P. James - Sabor a muerte

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Adam Dalgliesh tendrá que desvelar en esta ocasión el misterio que rodea el asesinato de dos hombres a los que la muerte ha unido pero que en vida raramente habrían coincidido: un barón y un vagabundo alcohólico. Antes de alcanzar su objetivo, no obstante, deberá enfrentarse a un crimen que conmueve la opinión pública e introducirse en las mansiones de la enigmática clase alta londinense.

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– No es nada que me pertenezca. Y no creo tampoco que fuese de Paul. Nunca lo he visto hasta ahora. ¿Es importante?

Sabía que ella mentía pero no, pensó, por temor o por cualquier sensación de peligro. Para ella, mentir en caso de duda era lo más fácil, incluso la respuesta más natural, una manera de ganar tiempo, de esquivar situaciones desagradables, de aplazar problemas. Dalgliesh se volvió hacia lady Ursula:

– También me gustaría hablar con la señorita Matlock, si me lo permite.

Fue Sarah Berowne quien se dirigió hacia la chimenea y tiró del cordón del timbre.

Cuando entró Evelyn Matlock, las tres mujeres Berowne se volvieron a la vez y la miraron. Ella permaneció inmóvil por un momento, con los ojos fijos en lady Ursula, y después avanzó hacia Dalgliesh, rígida como un soldado a paso de carga. Él le dijo:

– Señorita Matlock, voy a hacerle una pregunta. No la conteste apresuradamente. Reflexione cuidadosamente antes de hablar, y después dígame la verdad.

Ella le miró fijamente. Era la mirada de una chiquilla recalcitrante, obstinada, maliciosa. Él no pudo recordar cuándo había visto tanto odio en un rostro. De nuevo extrajo la mano de su bolsillo y mostró, en su palma, el botón de plata labrada. Dijo:

– ¿Ha visto alguna vez este botón o uno parecido a él?

Sabía que los ojos de Massingham, al igual que los suyos, estarían clavados en el rostro de ella. Era fácil decir una mentira, una sola y breve sílaba, pero representar una mentira resultaba más difícil. Ella podía controlar el tono de su voz, podía obligarse a mirarle resueltamente a los ojos, pero el daño ya estaba hecho. A Dalgliesh no le había pasado por alto aquel destello instantáneo de identificación, el leve sobresalto, el momentáneo rubor en la frente, y esto último, sobre todo, estaba fuera del control de ella. Al hacer ella una pausa, él dijo:

– Acérquese más, examínelo atentamente. Es un botón característico, probablemente de una chaqueta de hombre. No es de los que se encuentran en las americanas corrientes. ¿Cuándo vio por última vez uno como éste?

Pero ahora la mente de ella estaba trabajando. Casi se podía oír el proceso de su pensamiento.

– No lo recuerdo.

– ¿Me dice que no recuerda haber visto un botón como éste, o que no recuerda cuándo lo vio la última vez?

– Me está usted confundiendo,

Volvió la cara hacia lady Ursula, quien dijo:

– Si deseas tener a tu lado un abogado antes de contestar, tienes derecho a exigirlo. Puedo telefonear al señor Farrell.

Ella replicó:

– No, no quiero ningún abogado. ¿Por qué iba a querer un abogado? Y si lo necesitara, no llamaría al señor Farrell. Me mira como si yo fuese basura.

– Entonces, sugiero que contestes a la pregunta del comandante. A mí me parece bien sencilla.

– He visto algo parecido a este botón. No puedo recordar dónde. Debe de haber cientos de botones similares.

Dalgliesh insistió:

– Trate de acordarse. Usted ha visto algo parecido a él. ¿Dónde? ¿En esta casa?

Massingham, evitando cuidadosamente los ojos de Dalgliesh, debía de estar esperando este momento. Su voz fue una estudiada mezcla de brutalidad, desprecio y sarcasmo.

– ¿Es usted su querida, señorita Matlock? ¿Por eso le está escudando? Porque usted lo escuda, ¿no es así? ¿Es así como le pagaba él, con una rápida media hora en su cama, entre su baño y su cena? Le salía bastante barata su coartada, ¿no le parece?

Nadie podía hacerlo mejor que Massingham. Cada palabra era un insulto calculado. Dalgliesh pensó: Dios mío, ¿por qué siempre dejo que haga por mí el trabajo sucio?

La cara de la mujer se arreboló. Lady Ursula se echó a reír, con un leve graznido de hilaridad, y se dirigió a Dalgliesh:

– Verdaderamente, comandante, además de ofensiva, creo que esta sugerencia es ridícula. Grotesca.

Evelyn Matlock se revolvió hacia ella, con las manos cerradas y el cuerpo tembloroso por la indignación.

