P. James - Sabor a muerte
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Evelyn Matlock se había desplomado en una de las sillas alineadas junto a la pared. Ocultó la cara entre las manos, pero después clavó la vista en el rostro de Dalgliesh y dijo con una voz tan queda que él tuvo que inclinar la cabeza para oírla:
– Aquella noche salió, pero me dijo que deseaba hablar con sir Paul. Quería averiguar qué iba a ocurrirle a lady Berowne. Me dijo que los dos estaban muertos cuando él llegó. La puerta estaba abierta y ellos estaban muertos. Muertos los dos. Él me amaba. Él confiaba en mí. ¡Dios mío, ojalá me hubiese matado también a mí!
Y de pronto empezó a llorar, con grandes sollozos parecidos a arcadas, que daban la impresión de desgarrarle el pecho y que alcanzaron un ululante crescendo de agonía. Sarah Berowne acudió prestamente a su lado y le sostuvo tímidamente la cabeza. Lady Ursula dijo:
– Este ruido es insoportable. Llévatela a su cuarto.
Como si estas palabras, que sólo debió de oír a medias, fueran una amenaza, Evelyn Matlock intentó dominarse. Sarah Berowne miró a Dalgliesh y dijo:
– Pero no es posible que él lo hiciera. No hubiera tenido tiempo para cometer los asesinatos y después limpiar aquello. A no ser que fuese en coche o en bicicleta. No se hubiese atrevido a tomar un taxi. Y si cogió la bicicleta, Halliwell tuvo que verle u oírle.
Lady Ursula intervino:
– Halliwell no estaba.
Levantó el receptor del teléfono y marcó un número. La oyeron decir:
– ¿Quiere hacer el favor de venir, Halliwell?
Nadie habló. El único ruido de la habitación era el del llanto sofocado de la señorita Matlock. Lady Ursula la contempló con una mirada tranquilamente calculadora, sin compasión, casi, pensó Dalgliesh, sin interés.
Y entonces oyeron pasos en el suelo de mármol del vestíbulo y la robusta silueta de Halliwell apareció en el umbral. Llevaba pantalones vaqueros y una camisa de manga corta y cuello abierto, y su actitud era la del que se encuentra perfectamente a sus anchas. Sus ojos oscuros pasaron rápidamente de los policías a las tres Berowne, y después a la sollozante y acurrucada figura entre los brazos de Sarah. Cerró la puerta y miró tranquilamente a lady Ursula, sin deferencia, relajado, alerta, más bajo que los otros dos hombres, pero dando la impresión, gracias a su sosegado plomo, de dominar momentáneamente la habitación.
Lady Ursula dijo:
– Halliwell me llevó a la iglesia de Saint Matthew la noche en que murió mi hijo. Describa al comandante lo que ocurrió, Halliwell.
– ¿Todo, señora?
– Claro.
Se dirigió a Dalgliesh:
– Lady Ursula me llamó a las seis menos diez y me dijo que tuviera el coche a punto. Dijo que ella bajaría al garaje y que tendríamos que salir con la mayor discreción posible por la puerta posterior. Cuando ya estaba sentada en el coche, dijo que me dirigiera a la iglesia de Saint Matthew, en Paddington. Necesité consultar la guía de calles, y así lo hice.
Por tanto, pensó Dalgliesh, habían salido casi una hora antes de que llegara Dominic Swayne. El piso sobre el garaje había estado desierto.
Swayne debió de suponer que Halliwell ya se había marchado, puesto que tenía libre el día siguiente. El chófer continuó:
– Llegamos a la iglesia y lady Ursula me pidió que aparcase frente a la puerta sur, en la parte posterior. La señora tocó el timbre y sir Paul abrió. Ella entró. Una media hora más tarde, volvió a salir y me pidió que me reuniera con ellos. Debían de ser más o menos las siete. Sir Paul estaba allí con otro hombre, un vagabundo. Había sobre la mesa una hoja de papel con unas ocho líneas escritas en ella. Sir Paul dijo que se disponía a firmar y quería que yo fuera testigo de su firma. Después firmó y yo escribí debajo mi nombre. El vagabundo hizo lo mismo.
Lady Ursula añadió:
– Fue una suerte que Harry supiera escribir. Claro que era ya viejo. Asistió a una escuela estatal cuando a los niños se les enseñaban estas cosas.
