Philip Kerr - Si Los Muertos No Resucitan

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Un año después de abandonar la Kripo, la Policía Criminal alemana, Bernie Gunther trabaja en el Hotel Adlon, en donde se aloja la periodista norteamericana Noreen Charalambides, que ha llegado a Berlín para investigar el creciente fervor antijudío y la sospechosa designación de la ciudad como sede de los Juegos Olímpicos de 1936. Noreen y Gunther se aliarán dentro y fuera de la cama seguirle la pista a una trama que une las altas esferas del nazismo con el crimen organizado estadounidense. Un chantaje, doble y calculado, les hará renunciar a destapar la miseria y los asesinatos, pero no al amor. Sin embargo, Noreen es obligada a volver a Estados Unidos, y Gunther ve cómo, otra vez, una mujer se pierde en las sombras. Hasta que veinte años después, ambos se reencuentran en la insurgente Habana de Batista. Pero los fantasmas nunca viajan solos.

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Asentí.

– ¿Podría venir a mi despacho después de ver al señor Reles? Me encantaría invitarle a un trago para celebrar la victoria.

12

Con el backgammon de Ben Siegel, subí en el ascensor al octavo piso, el de la azotea de la piscina del hotel, donde me esperaban Waxey y otro ascensor. En esa ocasión, el guardaespaldas de Max me trató con un poco más de cordialidad, aunque sólo me di cuenta porque pude leerle los labios. Hablaba en voz muy baja, para lo grande que era, pero hasta más tarde no me enteré de que tenía las cuerdas vocales estropeadas a consecuencia de un tiro en la garganta.

– Lo siento -dijo-, pero tengo que cachearlo antes de que suba.

Dejé el maletín en el suelo, levanté los brazos y miré al infinito mientras él hacía su trabajo. A lo lejos, el Barrio Chino estaba iluminado como un árbol de Navidad.

– ¿Qué hay en el maletín? -preguntó.

– El tablero de backgammon de Ben Siegel. Me lo ha regalado Max, pero la combinación que me dijo para abrirlo no es correcta. Me dijo «seis, seis, seis». Una combinación muy bonita, si funcionase.

Waxey asintió y se apartó. Llevaba pantalones negros sueltos y guayabera gris, del mismo color que su pelo. Como no se había puesto la chaqueta, se le veían los brazos y pude hacerme una idea más aproximada de lo fuerte que debía de ser. Los antebrazos eran como bolos de bolera. Seguramente usaba camisas sueltas para ocultar el arma de la cadera, pero el orillo del faldón se le había quedado enganchado en la pulida culata de madera de un Colt Detective Special del 38, el mejor revólver de cañón corto que existía.

Sacó del bolsillo de los pantalones una llave sujeta con una cadena de plata, la introdujo en el panel del ascensor y le dio media vuelta. No tuvo que apretar ningún botón más. El ascensor inició la subida directamente. Se abrieron las puertas de nuevo.

– Están en la azotea -dijo Waxey.

Los olí enseguida: el tufo penetrante de un pequeño incendio forestal que desprenden varios habanos grandes. Después los oí: fuertes voces estadounidenses, estentóreas carcajadas masculinas, blasfemias sin parar, alguna que otra palabra o expresión en yiddish o en italiano, más carcajadas estentóreas. Al pasar por la sala vi los desechos de una partida de cartas: una mesa grande llena de fichas y vasos vacíos. Terminada la partida, habían salido todos a la pequeña azotea de la piscina: un grupo de hombres con trajes bien cortados y caras embotadas, pero ya no tan duros. Algunos llevaban gafas y chaqueta deportiva, con pañuelo bien doblado en el bolsillo superior. Todos parecían exactamente lo que afirmaban que eran: hombres de negocios, propietarios de hoteles, clubs o restaurantes. Quizá sólo un policía o un agente del FBI habría sabido identificar la verdadera personalidad de todos y cada uno de ellos: todos se habían hecho famosos en las calles de Chicago, Boston, Miami y Nueva York en la época de la Ley Volstead. En el momento en que puse el pie en esa azotea supe que me encontraba entre las mayores bestias del hampa de La Habana: los capos mafiosos con los que tanto gustaba de hablar el senador Estes Kefauver. Había visto en televisión algunas declaraciones de la Comisión del Senado. Esas retransmisiones habían introducido en la vida doméstica el nombre de muchos capos, entre otros, el del hombre bajo, nariz grande y pelo oscuro y bien cortado que se encontraba allí. Llevaba una chaqueta deportiva marrón con camisa abierta. Era Meyer Lansky.