– ¿Por qué es ridícula, por qué es grotesca? No soporta creerlo, ¿verdad? Usted tuvo muchos amantes en su tiempo, todo el mundo lo sabe. Es usted famosa en ese sentido. Y ahora es vieja, es fea y está tullida y nadie la quiere, ni hombre ni mujer, y no soporta el pensar que alguien pueda quererme a mí. Pues él lo hizo y lo hace. Me ama. Nos amamos los dos. Se preocupa por mí. Sabe cómo es mi vida en esta casa. Estoy cansada. Hago un exceso de trabajo y los odio a todos ustedes. Esto usted no lo sabía, ¿verdad que no? Creía que yo me sentía agradecida. Agradecida por la tarea de lavarla a usted como si fuese un bebé, agradecida por servir a una mujer demasiado perezosa para recoger del suelo su ropa interior, agradecida por el peor dormitorio de la casa, agradecida por un hogar, una cama y la comida en la mesa. Esta casa no es un hogar. Es un museo. Está muerta. Hace años que está muerta. Y no piensan en nadie, como no sea en ustedes mismos. Haz esto, Mattie; búscame esto, Mattie; lléname la bañera, Mattie. Y yo tengo un nombre. Él me llama Evelyn. Mi nombre es Evelyn. No soy un gato ni un perro, no soy un animalito doméstico. -Se volvió hacia Barbara Berowne-. ¿Y usted? Hay cosas que yo podría decir a la policía respecto a aquel primo suyo. Usted planeó hacerse con sir Paul, antes incluso de que su prometido estuviera enterrado, antes de que muriera su esposa. Usted no dormía con él. Claro que era usted demasiado astuta para eso. ¿Y qué decir de usted, su hija? ¿Qué afecto le dedicaba? ¿Y ese amante suyo? Sólo lo utilizaba para herir a su padre. Ninguno de ustedes sabe lo que es el afecto, lo que es el amor. -De nuevo se volvió hacia lady Ursula-. Y está lo de mi padre. Se supone que yo he de estar agradecida por lo que hizo su hijo. Pero ¿qué hizo? Ni siquiera consiguió que mi padre no fuera a parar a la cárcel. Y la cárcel era para él una tortura. Tenía claustrofobia. No pudo resistirlo. Se sintió torturado hasta morir. ¿Y qué les importó eso a cualquiera de ustedes? Sir Paul pensó que darme a mí un trabajo, un hogar, lo que ustedes llaman un hogar, era suficiente. Creyó estar pagando por su error. Nunca pagó. Yo me ocupé de pagarlo todo.

Lady Ursula dijo:

– No sabía que pensaras así. Debí saberlo. Me culpo por ello.

– ¡Oh, no, eso sí que no! Eso son sólo palabras. Usted nunca se ha culpado a sí misma. Jamás. Por nada. En toda su vida. Sí, dormía con él. Y volveré a hacerlo. No pueden impedírmelo. No es asunto que les incumba. No me poseen en cuerpo y alma, sólo creen poseerme. Él me ama y yo a él.

Lady Ursula repuso:

– No seas ridícula. Te estaba utilizando. Te utilizaba para conseguir una comida gratis, un baño caliente, y para tener la ropa limpia y planchada. Y al final te utilizó para establecer una coartada en el asesinato.

Barbara Berowne había dado fin a su manicura y ahora contemplaba sus uñas ya pintadas con el agrado y complacencia de una niña, Después alzó la vista.

– Sé que Dicco le hizo el amor, pues él me lo ha dicho. Pero, desde luego, él no mató a Paul; eso es una tontería. Eso era lo que estaba haciendo él cuando Paul murió. Le estaba haciendo el amor a ella en la cama de Paul.

Evelyn Matlock se volvió en redondo hacia ella y chilló:

– ¡Eso es mentira! ¡No pudo habérselo dicho! ¡No pudo habérselo dicho!

– Pues lo hizo. Pensó que me divertiría. Creyó que la cosa tenía su gracia.

Y miró a lady Ursula, con una mirada conspiradora en la que se mezclaban diversión y menosprecio, como si la invitara a compartir un chiste en privado. La voz aguda e infantil de Barbara Berowne prosiguió:

– Le pregunté cómo era capaz de tocarla, pero me dijo que él podía hacerle el amor a cualquier mujer si cerraba los ojos e imaginaba que lo hacía con otra persona. Dijo que pensaba en el agua caliente del baño y en una cena gratis. En realidad, a él no le importaba hacerle el amor. Dijo que no tiene mala figura y que incluso podía disfrutar, siempre y cuando mantuviese la luz apagada. Era la charla empalagosa, todos aquellos discursos que ella le dirigía después, lo que él no podía soportar.

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