– No se me está insinuando, ¿verdad?
– Si quisiera, estaría en la piscina.
– Max va a lanzarme al estrellato.
– Eso tenía entendido. ¿Por eso vas a casarte con él?
– Pues la verdad es que no. -Se sonrojó levemente y la voz le sonó un poco malhumorada-. Da la casualidad de que nos queremos.
Ahora fui yo quien puso mala cara.
– ¿Qué pasa, Gunther? ¿No se ha enamorado nunca?
– Desde luego que sí. De tu madre, por ejemplo, aunque fue hace veinte años. En aquellos tiempos, todavía podía decir a una mujer con toda la sinceridad del mundo que estaba enamorado de ella. Ahora, eso son sólo palabras. A mi edad, ya no se trata de amor. Uno no puede convencerse de que lo es. No lo es en absoluto. Siempre es otra cosa.
– ¿Le parece que sólo quiere casarse conmigo por el sexo? ¿Es eso?
– No. Es más complicado. Se trata de querer ser joven otra vez. Por eso muchos hombres mayores se casan con chicas mucho más jóvenes, porque creen que la juventud se contagia, pero nada más lejos de la realidad. Por el contrario, lo que sí que se contagia es la vejez. Quiero decir que, con el tiempo, es seguro que también tú la contraerás. -Me encogí de hombros-. Insisto, encanto, lo que yo piense no tiene importancia. No soy más que un haragán que una vez se enamoró de tu madre.
– No creas que eres socio de un club tan exclusivo.
– No lo creo. Tu madre es una mujer muy bella. Seguro que todo lo que tienes lo has heredado de ella. -Asentí-. Eso que has dicho antes, lo de suicidarse… Voy a ir a verla antes de marcharme.
Me alejé rápidamente de allí y entré en la casa antes de soltar una barbaridad, que era lo que tenía ganas de hacer.
Las puertas de cristal de la parte de atrás estaban abiertas y sólo montaba guardia un antílope, conque entré y eché un vistazo en el dormitorio de Noreen. Esta durmiendo desnuda encima de la sábana de arriba y me quedé mirándola un minuto de reloj. Dos mujeres desnudas en una sola tarde… Era como ir a Casa Marina, salvo por un detalle: acababa de darme cuenta de que había vuelto a enamorarme de Noreen. Puede que mis sentimientos por ella no hubiesen cambiado nunca, pero los había enterrado tan hondo que se me había olvidado dónde. No sé, pero, a pesar de lo que le había dicho a Dinah, si Noreen hubiese estado despierta, le habría arrojado a la cara un montón de sentimientos, entre ellos, unos cuantos sinceros de verdad.
Tenía los muslos completamente separados y, por cortesía, aparté de allí la vista; fue entonces cuando vi la pistola en las estanterías, al lado de unas fotografías y de un frasco con una rana en formol. La rana parecía común y corriente, pero el revólver no. Aunque lo hubiese inventado y fabricado el belga que le dio su nombre, el Nagant había sido el arma auxiliar reglamentaria de los oficiales rusos del Ejército Rojo y la NKVD. Un arma pesada e inesperada en esa casa.
La cogí por la curiosidad de haberla reconocido. Tenía una estrella roja incrustada en la culata, cosa que corroboraba su origen sin sombra de duda.
– Ésa es su pistola -dijo Dinah.
Miré alrededor mientras Dinah entraba en la habitación y tapaba a su madre con la sábana.
– No es precisamente un arma femenina -dije.
– Dígamelo a mí.
Se fue al cuarto de baño.
– Dejo mi número en el escritorio del teléfono -le dije desde fuera-. Llámame, si te parece que de verdad puede ponerse en peligro. A cualquier hora.
Me abotoné la chaqueta y salí del dormitorio. Vi fugazmente a Dinah sentada en el retrete y, al oír el ruido de la orina, pasé rápidamente al estudio.
– No creo que lo dijera en serio -replicó Dinah-, como tantas otras cosas.
– Eso lo hacemos todos.
Había un escritorio de madera con tres cajones, repleto de grabados de animales, cartuchos de diferentes tamaños y balas de rifle, puestas de pie como pintalabios letales. Busqué papel y bolígrafo y escribí mi número de teléfono en cifras grandes para que se viese bien. Y no como a mí. Después, me marché.
Volví a casa y pasé el resto del día y la mitad de la noche en mi pequeño taller. Trabajé pensando en Noreen, en Max Reles y en Dinah. No me llamó nadie por teléfono, pero eso no tenía nada de particular.
El Barrio Chino de La Habana era el mayor de Latinoamérica y, como se estaba celebrando el Año Nuevo Chino, las calles laterales de Zanja y Cuchillo estaban adornadas con farolillos de papel; proliferaban los mercadillos al aire libre y las comparsas de la danza del león. En el cruce de Amistad con Dragones había un portalón del tamaño de la Ciudad Prohibida que, a la caída de la noche, se convertiría en el centro de una tremenda descarga de fuegos artificiales, el momento cumbre de las fiestas.
A Yara le gustaba toda clase de desfiles ruidosos; por ese motivo, excepcionalmente, había optado por salir con ella por la tarde. En las calles del Barrio Chino abundaban las lavanderías, las casas de comida, los fumaderos de opio y los burdeles, pero sobre todo hervían de gente, chinos en su mayoría; tantos, que uno se preguntaba dónde se habían escondido hasta entonces.
Compré a Yara algunas fruslerías -fruta y golosinas- que le encantaron. A cambio, en los puestos de medicina tradicional, se empeñó en regalarme una taza de licor macerado que, según ella, aumentaba mucho la virilidad. Sólo después de haberlo tomado supe que estaba hecho de madreselva, iguana y ginseng. Lo de la iguana no me hizo ninguna gracia y, después de haber ingerido el infecto brebaje, me pasé unos cuantos minutos convencido de que me habían envenenado. Hasta el punto de que creí sin la menor duda que sufría una alucinación cuando, a la derecha del Barrio Chino, en la esquina de Maurique y Simón Bolívar, descubrí una tienda que no había visto nunca. Ni siquiera en Buenos Aires, donde tal vez habría sido más fácil entender la existencia de un establecimiento de esas características. Se trataba de una tienda de recuerdos nazis.
Al cabo de un momento me di cuenta de que Yara también lo había visto; la dejé en la calle y entré con tanta curiosidad por saber qué clase de persona podía vender ese material como por quién podía comprarlo.
En el interior había expositores de cristal con pistolas Luger y Walther P-38, cruces de hierro, galones del Partido Nazi, placas de identificación de la Gestapo y navajas de las SS, así como ejemplares del periódico Der Stürmer envueltos en celofán, como si fueran camisas recién salidas de la lavandería. Había también un maniquí con el uniforme de capitán de las SS que, no sé por qué, parecía de prestado. Entre dos banderas nazis, atendía el mostrador un hombre más bien joven, de barba negra, que no podía parecer menos alemán. Era alto, delgado y cadavérico, como una figura de El Greco.
– ¿Busca algo en particular? -me preguntó.
– Una cruz de hierro, tal vez -le dije.
Eso fue lo que dije, pero no porque me interesase la cruz; lo que me interesaba era él.
Abrió un expositor de cristal y depositó la medalla en el mostrador como si fuera un broche de diamantes de señora o un reloj de calidad.
La miré un rato y le di la vuelta.
– ¿Qué le parece? -me preguntó.
– Es falsa -dije-, una imitación poco lograda. Y otra cosa: el cinturón que cruza la pechera del uniforme del capitán de las SS va en sentido contrario. Una cosa es falsificar y otra muy distinta cometer un error tan elemental como ése.
– ¿Es usted entendido en la materia?
– Creía que en Cuba era ilegal -respondí sin responderle.
– La ley sólo prohíbe fomentar la ideología nazi -dijo-, pero vender recuerdos históricos es legal.
– ¿Quién compra estas cosas?
– Sobre todo los estadounidenses. También los marineros y algunos turistas que sirvieron en los ejércitos europeos y quieren tener el recuerdo que no pudieron coger en su momento. Lo que más buscan es material de las SS. Supongo que es una fascinación morbosa, pero lógica, en cierto modo. De ellos, podría vender todo lo que quisiera. Por ejemplo, las navajas salen como rosquillas, las compran para abrecartas. Por supuesto, coleccionar esta clase de recuerdos no significa que se esté de acuerdo con el nazismo ni con lo que pasó. Sin embargo, pasó y son hechos históricos y, por lo tanto, nada tiene de malo interesarse por estas cosas, hasta el punto de querer poseer algo que casi es un fragmento vivo de esa historia. ¿Por qué habría de parecerme malo? Verá, es que soy polaco. Me llamo Szymon Woytak.
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