Dalgliesh preguntó:
– ¿Estaba sobrio?
Fue Halliwell quien contestó.
– Le olía el aliento, pero se sostenía firmemente sobre sus pies, y pudo escribir su nombre.
– ¿Leyó usted lo que había escrito en el papel?
– No, señor. No era de mi incumbencia leerlo y no lo hice.
– ¿Cómo fue escrito?
– Al parecer, con la pluma estilográfica de sir Paul. Él utilizó la pluma para firmar, y después me la entregó a mí y al vagabundo. Cuando hubimos firmado, pasó por encima el secante. Después, el vagabundo desapareció por la puerta que había a la derecha de la chimenea y lady Ursula y yo nos marchamos. Sir Paul se quedó en la sacristía. No nos acompañó hasta la puerta. Lady Ursula dijo entonces que le agradaría dar una vuelta antes de regresar a casa. Nos dirigimos a los Parliament Hill Fields y después fuimos a Hampstead Heath. Ella se quedó sentada en el coche, que detuve junto a los brezales, durante unos veinte minutos. Después la traje aquí; llegamos alrededor de las nueve y media. Lady Ursula me ordenó que la dejara ante la puerta principal, para poder entrar en casa sin que la vieran. Me dijo que aparcara el coche en Campden Hill Square, y así lo hice.
Por lo tanto, habían podido salir de la casa y regresar a ella sin que nadie lo advirtiera. Y ella había pedido que se le sirviera la cena en una bandeja, el termo de sopa, el salmón ahumado. Nadie había de molestarla hasta que la señorita Matlock la acostara.
Preguntó a Halliwell:
– Después de firmar usted el papel, ¿dijo algo sir Paul?
Halliwell miró a lady Úrsula, pero esta vez no recibió ninguna ayuda. Dalgliesh volvió a preguntar:
– ¿Le dijo algo a usted, a Harry Mack, a su madre?
– Harry no estaba allí. Como he dicho, firmó y salió del cuarto. No muy adecuado, diría yo, para hacer compañía o dar conversación. Sir Paul dijo algo, a la señora. Sólo tres palabras. Dijo: «cuida de él».
Dalgliesh miró a lady Úrsula. Estaba sentada muy quieta, con las manos en el regazo, mirando, a través de la habitación, más allá del verde tapiz de los árboles, como si contemplara un futuro imaginario, y él creyó ver la traza de una sonrisa en sus labios. Se dirigió de nuevo a Halliwell:
– Entonces, ¿admite haber mentido cuando le pregunté si alguien pudo haber sacado aquella noche‹un coche o la bicicleta? ¿Mintió al decir que había estado en su apartamento toda aquella velada?
Halliwell replicó con calma:
– Sí, señor. Mentí.
Lady Úrsula intervino:
– Yo le pedí que mintiera. Lo que hubiese ocurrido entre mi hijo y yo en aquella sacristía no era relevante para su muerte, tanto si se suicidio como si no lo hizo. Me parecía importante que invirtiera usted su tiempo y sus esfuerzos en encontrar a su asesino, no en inmiscuirse en los asuntos privados de la familia. Mi hijo estaba vivo cuando yo le dejé. Pedí a Halliwell que no dijera nada acerca de nuestra visita, y él es un hombre acostumbrado a recibir órdenes.
Halliwell dijo:
– Ciertas órdenes, señora.
La miró y le dirigió una leve sonrisa, y ella contestó a su mirada con un breve gesto de asentimiento, satisfecha. Dalgliesh tuvo la impresión de que por un momento olvidaron la presencia de todos los demás en la habitación, unidos en su privado mundo de conspiración, que tenía sus propias compulsiones. Se mantenían juntos ahora como lo habían estado desde el principio. Y él no tenía ninguna duda respecto a lo que los ligaba. Hugo Berowne había sido su comandante, y ella era la madre de sir Hugo. Hubiera hecho por ella mucho más que mentir.
Casi habían olvidado a Barbara Berowne, pero ahora ésta se levantó de un salto y casi se abalanzó sobre Dalgliesh. Las uñas rosadas arañaron su chaqueta. La falsa sofisticación se desprendió y Dalgliesh se encontró frente a una criatura aterrorizada, que le gritó:
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