Fuimos hasta un lugar cerca de una palmera. García ocupaba una caprichosa silla de comedor que dominaba la vista de la estancia, ante una mesa dorada con sobre de mármol en la que había un tablero de backgammon preparado para jugar. A su espalda, en la pared amarillo canario, se veía un mural de estilo Fragonard, de una odalisca desnuda, tumbada y con la mano en el regazo de un hombre con cara de aburrimiento, tocado con un turbante rojo. Teniendo en cuenta el lugar que ocupaba la mano, el del turbante podía haber estado más animado. Puesto que García era el dueño del Shanghai, el lugar elegido para nuestra partida no podía ser más adecuado.
El Shanghai de Zanja era el teatro burlesco más obsceno y, por tanto, el más infame y popular de La Habana. A pesar de las setecientas cincuenta localidades que tenía, fuera siempre había una larga cola de hombres ansiosos -jóvenes marineros estadounidenses, en su mayoría- esperando su turno para pagar un dólar y veinticinco centavos por entrar a ver un espectáculo que habría hecho palidecer, por insulso, a cualquier cosa que hubiera visto yo en el Berlín de Weimar. Insulso y, paradójicamente, de buen gusto al mismo tiempo. El espectáculo del Shanghai no tenía ni pizca de buen gusto, principalmente gracias a la aparición en cartel de un mulato alto, llamado Supermán, cuyo miembro, en estado de erección, era tan grande como una aguijada de arrear ganado y, en la práctica, producía un efecto bastante parecido. En el momento cumbre del espectáculo, el mulato, animándose al grito de Tío Sam, escandalizaba a una serie de rubias de aspecto inocente. No era el mejor sitio para llevar a un sátiro de mentalidad liberal, cuanto menos, a una jovencita de diecinueve años.
García se levantó atentamente, pero, a primera vista, no me gustó, como no me habría gustado un chulo o, para el caso, un gorila con smoking, que es lo que parecía. Se movía con la parquedad de un robot, dejaba los gruesos brazos colgando rígidamente a los lados del cuerpo; con la misma rigidez, levantó uno y me tendió una mano del tamaño y color de un guante de halconero. Era calvo, con grandes orejas y labios gruesos. En total, su cabeza parecía robada de una excavación arqueológica egipcia… si no del Valle de los Reyes, sí quizá del barranco de los falsos y zalameros sátrapas. Noté la fuerza de su mano antes de que la retirase y se la metiese en el bolsillo de la chaqueta. La sacó con un puñado de billetes y lo dejó en la mesa, al lado del tablero.
– Es más divertido jugarse la pasta, ¿no le parece? -dijo.
– Claro -dije yo, y dejé el sobre que me había dado Reles junto a su pasta-, pero será mejor ajustar las cuentas al final de la velada, ¿o prefiere al final de cada partida?
– Me parece bien al final de la velada -dijo.
– En ese caso -dije al tiempo que devolvía el sobre al bolsillo-, no hay necesidad de enseñar nada, ahora que sabemos que los dos llevamos bastante.
Asintió y recogió sus billetes.
– Hacia las once tengo que ausentarme un rato -dijo-. Debo volver para supervisar la entrada del Shanghai, la del pase de las once y media.
– ¿Y el de las nueve y media? -pregunté-. ¿Se supervisa solo?
– ¿Conoce mi teatro?
Lo dijo como si fuera el Abbey de Dublín. Tenía la voz que me esperaba: demasiados puros y ejercicio insuficiente. Una voz de hipopótamo revolcándose: sucia y llena de dientes amarillentos y de gas. Peligrosa también, seguramente.
– Sí -dije.
– Puedo volver después -dijo-, para darle la revancha, si quiere recuperar la pasta.
– También puedo hacerle yo el mismo favor.
– Respondo a su pregunta anterior. -Los gruesos labios se estiraron como una vulgar liga rosa-. El pase de las once y media siempre es el más problemático. A esas horas, el público ha bebido más y, a veces, los que no pueden entrar arman jaleo. La comisaría de Zanja queda cerca, por suerte, pero, como sabrá, hay que incentivar a las patrullas para que intervengan.
