P. James - Sabor a muerte

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Sabor a muerte: краткое содержание, описание и аннотация

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Adam Dalgliesh tendrá que desvelar en esta ocasión el misterio que rodea el asesinato de dos hombres a los que la muerte ha unido pero que en vida raramente habrían coincidido: un barón y un vagabundo alcohólico. Antes de alcanzar su objetivo, no obstante, deberá enfrentarse a un crimen que conmueve la opinión pública e introducirse en las mansiones de la enigmática clase alta londinense.

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Y ése era, desde luego, el lugar, ninguno podía ser mejor. Necesitaría tan sólo un minuto, tal vez sólo unos segundos. Habría de actuar con rapidez y seguridad. Nada podía quedar confiado al azar; habría de hacer algo más que arrojarlo simplemente al agua. Necesitaría arrodillarse y mantener la cabeza bajo el agua. El pequeño seguramente se debatiría, pero la cosa sería breve. Parecía demasiado frágil para oponer una gran resistencia. Se quitó la chaqueta y se la echó al hombro; no era necesario salpicar una americana tan cara. Además, aquí el borde del camino de sirga era de hormigón, no de tierra. Podría arrodillarse si era necesario, sin el riesgo de mancharse los pantalones con un barro delator.

Llamó con voz suave:

– Darren.

El niño, que todavía saltaba, procurando llegar hasta el techo, no le prestó atención. Swayne había cobrado ya aliento para llamarlo de nuevo, cuando de pronto la figurilla que tenía delante se tambaleó, se dobló, cayó silenciosamente, como una hoja, y se quedó inmóvil. Su primer pensamiento fue que Darren estaba practicando algún juego, pero cuando se acercó a él vio que el niño se había desmayado. Yacía con las piernas y los brazos abiertos, tan cercano al canal que un bracito colgaba sobre él, con el puño, pequeño y semicerrado, casi tocando el agua. Tan completa era su inmovilidad que hubiera podido estar muerto, pero Swayne sabía que podía reconocer la muerte cuando la veía. Se agachó y observó fijamente aquella cara inmóvil. La boca del niño estaba abierta y húmeda, y creyó oír el suave suspiro de su respiración. En aquella media luz, las pecas destacaban en la blancura de la piel como motas de pintura dorada y apenas podía distinguir las escasas pestañas abatidas sobre la mejilla. Pensó: Debe de padecer alguna enfermedad. Está enfermo. Los niños no se desmayan sin motivo. Y entonces le acometió una sensación que era mitad compasión y mitad enojo. Pobre diablo. Lo llevan ante el Tribunal de Menores, lo someten a supervisión y ni siquiera pueden cuidar de él. Ni siquiera ven que está enfermo. Hijos de puta. Maldito fuera todo aquel hatajo de hijos de puta.

Pero ahora que lo que debía hacer resultaba más fácil que nunca, tan sólo un leve empujón, de pronto se había vuelto más difícil. Introdujo un pie debajo del niño y lo levantó suavemente. El cuerpo se alzó sobre su zapato, tan aparentemente carente de peso que apenas podía notarlo. Pero Darren no se movió. Un empujón, pensó, un breve impulso. Si hubiese creído en un dios, le habría dicho: «No debiste ponérmelo tan fácil. Nada debería resultar tan fácil». Reinaba la mayor calma en el túnel. Podía oír el lento goteo de la humedad desde el techo, el leve lengüetazo del canal contra el borde del pavimento, el íntimo chasquido de su reloj digital tan intenso como el tictac de una bomba de relojería. El olor del agua llegaba hasta él, intenso y agrio. Las dos medias lunas que resplandecían en los extremos del túnel le parecieron de pronto muy remotas. Pudo imaginarlas retrocediendo y empequeñeciéndose hasta convertirse en finas curvas luminosas, y después desvaneciéndose por completo, dejándole a él y a aquel niño que respiraba casi inaudiblemente encerrados juntos en una nada negra y que olía a humedad.