– ¡Aquí está! -dijo Reles.

Habló en un tono un poco más alto de lo normal, pero era la perfección de sastre en persona. Llevaba pantalones grises de franela, limpios zapatos marrones con puntera Oxford, camisa azul con botones en el cuello, corbata azul de seda y americana de cachemira azul marino. Parecía el secretario de la Sociedad del Club Náutico de La Habana.

– Caballeros -dijo-, éste es el hombre de quien les hablaba. Bernie Gunther, mi nuevo director general.

Como de costumbre, me estremecí al oír mi verdadero nombre, dejé el maletín en el suelo y di la mano a Max.

– Tranquilízate, por favor -dijo-. Todos tenemos un historial tan largo como el tuyo, e incluso más. Casi todos estos señores han visto el interior de una celda carcelaria en algún momento de su vida, incluido yo. -Soltó la típica risita Max Reles-. Eso no lo sabías, ¿verdad?

Negué con un movimiento de cabeza.

– Como digo, aquí todos tenemos algo que contar. Bernie, saluda a Meyer Lansky, a su hermano Jake, a Moe Dalitz, a Norman Rothman, a Morris Kleinman y a Eddie Levinson. Apuesto a que no tenías ni idea de que en esta isla hubiese un sinedrio tan numeroso. Lógicamente, somos el cerebro de la organización. Del resto del trabajo se encargan los «macarroni» y los «McPatatas». Anda, saluda a Santo Trafficante, a Vincent Alo, a Tom McGinty, a Sam Tucker, a los hermanos Cellini y a Wilbur Clark.

– Hola -dije.

El hampa habanera me miraba con entusiasmo moderado.

– Seguro que han apostado por mí -comenté.

– Waxey, pon algo de beber a Bernie. ¿Qué tomas, Bernie?

– Me apetece una cerveza.

– Unos jugamos al gin, otros al poker -dijo Max- y otros no distinguen una partida de cartas de la mesa de clasificar de la estafeta de Correos, pero lo importante es que nos reunimos y charlamos en un ambiente de sana competencia, como Jesús y sus malditos discípulos. ¿Has leído La riqueza de las naciones, de Adam Smith, Bernie?

– No puedo decir que sí.

– Smith habla del concepto de «la mano invisible». Dijo que, en un mercado libre, el individuo que persigue su propio interés tiende a estimular el bien del conjunto de la comunidad, por un principio al que denominó «la mano invisible». -Se encogió de hombros-. Es lo que somos nosotros, ni más ni menos. La mano invisible. Yo hace años que lo soy.

– Como todos los demás -gruñó Lansky.

Reles soltó una risita.

– Meyer se cree el más listo, porque lee mucho. -Señaló a Lansky con el dedo-. Sin embargo, también leo yo, Meyer. También leo yo.

– La lectura es cosa de judíos -dijo Alo.

Era un hombre alto, de nariz larga y afilada, al que habría tomado por judío; sin embargo, era italiano.

– Luego les extraña que los judíos prosperen -dijo un hombre risueño que tenía la nariz como una pera de boxeo. Era Moe Dalitz.

– Yo he leído dos libros en mi vida -dijo uno de los irlandeses-, el de apuestas de Hoyle y el manual de instrucciones del Cadillac.

Llegó Waxey con mi cerveza, fría y oscura, como sus ojos.

– F. B. está pensando en reactivar su antiguo programa de educación rural -dijo Lansky-. A algunos de vosotros no os vendría mal apuntaros. No os haría ningún daño un poco de educación.

– ¿El que puso en marcha en el treinta y seis? -dijo Jake, su hermano.

Meyer asintió.

– Aunque le preocupa que algunos de los chicos a los que enseña a leer mañana se conviertan en rebeldes, como los de esa última pandilla que está pasando una temporada en la isla de Pinos.

– Tiene motivos para preocuparse -dijo Alo-. A algunos de esos cabrones les hacen mamar comunismo.

– Por otra parte -dijo Lansky-, cuando la economía de este país despegue de verdad, necesitaremos gente culta que trabaje en nuestros hoteles. Son los croupiers del futuro. Para ser croupier hay que ser listo, rápido con los números. ¿Lees mucho, Bernie?

– Cada vez más -reconocí-. Para mí, es como irse a la legión extranjera francesa: lo hago para olvidar. Para olvidarme de mí mismo, me parece.

Max Reles estaba mirando la hora.

– Hablando de libros, tengo que echaros a todos, chicos. Es hora de pasar cuentas con F. B.

– ¿Cómo funciona eso? -preguntó uno-. Por teléfono, quiero decir.

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