P. James - Sabor a muerte
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– No tantas veces, John, y en particular no con ella. Hasta dentro de veinte minutos, pues.
IV
Era sólo la segunda vez, desde la muerte de su padre, que Sarah iba al sesenta y dos de Campden Hill Square. La primera había sido la mañana después de difundirse la noticia. Había entonces un pequeño grupo de fotógrafos ante la verja de entrada y ella se había vuelto instintivamente cuando la llamaron por su nombre. A la mañana siguiente vio en el periódico una foto suya, subiendo furtivamente los escalones como una sirvienta infiel que se equivocara de puerta, con el pie: «La señorita Sarah Berowne ha sido hoy uno de los visitantes de Campden Hill Square». Pero ahora no había gente en la plaza. Los grandes olmos esperaban con muda aquiescencia el invierno, con las ramas moviéndose perezosamente en el aire cargado de lluvia. Aunque la tormenta había cesado, la tarde era tan oscura que las luces brillaban pálidamente desde las ventanas de las habitaciones de los primeros pisos, como si ya fuese de noche. Supuso que, detrás de aquellas ventanas, la gente vivía sus existencias secretas, separadas e incluso desesperadas, pero las luces parecían resplandecer de cara al exterior con la promesa de una seguridad inalcanzable.
No tenía llave. Su padre le había ofrecido una cuando ella se marchó, con la rígida formalidad -o al menos así se lo pareció a ella entonces- de un padre Victoriano poco propicio a tenerla bajo su techo, pero reconociendo que, como hija soltera, tenía derecho a su protección y a una habitación en su casa, en caso de necesitarla. Al contemplar la famosa fachada, las ventanas elegantemente redondeadas, supo que nunca había sido y nunca sería su casa. ¿Hasta qué punto esto le había importado a su padre?, se preguntó. A ella siempre le había dado la impresión de que él se alojaba en ella, pero que nunca la había considerado como su propia casa, tal como le ocurría a ella. Sin embargo, ¿había envidiado a su hermano durante su adolescencia, aquellas piedras muertas y prestigiosas? ¿Había codiciado la casa, como había codiciado la novia de su hermano? ¿Qué pensaba cuando, con su madre al lado, había apretado el acelerador en aquel viraje peligroso? ¿Qué cosas de su pasado se habían enfrentado finalmente a él, en aquella ínfima sacristía de la iglesia de Saint Matthew?
Mientras esperaba que Mattie abriera la puerta, se preguntó cómo había de saludarla. Parecía natural decirle: «¿Cómo estás, Mattie?», pero esta pregunta no tenía el menor sentido. ¿Cuándo le había importado a ella saber cómo se sentía Mattie? ¿Qué posible respuesta le cabía esperar, como no fuera una cortesía igualmente desprovista de significado? La puerta se abrió. Mirándola con los ojos de una extraña, Mattie pronunció su tranquilo «buenas tardes». Había en ella algo diferente, pero ¿acaso no habían cambiado todos desde aquella terrible mañana? Mattie tenía el aspecto agotado que Sarah había visto en la cara de una amiga que recientemente había dado a luz: ojos brillantes y cara arrebolada, pero al mismo tiempo hinchada y en cierto modo disminuida, como si la virtud hubiera huido de ella.
Le dijo:
– ¿Cómo estás, Mattie?
– Bien, muchas gracias, señorita Sarah. Lady Ursula y lady Berowne están en el comedor.
La mesa ovalada estaba cubierta de correspondencia. Su abuela estaba sentada muy erguida, dando la espalda a la ventana. Delante de ella había una gran hoja de papel secante y a su izquierda cajas de papel de carta y sobres. Estaba doblando una carta ya escrita cuando Sarah se acercó a ella. Como siempre, intrigó a la joven el hecho de que su abuela se mostrara tan meticulosa con las nimiedades del comportamiento social, tras haberse saltado durante toda su vida las convenciones en materia sexual y religiosa. Aparentemente, su madrastra no tenía cartas de pésame que contestar o bien dejaba esta tarea en manos de otros. Estaba ahora sentada a un extremo de la mesa, disponiéndose a pintarse las uñas, titubeantes las manos sobre una fila de botellitas. No se las pintará de rojo sangre, supongo, pensó Sarah. Pero no, iba a ser de un rosado suave, totalmente inocuo, perfectamente apropiado. Ignoró a Barbara Berowne y dijo a su abuela:
– He venido como respuesta a tu carta. Lo del funeral no es posible. Lo siento, pero no estaré allí.
