P. James - Sabor a muerte
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Por un momento, la mente de Swayne pareció girar, perdido todo control. Las palabras del niño ya no tenían ningún sentido. Vio que aquella cara delgaducha, de un verde enfermizo en la penumbra de los matorrales, le miraba con una expresión que sugería menosprecio.
– La BVM. La estatua de aquella señora de azul. La señorita Wharton siempre me da diez peniques para la caja. Y entonces yo enciendo una vela, ¿sabe? Para la BVM. Sólo que esa vez me guardé los diez peniques y no tuve tiempo para encender la vela porque ella me llamó.
– ¿Y qué hiciste con el botón, Darren?
Tuvo que cerrar los puños para que sus manos no se cerraran alrededor del cuello del niño.
– Lo metí en la caja, ¿sabe? Sólo que ella no se enteró. Yo no se lo dije.
– ¿Y no se lo has dicho a nadie más?
– Nadie me lo ha preguntado. -Y alzó de nuevo la vista, con una repentina timidez-. No creo que a la señorita Wharton le gustase.
– No. Ni a la policía tampoco…, a la policía corriente. Dirían que eso es robar, pues te quedaste con el dinero para ti. Y ya sabes lo que les hacen a los chicos que roban, ¿verdad? Están tratando de echarte mano, Darren. Quieren una excusa para meterte en uno de esos hogares. Y eso tú también lo sabes, ¿verdad? Podrías encontrarte en un grave aprieto. Pero tú guardas mi secreto y yo guardaré el tuyo. Juraremos los dos sobre mi pistola.
– ¿Tienes una pistola?
– Claro. Los de la Sección Especial siempre vamos armados.
Sacó la Smith and Wesson de su bolsa colgada al hombro y la mostró sobre la palma de la mano. Los ojos del niño se clavaron en ella, fascinados. Swayne dijo:
– Pon tu mano sobre ella y júrame que no hablarás con nadie sobre el botón, sobre mí y sobre este encuentro.
La manita se alargó con avidez. Swayne vio cómo se apoyaba en el cañón. El niño dijo:
– Lo juro.
Swayne puso su mano sobre la de Darren y la oprimió hacia abajo. Era pequeña y muy blanda, y parecía curiosamente independiente del cuerpo del niño, como si tuviera vida separada como un animal joven.
Dijo con voz altisonante:
– Y yo juro solemnemente no decir nada de lo que ocurra entre nosotros.
Sabía cuál era el anhelo del niño y le preguntó:
– ¿Te gustaría sostenerla?
– ¿Está cargada?
– No. Llevo las balas, pero no está cargada.
El niño la cogió y empezó a apuntar con ella, primero hacia el canal, después, haciendo una mueca, contra Swayne, y luego de nuevo hacia el canal. La empuñaba como debía de haberlo visto hacer a los polis en la televisión, con los brazos extendidos y sosteniéndola con ambas manos. Swayne dijo:
– Es así como se hace. Podríamos sacar buen partido de ti en la Sección Especial, cuando seas mayor.
De pronto, oyeron los dos el siseo de unas ruedas de bicicleta. Ambos retrocedieron instintivamente, en busca de una protección más profunda entre las matas. Tuvieron la breve visión de un hombre de mediana edad, con gorra, que pedaleaba lentamente venciendo la viscosa resistencia del fango, fijos los ojos en el camino de sirga. Permanecieron inmóviles, apenas respirando, hasta que hubo desaparecido. Pero esto le recordó a Swayne que no disponía de mucho tiempo. El camino del canal se vería más transitado. Podía haber gente que se sirviera de él como atajo para ir a sus casas. Tenía que hacer lo que debía hacer con rapidez y en silencio. Dijo:
– Tienes que tener cuidado cuando juegues junto al canal. ¿Sabes nadar?
El niño se encogió de hombros.
– ¿No os enseñan a nadar en la escuela?
– No. No he ido mucho tiempo a la escuela.