– La pasta manda.
– En esta ciudad, sí.
Miré al tablero, aunque sólo fuera por no verle la fea cara ni respirar su fétido aliento. Se olía desde un metro de distancia. De pronto me quedé perplejo, al darme cuenta de lo tremendamente obsceno que era lo que miraba. Los picos blancos y negros, con forma de triángulo alargado que tienen todos los tableros de backgammon, eran en ése falos en erección. Entre ellos o envolviéndolos, como modelos de pintor, había desnudos femeninos. El dibujo de las fichas reproducía culos de mujeres blancas y negras y los cubiletes de los jugadores tenían forma de seno femenino; encajaban el uno con el otro formando un pecho que habría sido la envidia de cualquier camarera de la Oktoberfest. Únicamente los cuatro dados de los jugadores y el de doblar las apuestas podían considerarse decorosos.
– ¿Le gusta mi juego? -preguntó con una risita que olía a baño podrido.
– Me gusta más el mío -dije-, pero está cerrado y no me acuerdo de la combinación, de modo que, si le apetece jugar con éste, no tengo inconveniente. Soy de criterios amplios.
– Por fuerza, si vive en La Habana, ¿no? ¿Vamos a puntos o a apuestas?
– Estoy desganado, no me apetece tanto cálculo. Quedémonos con el dado de doblar. ¿Lo dejamos en diez pesos la partida?
Encendí un puro y me senté. A medida que el juego avanzaba, se me fueron olvidando los detalles pornográficos del tablero y el fétido aliento de mi oponente. Íbamos más o menos igualados hasta que García sacó dos dobles seguidos más y, al pasar de cuatro a ocho, me pasó el dado de doblar. Dudé. Los dos dobles seguidos bastaron para aconsejarme prudencia con el dinero que ponía en juego. Nunca había sido yo de los que sacan porcentajes calculando la diferencia de posiciones con respecto al otro jugador. Prefería basarme en el desarrollo del juego y en acordarme de las tiradas que me iban saliendo. Me pareció que no tardaría en sacar un doble que compensase los tres suyos, conque cogí el cubilete y me salió un cinco doble, que era exactamente lo que necesitaba en ese preciso momento; nos quedamos los dos a punto de empezar a sacar las fichas del tablero, más o menos igualados.
Estábamos ya cada cual con las últimas fichas en casa -él, doce; yo, diez-, cuando me volvió a ofrecer doblar la apuesta. Los números estaban a mi favor, siempre y cuando no le saliera el cuarto doble y, como me parecía improbable, lo acepté. Cualquier otra decisión habría sido lo que los cubanos llaman no tener «cojones» y, sin duda, habría tenido efectos desastrosos en el resto de la velada. La apuesta estaba en 160 pesos.
Le salió un cuatro doble, con lo que me igualaba y aumentaban sus posibilidades de ganar la partida, a menos que me saliera otro doble a mí. Ni siquiera parpadeó cuando me salieron un uno y un dos en un momento tan inoportuno y sólo pude sacar una ficha del tablero. A él le salieron un cinco y un seis y sacó dos. Me salieron un cinco y un tres y saqué dos. Luego le salió otro doble a él y sacó cuatro: le quedaban sólo dos y a mí, cinco. No me habría salvado ni un doble.
García no sonreía. Se limitó a coger su cubilete y a tirar los dados con menos emoción que si hubiera sido la primera tirada del juego: insignificante, todavía quedaba toda la partida por delante. Sólo que la primera había terminado y la había perdido yo.
Retiró del tablero las dos últimas fichas y volvió a meter la manaza en el bolsillo del smoking, pero, a diferencia de la primera vez, sacó una libreta negra de piel y un lapicero mecánico de plata, con el que escribió en la primera página el número 160.
Eran las ocho y media. Habían transcurrido veinte minutos… muy caros. Por muy pornógrafo y muy cerdo que fuese, no se podía decir nada malo de su suerte ni de su pericia en el juego. Comprendí que iba a ser más difícil de lo que había pensado.
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