Lady Ursula le dirigió una mirada prolongada y calculadora, como si ella fuese, pensó Sarah, una nueva camarera que se presentara con unas referencias un tanto sospechosas. Dijo:
– No es deseo particular mío que se celebre un funeral, pero sus colegas así lo esperan y parece que sus amigos lo quieren. Yo asistiré, y espero que su viuda y su hija estén allí conmigo.
Sarah Berowne insistió:
– Ya te he dicho que no es posible. Vendré a la cremación, desde luego, pero eso será en privado, sólo para la familia. Lo que no haré es exhibirme debidamente enlutada en Saint Margaret de Westminster.
Lady Ursula pasó un sello por encima de la humedecida almohadilla y lo pegó con precisión en el ángulo derecho del sobre.
– Me recuerdas a una chica que conocía en mí infancia, la hija de un obispo. Causó cierto escándalo en la diócesis al negarse resueltamente a ser confirmada. Lo que a mí me chocó, pese a contar sólo trece años, fue que ella no tuviera la perspicacia de ver que sus escrúpulos nada tenían que ver con la religión. Tan sólo quería causarle una situación embarazosa a su padre. Esto, desde luego, es perfectamente comprensible, sobre todo en el caso del obispo en cuestión, pero, ¿por qué no mostrarse sincera al respecto?
Sarah Berowne pensó: «No tendría que haber venido. Ha sido una estupidez pensar que lo comprendería, o incluso que trataría de hacerlo». Dijo:
– Supongo, abuela, que tú habrías querido que ella se confirmase, aunque sus escrúpulos hubieran sido auténticos.
– Sí, desde luego, creo que sí. Yo situaría la amabilidad por encima de lo que tú llamarías convicción. Después de todo, si la ceremonia era una comedia, lo que, como sabes, es mi opinión, tampoco podía hacerle ningún daño dejar que las manos episcopales reposaran un momento sobre su cabeza.
Sarah murmuró:
– No sé si querría vivir en un mundo que situara la amabilidad por encima de la convicción.
– ¿No? Pues tal vez fuese más agradable que éste, y considerablemente más seguro.
– Bien, ésta es una comedia en la que yo prefiero no tener ningún papel. Sus ideas políticas no eran las mías, y siguen no siéndolo. Yo debiera estar haciendo una declaración pública. No estaré presente allí y espero que la gente sepa el porqué.
Su abuela contestó secamente:
– Quienes se den cuenta lo sabrán, pero yo no esperaría de ello un gran valor propagandístico. Los viejos estarán observando a sus contemporáneos y preguntándose cuánto tiempo pasará antes de que les llegue el turno, esperando que sus vejigas se contengan durante el acto, y los jóvenes observarán a los viejos. Pero me atrevo a decir que muchos de ellos advertirán tu ausencia, los suficientes como para captar el mensaje de que tú odiabas a tu padre y que prosigues tu venganza política más allá de la tumba.
La joven casi sollozó:
– ¡Yo no le odiaba! Durante la mayor parte de mi vida, lo amé, y hubiera podido seguir queriéndole si él me lo hubiese permitido. Y él no querría que yo estuviera allí, no esperaría que estuviera. Él mismo habría odiado estar. Oh, ya sé que todo será de muy buen gusto, con palabras y música cuidadosamente elegidas, los trajes adecuados, la gente apropiada, pero no estaréis honrándole a él, no a su persona, estaréis honrando a una clase, a una filosofía política, a un club privilegiado. A ti y a los de tu clase no os cabe en la cabeza que el mundo en que crecisteis ha muerto, está muerto.
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