P. James - Sabor a muerte

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Adam Dalgliesh tendrá que desvelar en esta ocasión el misterio que rodea el asesinato de dos hombres a los que la muerte ha unido pero que en vida raramente habrían coincidido: un barón y un vagabundo alcohólico. Antes de alcanzar su objetivo, no obstante, deberá enfrentarse a un crimen que conmueve la opinión pública e introducirse en las mansiones de la enigmática clase alta londinense.

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Lady Ursula repuso:

– Lo sé, hija mía. Yo estaba en él, en 1914, cuando murió.

Tomó la carta siguiente de la parte superior de un montón y, sin alzar la vista, continuó:

– Nunca he sido mujer aficionada a la política y puedo comprender que los pobres y los estúpidos voten por el marxismo o por una de sus variantes de moda. Si no se tiene más esperanza que la de vivir como esclavo, bien cabe optar por la forma más eficiente de esclavitud. Pero debo decir que estoy en contra de tu amante, un hombre que ha disfrutado de privilegios toda su vida, y que trabaja para promover un sistema político que asegurará que nadie tenga oportunidad de gozar de lo que él ha disfrutado tan singularmente. Esto sería excusable si él fuese físicamente feo, ya que este infortunio tiende a fomentar envidia y agresión en un hombre. Pero no lo es. Puedo comprender la atracción sexual, aunque sea cincuenta años demasiado vieja para sentirla. Pero tú, seguramente, podrías haberte acostado con él sin tener que cargar con todo ese equipaje de moda.

Sarah Berowne se volvió con actitud fatigada, se acercó a la ventana y contempló desde ella la plaza. Pensó: «Mi vida con Ivor y la célula ha concluido, pero nunca fue honesta, nunca tuvo la menor realidad, nunca pertenecí a ella. Pero tampoco pertenezco a este lugar. Me siento sola y estoy asustada, pero tengo que encontrar mi propio lugar. No puedo volver corriendo al lado de mi abuela, a un antiguo credo, a una falsa seguridad. Y a ella todavía le desagrado y me desprecia, casi tanto como me desprecio yo a mí misma. Esto facilita las cosas. No me exhibiré a su lado en Saint Margaret, como una hija pródiga».

Y entonces oyó la voz de su abuela. Lady Ursula había dejado de escribir y apoyaba ambas manos en la mesa. Decía:

– Y puesto que ahora estáis las dos aquí, hay algo que necesito preguntar. La pistola de Hugo y las balas no están en la caja fuerte. ¿Sabe alguna de vosotras quién las ha cogido?

La cabeza de Barbara Berowne quedaba oculta detrás de su bandeja de botellas. Levantó la vista pero no contestó. Sarah, sobresaltada, dio media vuelta.

– ¿Estás segura, abuela?

Su sorpresa debió de ser obvia. Lady Ursula la miró.

– Por tanto, tú no la has cogido, y es de presumir que no sabrás quién lo ha hecho.

– ¡Claro que no la he cogido! ¿Cuándo descubriste que faltaba?

– El miércoles pasado por la mañana, poco antes de que llegara la policía. Yo pensaba entonces que era posible que Paul se hubiera suicidado y que por tanto hubiera, entre sus papeles, una carta dirigida a mí. Por consiguiente, abrí la caja. No había nada de lo que yo esperaba, pero la pistola había desaparecido.

Sarah preguntó:

– ¿Y sabes cuándo la cogieron?

– Durante meses no he tenido ocasión de mirar el contenido de la caja. Ésta es una de las razones de que no haya dicho nada a la policía. Podía faltar desde hacía semanas. Tal vez no tuviera nada que ver con la muerte de Paul, y no tenía sentido concentrar su atención en esta casa. Más tarde, tuve otra razón para guardar silencio.

Sarah preguntó:

– ¿Qué otra razón pudiste tener?

– Pensé que el asesino pudo haberla cogido para utilizarla contra él mismo si la policía se acercaba demasiado a la verdad. Esto parecería ser una acción muy sensata por su parte, y no vi motivo para prevenirlo. Ahora, creo llegado el momento de decirlo a la policía.

– Claro que debes decírselo. -Sarah frunció el ceño y añadió-: Supongo que Halliwell no la cogería como una especie de recuerdo. Ya sabes la devoción que le profesaba al tío Hugo. Tal vez no le gustara la idea de que cayera en otras manos.

