usted y usted por él es asunto de la incumbencia de ustedes dos y de nadie más, y sólo usted puede saber la verdad al respecto.
Ella contestó, mirándole, deseando que él la comprendiera:
– Él me necesitaba. Nunca tuvo a nadie más. Era amor. ¡Era amor!
Dalgliesh guardó silencio, y entonces ella dijo con una voz tan baja que él apenas pudo captar sus palabras.
– Al marcharse, se llevó una caja de cerillas. Yo no lo hubiera advertido, pero la tetera eléctrica de la cocina estaba estropeada. Halliwell me la estaba arreglando. Tuve que encender el gas con una cerilla y tuve que abrir una caja nueva. La que había junto a los hornillos no estaba.
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