Philip Kerr - Si Los Muertos No Resucitan

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Un año después de abandonar la Kripo, la Policía Criminal alemana, Bernie Gunther trabaja en el Hotel Adlon, en donde se aloja la periodista norteamericana Noreen Charalambides, que ha llegado a Berlín para investigar el creciente fervor antijudío y la sospechosa designación de la ciudad como sede de los Juegos Olímpicos de 1936. Noreen y Gunther se aliarán dentro y fuera de la cama seguirle la pista a una trama que une las altas esferas del nazismo con el crimen organizado estadounidense. Un chantaje, doble y calculado, les hará renunciar a destapar la miseria y los asesinatos, pero no al amor. Sin embargo, Noreen es obligada a volver a Estados Unidos, y Gunther ve cómo, otra vez, una mujer se pierde en las sombras. Hasta que veinte años después, ambos se reencuentran en la insurgente Habana de Batista. Pero los fantasmas nunca viajan solos.

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Philip Kerr Si Los Muertos No Resucitan Berlín Noir 06 III Premio - фото 1

Philip Kerr

Si Los Muertos No Resucitan

Berlín Noir 06

III Premio Internacional de Novela Negra RBA

Título original: If the Dead Rise Not

© 2009, Philip Kerr

© de la traducción: 2009, Concha Cardeñoso Sáenz de Miera, 2009

¿De qué me sirve haber luchado en Éfeso como un hombre contra las fieras, si los muertos no resucitan? Comamos y bebamos, pues mañana moriremos.

Corintios 15, 32

PRIMERA PARTE

Berlín, 1934

1

Era un sonido de los que se confunden con otra cosa cuando se oyen a lo lejos: una sucia gabarra de vapor que avanza humeando por el río Spree; una locomotora que maniobra lentamente bajo el gran tejado de cristal de la estación de Anhalter; el aliento abrasador e impaciente de un dragón enorme, como si un dinosaurio de piedra del zoológico de Berlín hubiese cobrado vida y avanzara pesadamente por Wilhelmstrasse. A duras penas se reconocía que era música hasta que uno advertía que se trataba de una banda militar de metales, aunque sonaba demasiado mecánica para ser humana. De pronto inundó el aire un estrépito de platillos con tintineo de carillones y por último lo vi: un destacamento de soldados que desfilaba como con el propósito de dar trabajo a los peones camineros. Sólo de verlos me dolían los pies. Venían por la calle marcando el paso como autómatas, con la carabina Mauser colgada a la izquierda, balanceando el musculoso brazo derecho desde la altura del codo hasta el águila de la hebilla del cinturón con la precisión de un péndulo, la cabeza alta, encasquetada en el casco gris de acero, y el pensamiento -suponiendo que pensasen- puesto en disparates sobre un pueblo, un guía, un imperio: ¡en Alemania!

Los transeúntes se detuvieron a mirar y a saludar el mar de banderas y enseñas nazis que llevaban los soldados: un almacén entero de paños rojos, negros y blancos para cortinas. Otros llegaban a la carrera dispuestos a hacer lo mismo, pletóricos de entusiasmo patriótico. Aupaban a los niños a hombros para que no perdieran detalle o los colaban entre las piernas de los policías. El único que no parecía entusiasmado era el hombre que estaba a mi lado.

– ¡Fíjese! -dijo-. Ese idiota chiflado de Hitler pretende que volvamos a declarar la guerra a Inglaterra y Francia. ¡Como si en la última no hubiésemos perdido suficientes hombres! Me pone enfermo tanto desfile. Puede que Dios inventase al demonio, pero el Guía se lo debemos a Austria.

La cara del hombre que así hablaba era como la del Golem de Praga y su cuerpo, como barril de cerveza. Llevaba un abrigo corto de cuero y una gorra con visera calada hasta la frente. Tenía orejas de elefante indio, un bigote como una escobilla de váter y una papada con más capas que una cebolla. Ya antes de que el inoportuno comentarista arrojase a la banda la colilla de su cigarrillo y acertase a dar al bombo, se abrió un claro a su alrededor como si fuese un apestado. Nadie quería estar cerca de él cuando apareciese la Gestapo con sus particulares métodos de curación.