Y entonces pensó: «¿Necesito hacerlo? Él no me ha hecho ningún daño. Berowne merecía morir, pero él no. Y no hablará. De todos modos, la policía ha dejado de interesarse por él. Y una vez yo tenga el botón, no importa si él habla. Será su palabra contra la mía. Y sin el botón, ¿qué pueden probar?» Descolgó la chaqueta de su hombro y, al notar cómo se deslizaba el forro junto a sus brazos, supo que ésta era la acción decisiva. Al chiquillo se le permitiría vivir. Durante un extraordinario momento saboreó una nueva sensación de poder, y le pareció más dulce y excitante incluso que la que experimentó cuando por fin se volvió para contemplar el cadáver de Berowne. Eso era lo que a uno le hacía sentirse como un dios. Tenía poder para quitar la vida o para otorgarla. Y esta vez había elegido ser misericordioso. Le estaba dando al niño el mayor don en su poder, y el niño ni siquiera sabría que había sido él quien se lo había concedido. Pero se lo contaría a Barbie. Algún día, cuando todo estuviera bien seguro, le contaría a Barbie lo de la vida que había arrebatado y lo de la vida que tan generosamente había respetado. Apartó un poco el cuerpo del niño del borde del agua, y oyó que el pequeño gemía. Sus párpados se agitaron. Como si le asustara encontrarse con su mirada, Swayne se incorporó entonces y casi echó a correr hacia el extremo del túnel, intentando desesperadamente llegar al final y alcanzar aquella media luna de luz antes de que la oscuridad se cerrara sobre él para siempre.

VI

Fue Sarah Berowne quien los hizo entrar. Sin hablar, los guió hasta la biblioteca, atravesando el vestíbulo. Lady Ursula estaba sentada ante la mesa del comedor, en la que se apilaban cartas y documentos en tres pilas bien ordenadas. Parte del papel de cartas estaba orlado de negro, como si la familia hubiera rebuscado en los cajones en busca del papel de luto que debía de estar de moda en los tiempos de su juventud. Al entrar Dalgliesh, la anciana levantó la vista y le saludó con la cabeza; después, insertó su cortapapeles de plata en un nuevo sobre y él oyó cómo se abría éste con un leve chasquido. Sarah Berowne se acercó a la ventana y se quedó junto a ella, contemplando el exterior, con los hombros caídos. Más allá de los cristales bañados por la lluvia, el denso ramaje de los sicómoros colgaba empapado en la atmósfera cargada de humedad, y las hojas muertas, arrancadas por la tormenta, pendían como trapos pardos entre el verdor. Había un denso silencio. Incluso el rumor del tráfico en la avenida quedaba amortiguado como una marea en retirada en una costa muy distante. Pero en el interior de la habitación parecía flotar todavía parte de la pesadez del día y el difuso dolor frontal que había incomodado a Dalgliesh desde la mañana se había intensificado y concentrado detrás de su ojo derecho, como una aguja penetrante.

Jamás había percibido en aquella casa una atmósfera de paz o de tranquilidad, pero ahora la tensión vibraba en el aire. Sólo Barbara Berowne parecía impermeable a ella. También ella estaba sentada ante la mesa. Se pintaba las uñas y ante ella, en una bandeja, había botellitas de colores brillantes y bolas de algodón. Al entrar él, el pincel quedó por un momento detenido, inmóvil en el aire su punta coloreada.

Sin mirar a su alrededor, Sarah Berowne dijo:

– Mi abuela está preocupada, entre otras razones, por los preparativos para el funeral. No sé si usted, comandante, tiene alguna opinión sobre la relativa conveniencia de entonar el «Libra la buena batalla», o bien «Oh Señor y Hacedor de la humanidad».

Dalgliesh se acercó a lady Ursula y le mostró el botón, en la palma de su mano. Dijo:

– ¿Has visto algún botón como éste, lady Ursula?

Ella le indicó que se acercara más y después inclinó la cabeza hacia sus dedos, como si quisiera oler el botón. Seguidamente, le miró con semblante inexpresivo, y dijo:

– Que yo sepa, no. Parece proceder de una americana de hombre, probablemente cara. No puedo ofrecerle más ayuda.

– ¿Y usted, señorita Berowne?

La joven abandonó la ventana, miró brevemente el botón y contestó:

– No, no es mío.

– No era esa mi pregunta. Yo he preguntado si lo había visto, o alguno parecido a éste.

– Si lo vi, no me acuerdo. Pero es que a mí no me interesa mucho la ropa o los accesorios de la moda. ¿Por qué no se lo pregunta a mi madrastra?

Barbara Berowne tenía la mano izquierda levantada y se soplaba suavemente las uñas. Sólo la del pulgar estaba sin pintar y parecía una deformidad muerta junto a las cuatro puntas rosadas. Al aproximarse Dalgliesh a ella, cogió el pincel y empezó a aplicar cuidadosos trazos de color rosa a la uña del pulgar. Hecho esto, contempló el botón y después volvió rápidamente la cabeza y dijo:

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