Resultaba casi demasiado fácil. Resistió un súbito impulso de echarse a reír a carcajadas. Tenía ganas de tumbarse sobre aquella tierra húmeda, mirar hacia lo alto a través del intrincado ramaje y pregonar a gritos su triunfo. Era invencible, estaba fuera del alcance de todos, protegido por la suerte y por la inteligencia, y por algo que nada tenía que ver con ninguna de estas cosas, pero que ahora ya formaba parte de él para siempre. La policía no podía haber encontrado el botón, pues de haberlo hecho lo hubieran confrontado con él, le hubieran confiscado la chaqueta, con el revelador hilo de algodón prendido en su orillo. Hubieran visto la etiqueta, hubieran sabido, al examinar la chaqueta, que faltaba el botón de recambio. Pero un agente joven y muy serio se la había devuelto sin hacer ningún comentario, y desde entonces él la había llevado casi a diario, ya que sin ella se sentía supersticiosamente inquieto. Recuperar el botón no sería difícil. Primero se las arreglaría con el niño y después iría inmediatamente a la iglesia. No, inmediatamente no. Necesitaría un escoplo para abrir la caja de las limosnas. Podía recoger uno en Campden Hill Square o, mejor, comprar uno en el Woolsworth's más cercano. Un cliente entre tantos pasaría desapercibido. Y no sólo compraría el escoplo. Sería más seguro adquirir varios objetos de poca monta antes de hacer cola ante la caja, pues con ello sería menos probable que la cajera recordara el escoplo. Y abrir la caja de las ofrendas parecería el resultado de una pequeña ratería. Era algo que sucedía continuamente. Dudaba de que alguien se molestara siquiera en informar a la policía, y si lo hacían, ¿por qué habrían de relacionarlo con el asesinato? Y entonces le asaltó la idea de que la caja podía haber sido vaciada ya. Este pensamiento ensombreció su sensación de triunfo, pero sólo por un momento. Si era así, el botón o bien habría sido entregado a la policía, o tirado como objeto inútil. Y no podían habérselo dado a la policía, pues ésta ya habría hecho uso de él. E incluso si por mala suerte se encontraba todavía en poder de alguien, sólo el niño sabía dónde había sido hallado. Y el niño estaría muerto, ahogado accidentalmente, un niño más que jugaba imprudentemente en la orilla del canal.
Abandonó el refugio de los matorrales y el pequeño le siguió. A cada lado, el camino se extendía en una vacía desolación, y el Canal discurría, espeso y pardo como el cieno, entre las desgastadas orillas. Se estremeció. Por un momento, se había apoderado de él la ilusión de que no venía nadie porque no quedaba nadie que pudiera hacerlo, que él y Darren eran los últimos supervivientes en un mundo muerto y desierto. Incluso el silencio era sobrenatural, y le impresionó darse cuenta de que, desde que llegó al camino, no había oído el susurro de ningún animal, ni la nota de un solo pájaro.
Advirtió que Darren se había apartado de su lado y se había puesto en cuclillas junto al agua. Deteniéndose a su lado, Swayne vio que había una rata muerta prendida en el codo de una rama rota; el cuerpo flaco y alargado causaba ondas en la superficie, y el morro apuntaba como una proa. Se agachó junto al niño y la contemplaron en silencio. La rata, pensó, parecía curiosamente humana en su muerte, con los ojos empañados y las patitas alzadas como en una última y desesperada súplica. Dijo: «Afortunada rata», y en seguida supo que esa observación casual carecía de todo sentido. La rata, que ya no era rata, no era afortunada ni desafortunada. No existía. Ninguna observación sobre ella tenía el menor sentido.
Vio cómo el niño agarraba el extremo de la rama y empezaba a mover el cadáver debajo del agua. Después lo levantó. Se formó un pequeño torbellino sobre su cabeza y ascendió con el pelo brillante, arqueada la espalda por la atracción de las hediondas aguas. Ordenó secamente:
– No hagas eso, Darren.
El niño soltó la rama y la rata volvió a caer y empezó a derivar lentamente aguas abajo.
Siguieron caminando. Y de pronto su corazón pegó un brinco. Darren echó a correr desde su lado y, con un chillido, se metió como una flecha en la boca del túnel. Durante un torturante segundo, Swayne pensó que su víctima debía de haber adivinado su propósito y se daba a la fuga. Corrió tras él en la semioscuridad, y entonces recuperó de nuevo el aliento. Darren, gritando y aullando, pasaba las manos por la pared del túnel, y seguidamente saltaba, con los brazos extendidos, en un vano intento de tocar el techo. Swayne estuvo a punto de ponerse a saltar con él.
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