Lady Ursula replicó secamente:

– Es muy probable, y yo comparto su preocupación. Pero ¿en las manos de quién?

Barbara Berowne levantó la vista y dijo con su vocecilla de niña:

– Paul la tiró hace unas semanas. Me dijo que no era prudente conservarla.

Sarah la miró.

– Ni tampoco muy prudente tirarla, diría yo. Supongo que pudo haberla entregado a la policía. Pero ¿por qué? Él tenía licencia de armas y allí donde se guardaba estaba perfectamente segura.

Barbara Berowne se encogió de hombros.

– Bueno, eso es lo que dijo él. Y no tiene importancia, creo yo. No lo mataron de un tiro.

Antes de que cualquiera de las otras dos mujeres pudiera contestar, oyeron el timbre de la puerta principal. Lady Ursula dijo:

– Puede ser la policía. En ese caso, han vuelto antes de lo que yo esperaba. Tengo la impresión de que pueden estar llegando al final de sus investigaciones.

Sarah Berowne le preguntó con brusquedad:

– Tú lo sabes, ¿verdad? Siempre lo has sabido.

– Yo no lo sé, ni tengo pruebas concretas. Pero estoy empezando a suponerlo.

Escucharon en silencio las pisadas de Mattie en el suelo de mármol del vestíbulo, pero parecía como si ésta no hubiera oído el timbre. Sarah Berowne dijo con impaciencia:

– Iré yo. Y ojalá sea la policía. Ya es hora de que todos nosotros nos enfrentemos a la verdad.

V

Fue primero al apartamento de Shepherd's Bush, para recoger la pistola. No sabía con seguridad por qué había de necesitarla, como tampoco estaba seguro de por qué la había sustraído de la caja fuerte. Pero no podía dejarla en Shepherd's Bush; ya era hora de encontrarle un nuevo escondrijo. Y llevar la pistola encima reforzaba su sensación de poder, de ser inviolable. El hecho de que antes hubiese pertenecido a Paul Berowne y ahora fuese suya la convertía en talismán además de arma. Cuando la empuñaba, apuntaba con ella, acariciaba el cañón, volvía a él algo de aquel primer triunfo. Necesitaba sentirlo de nuevo. Era extraño que se desvaneciera con tanta rapidez, hasta el punto de que a veces le asaltaba la tentación de explicar a Barbie lo que había hecho por ella, decírselo ya, mucho antes de que fuera seguro o prudente confiárselo, viendo en su imaginación los ojos azules muy abiertos por el terror, por la admiración, por la gratitud y, finalmente, por el amor.

Bruno se encontraba en su pequeño taller, atareado con su último modelo. Swayne pensó que era un tipo repelente, con su enorme pecho semidesnudo, en el que un amuleto de plata, una cabeza de cabra colgada de una cadena, se balanceaba repulsivamente entre los pelos, y aquellos dedos rechonchos a los que las delicadas piezas de cartón parecían adherirse mientras él las colocaba en su sitio con un cuidado infinito. Sin levantar la vista, Bruno dijo:

– Creía que te habías largado para siempre.

– Y lo hago. Estoy recogiendo mis últimas cosas.

– Entonces quiero que me devuelvas la llave.

Sin decir palabra, Swayne la depositó sobre la mesa.

– ¿Y qué diré si se presenta la policía?

– No vendrán. Saben que me he largado de aquí. Pienso pasar una semana en Edimburgo. Puedes decírselo si vienen a meter las narices aquí.

En la pequeña habitación posterior que, con sus paredes cubiertas por estantes, era a la vez el dormitorio vacante de Bruno y un almacén para sus viejos modelos, nada se movía nunca de su sitio, nada se limpiaba jamás. Se subió a la cama para llegar al atiborrado estante superior, metió la mano debajo del escenario de un modelo del castillo de Dunsinane y extrajo la Smith and Wesson y la munición. La metió en una pequeña bolsa de lona, junto con su último par de calcetines y dos camisas, y después se marchó, sin dirigir ni una sola palabra a Bruno. Había sido un error instalarse allí. En realidad, Bruno nunca lo había querido, y el lugar era una pocilga, hasta el punto de que se preguntó cómo había pasado tanto tiempo en él. El dormitorio de Paul en Campden Hill Square era un lugar mucho más apropiado. Bajó rápidamente por la escalera hasta la puerta de la calle, contento de que nunca más necesitara entrar allí.

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