Di media vuelta y me alejé a paso vivo por Hedemann Strasse. Hacía un día cálido, casi demasiado para finales de septiembre, y la palabra «verano» me hizo pensar en un bien preciado que pronto caería en el olvido. Igual que libertad y justicia. El lema que estaba en boca de todos era «Arriba Alemania», sólo que a mí me parecía que marchábamos como autómatas sonámbulos hacia un desastre horrendo, pero todavía por desvelar. Lo cual no significaba que fuese yo a cometer la imprudencia de manifestarlo públicamente y, menos aún, delante de desconocidos. Tenía mis principios, desde luego, pero como quien tiene dientes.

– ¡Oiga! -dijo una voz a mi espalda-. Deténgase un momento. Quiero hablar con usted.

Seguí andando, pero el dueño de la voz no me alcanzó hasta Saarland Strasse (la antigua Königgrätzer Strasse, hasta que los nazis creyeron oportuno recordarnos a todos el Tratado de Versalles y la injusticia de la Sociedad de Naciones).

– ¿No me ha oído? -dijo.

Me agarró por el hombro, me empujó contra una columna publicitaria y me enseñó una placa de bronce sin soltarla de la mano. Así no se podía saber si era de la brigada criminal municipal o de la estatal, pero, que yo supiera, en la nueva policía prusiana de Hermann Goering, sólo los rangos inferiores llevaban encima la chapa cervecera de bronce. No había nadie más en la acera y la columna nos ocultaba a la vista de cualquiera que pasase por la calzada. También es cierto que no tenía muchos anuncios pegados, porque últimamente la única publicidad son los carteles que prohíben a los judíos pisar el césped.

– No, no -dije.

– Es por el hombre que acaba de traicionar al Guía de palabra. Estaba usted a su lado, ha tenido que oír lo que decía.

– No recuerdo haber oído nada en contra del Guía -dije-. Yo estaba escuchando a la banda.

– Entonces, ¿por qué se ha marchado de repente?

– Me he acordado de que tenía una cita.

El poli se ruborizó ligeramente. Su cara no era agradable. Tenía los ojos turbios, velados, una rígida mueca de burla en la boca y la mandíbula bastante prominente: una cara que nada debía temer de la muerte, porque ya parecía una calavera. De haber tenido Goebbels un hermano más alto y más fanático, podría haber sido él.

– No lo creo -dijo el poli. Chasqueó los dedos con impaciencia y añadió-: Identifíquese, por favor.

El «por favor» estuvo bien, pero ni así quise enseñarle mi documento. En la sección octava de la segunda página se especificaba mi profesión por carrera y por ejercicio y, puesto que ya no ejercía de policía, sino que trabajaba en un hotel, habría sido lo mismo que declararme no nazi. Y lo que es peor: cuando uno se ve obligado a abandonar el cuerpo de investigación de Berlín por fidelidad a la antigua República de Weimar, puede convertirse, por lo que hace a comentarios traidores sobre el Guía, en el sordo perfecto. Suponiendo que ser traidor consistiera en eso. De todos modos, sabía que me arrestaría sólo por fastidiarme la mañana, lo cual significaría con toda probabilidad dos semanas en un campo de concentración.

Chasqueó los dedos otra vez y miró a lo lejos casi con aburrimiento.

– Vamos, vamos, que no tengo todo el día.

Por un momento me limité a morderme el labio, irritado por el avasallamiento reiterado, no sólo de ese poli con cara de cadáver, sino de todo el Estado nazi. Mi adhesión a la antigua República de Weimar me había costado el puesto de investigador jefe de la KRIPO -un trabajo que me encantaba- y me había quedado tirado como un paria. Es cierto que la República tenía muchos fallos, pero al menos era democrática y, desde su caída, Berlín, mi ciudad natal, estaba irreconocible. Antes era la más liberal del mundo, pero ahora parecía una plaza de armas del ejército. Las dictaduras siempre se nos antojan buenas, hasta que alguien se pone a dictar.

– ¿Está sordo? ¡Enséñeme la identificación de una maldita vez!

El poli chasqueó los dedos nuevamente.

La irritación se me volvió ira. Metí la mano izquierda en el interior de la chaqueta al tiempo que me giraba lo justo para disimular el puño que preparaba con la derecha y, cuando se lo hundí en las tripas, lo hice con todo el cuerpo.

Me excedí. Me excedí muchísimo. El puñetazo le sacó del cuerpo todo el aire que tenía y más. Un golpe así deja tieso a cualquiera durante un buen rato. Aguanté el peso muerto del poli un momento y, a continuación, entré por la puerta giratoria del hotel Deutsches Kaiser abrazándolo con toda naturalidad. La ira se me estaba convirtiendo en algo semejante al pánico.

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