Philip Kerr - Si Los Muertos No Resucitan

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Un año después de abandonar la Kripo, la Policía Criminal alemana, Bernie Gunther trabaja en el Hotel Adlon, en donde se aloja la periodista norteamericana Noreen Charalambides, que ha llegado a Berlín para investigar el creciente fervor antijudío y la sospechosa designación de la ciudad como sede de los Juegos Olímpicos de 1936. Noreen y Gunther se aliarán dentro y fuera de la cama seguirle la pista a una trama que une las altas esferas del nazismo con el crimen organizado estadounidense. Un chantaje, doble y calculado, les hará renunciar a destapar la miseria y los asesinatos, pero no al amor. Sin embargo, Noreen es obligada a volver a Estados Unidos, y Gunther ve cómo, otra vez, una mujer se pierde en las sombras. Hasta que veinte años después, ambos se reencuentran en la insurgente Habana de Batista. Pero los fantasmas nunca viajan solos.

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»Bien. Al día siguiente volví al Saratoga, como si todo siguiera tan normal en mi vida. Eso no podía evitarlo. Debía proceder con normalidad, pues, de lo contrario, levantaría sospechas. Y, aun así, el capitán López sospechó de mí desde el principio. Incluso puede que lo hubiera descubierto, pero conseguí convencer a Lansky de que el tirador podía no haber aprovechado el ruido de los fuegos artificiales, como parecía que pensaba todo el mundo. En eso, la policía me ayudó mucho. Ni siquiera se habían tomado la molestia de buscar el arma homicida. Saqué mis músculos de detective del hotel Adlon y dije que mirasen en las cestas de la lavandería. Poco después encontraron el arma.

»En cuanto los hampones vieron el silenciador en el revólver, empezaron a pensar que aquello era obra de un profesional… y que tenía que ver con sus negocios en La Habana… en vez de con un asunto que había empezado hacía veinte años. Y lo que es mejor, pude explicar que, gracias al silenciador, podían haber matado a Max a cualquier hora, no necesariamente durante los fuegos artificiales, como decía el capitán. Con eso se derrumbó su teoría de que el tirador era yo y quedé como Nero Wolfe. El caso es que me había librado de toda sospecha, pensé, aunque demasiado convincentemente, para mi gusto. A Meyer Lansky le gustó que superase al policía y, puesto que Max ya le había hablado de mi pasado en Homicidios en Berlín, se le ocurrió que, para evitar una guerra de la mafia en La Habana, la persona más indicada para llevar la investigación de la muerte de Max Reles era yo.

»Al principio me horrorizó, pero después empecé a vislumbrar la posibilidad de quedar completamente limpio. Sólo necesitaba encontrar un culpable a quien cargar el muerto sin que tuviese que morir nadie más. No tenía la menor idea de que pensaban liquidar a Waxey, el guardaespaldas de Max, a modo de póliza de seguros, por si acaso había tenido algo que ver realmente. Es decir, se podría decir que también lo maté yo. Eso fue una desgracia. De todos modos, tuve la suerte, mala para el sujeto, pero buena para mí, de que uno de los jefes del casino del Saratoga, un tal Irving Goldstein, hubiera tenido relaciones con un actor que actuaba de mujer en el club Palette y, cuando me enteré de que se había quitado la vida porque Max Reles había estado a punto de despedirlo por marica, me pareció que ni hecho de encargo para endosarle el muerto. Así, antes de anoche fui a registrar su apartamento con el capitán Sánchez, colé el dibujo técnico que había hecho yo del silenciador Bramit y procuré que lo encontrase Sánchez.

»Después, enseñé el dibujo a Lansky y le dije que era una prueba prima facie de que seguramente había sido Goldstein quien había matado a Max Reles. A Lansky también se lo pareció, porque así lo deseaba, porque cualquier otro resultado habría sido nefasto para los negocios. Y lo más importante: yo quedaba más que limpio. Bien, ya lo ves. