»Por otra parte -prosiguió-, a esta gente nunca se la puede subestimar. No les cuesta nada meterte una bala en la cabeza, si tienen buenas agarraderas, o ponerte una granada en el retrete, si se trata de política. En mi caso, tengo que andar con cuatro ojos, de lo contrario, no tardarían nada en freírme. Y ahí es donde entras tú, Gunther.
– ¿Yo? No sé cómo, Max.
– Vamos a comer y te lo cuento.
Subimos al ático en el ascensor y allí nos encontramos con Waxey. Visto de cerca, tenía cara de luchador mexicano, de los que suelen llevar antifaz. Pensándolo bien, todo él parecía un luchador mexicano. Tenía unos hombros como dos penínsulas de Yucatán. No dijo una palabra. Se limitó a cachearme con unas manos como las del tío de las ovejas negras de Esaú.
El ático era moderno y tan cómodo como una nave espacial. Nos sentamos a una mesa de cristal y comimos sin dejar de mirarnos los zapatos el uno al otro. Los míos eran cubanos y no estaban muy limpios, los de mi anfitrión brillaban más que campanas y cantaban con la misma fuerza. Me sorprendió que la comida fuera kosher o, al menos, judía, porque nos la sirvió una mujer alta y atractiva que era negra. Claro, que a lo mejor se había convertido al judaísmo, como Sammy Davis Jr. Cocinaba bien.
– Cuanto mayor me hago, más me gusta la cocina judía -dijo Max-. Será porque me recuerda a la infancia, a lo que comían todos los niños, menos yo, porque la puta de mi madre se fugó con un sastre y Abe y yo no volvimos a verla nunca más.
A la hora del café, Max volvió a encender el puro que había dejado a medias y yo saqué uno de su humidificador, que era del tamaño de un cementerio.
– Bien, voy a contarte por qué me puedes ayudar, Gunther. Porque no eres judío, ya ves.
Lo dejé pasar. En esa época, ya no parecía que valiese la pena recordar una cuarta parte de sangre judía.
– Ni italiano ni cubano. Ni siquiera estadounidense. Y no me debes absolutamente nada. Joder, Gunther, no me aprecias ni para eso.
No lo contradije. Ya éramos mayorcitos. Pero tampoco le di la razón. Veinte años era mucho tiempo para olvidar muchas cosas, pero tenía más motivos para no apreciarlo de los que podía él imaginarse o recordar.
– Y todo eso te hace independiente, una cualidad muy valiosa en La Habana, porque significa que no debes vasallaje a nadie. Aun así, todo eso no serviría de nada si fueses potchka, pero resulta que tampoco lo eres, sino que eres mensch, un tío legal, y la pura verdad es que me vendría muy bien un mensch con experiencia en grandes hoteles, por no hablar de los años que pasaste en la policía de Berlín. ¿Por qué? Porque necesito que me ayudes: quiero que las cosas funcionen bien aquí, ya ves. Quiero que desempeñes la función de director general del hotel y del casino: una persona de confianza, que no me juegue malas pasadas, que no se ande con rodeos y vaya directo al grano. ¿Quién, mejor que tú?
– Mira, Max, me halagas, no creas que no, pero es que en estos momentos no necesito empleo.
– No te lo tomes como un empleo. No lo es. Aquí no tienes que cumplir un horario. Es una ocupación. Todos necesitamos una ocupación, ¿verdad? Un sitio al que ir a diario: unos días, más tiempo y otros, menos. Eso es bueno, porque, entonces, los cabrones de mis empleados estarán siempre pendientes de si vienes o no. Mira, parezco un noodge y no me hace ninguna gracia, pero me harías un favor si anduvieras por aquí. Un favor muy grande. Por eso estoy dispuesto a pagarte un montón de dólares. ¿Qué te parece veinte mil al año? Apuesto a que nunca ganaste tanto en el Adlon. Más coche, despacho, secretaria que cruce mucho las piernas y no lleve bragas… Lo que quieras.
– No sé, Max. Si lo hago, tendría que ser a mi manera, sin rodeos o nada.
– ¿No te he dicho que es eso exactamente lo que necesito? En este negocio no hay más método que ir al grano.
– En serio: sin interferencias. Sólo te rendiría cuentas a ti y a nadie más.
– Adjudicado.
– ¿Qué tendría que hacer? Ponme un ejemplo.
– Una de las primeras cosas de las que quiero que te encargues es de la contratación y los despidos. Quiero que despidas a un jefe del casino. Es marica; no quiero empleados maricas en el hotel. También quiero que hagas las entrevistas de las solicitudes que se presenten para trabajar en el hotel y en el casino. Tienes buen olfato para eso, Gunther. Un cabrón cínico como tú sabe asegurarse de que contratemos a gente honrada y normal, cosa que no siempre es fácil, porque a veces te echan el humo en los ojos. Por ejemplo, pago los salarios más altos, mejores que los de cualquier hotel de la ciudad. Por eso quieren trabajar aquí casi todas las chicas (y sobre todo contrato chicas, porque es lo que quieren ver los clientes), pero, claro, están dispuestas a hacer cualquier cosa por un puesto de trabajo. Me refiero a cualquier cosa de verdad, pero eso no siempre es bueno para mí. No soy más que un ser humano y, en estos momentos de mi vida, no me hace ninguna falta toda esa cantidad de tentaciones mayúsculas. Se acabó el andar follando a diestro y siniestro. ¿Sabes por qué? Porque voy a casarme con Dinah, ya ves.
– Enhorabuena.
– Gracias.
– ¿Lo sabe ella?
– ¡Pues claro, petardo! La chica bebe los vientos por mí y yo por ella. Sí, sí, ya sé lo que vas a decir: que podría ser su padre. No empieces otra vez con lo de las canas y la dentadura postiza, como anoche, porque te aseguro que va en serio. Voy a casarme con ella y después voy a poner en movimiento todos mis contactos con el negocio del espectáculo, para ayudarla a convertirse en estrella de cine.
– ¿Y Brown?
– ¿Brown? ¿Qué es eso?
– Es la universidad a la que quiere mandarla Noreen.
Reles hizo una mueca.
– Eso es lo que quiere Noreen para sí misma, no para su hija. Dinah quiere ser artista de cine. Ya se la he presentado a Sinatra, a George Raft, a Nat King Cole… ¿Te ha dicho Noreen que la chica sabe cantar?
– No.
– Con su talento y mis contactos, puede llegar donde quiera.
– ¿A ser feliz también?
Reles se estremeció.
– Sí, también. Maldita sea, Gunther, ¡qué cabronazo recalcitrante llegas a ser! ¿Por qué?
– He practicado mucho, puede que más que tú, que ya es decir. No voy a hacerte un resumen completo del melodrama, Max, pero, cuando terminó la guerra, había visto y hecho unas cuantas cosas que habrían matado a Jiminy Cricket de un ataque cardiaco. Me salieron dos corazas más sobre la conciencia con la que vine a la vida, como los callos de los pies. Después pasé dos años con los soviéticos, de invitado en una residencia de descanso para prisioneros de guerra alemanes agotados. Me enseñaron mucho sobre hospitalidad, es decir, sobre lo que no es la hospitalidad. Cuando me escapé, maté a dos y fue un placer como nunca lo había sido para mí. Tómatelo como quieras. Después monté mi propio hotel, hasta que falleció mi mujer en un manicomio. Pero yo no servía para eso, lo mismo que si hubiese montado un colegio de señoritas en Suiza para rematar la educación de jóvenes inglesas. Ahora que lo digo, ojalá lo hubiese montado. Habría rematado a unas cuantas para siempre. Buenos modales, cortesía alemana, encanto, hospitalidad… Me quedo corto de todas esas cosas, Max. A mi lado, hasta el peor cabrón se siente satisfecho de sí mismo. Cuando me conocen, vuelven a casa, leen la Biblia y dan gracias a Dios porque no son yo. Así que, dime, ¿por qué te parezco apto para ese trabajo?
– ¿Quieres que te diga la verdad? -Se encogió de hombros-. Hace muchos años… el barco del lago Tegel… ¿te acuerdas?
– ¡Cómo iba a olvidarlo!
– Aquel día te dije que me caías bien, Gunther, y que había pensado en ofrecerte trabajo, pero que de nada me serviría un hombre honrado.
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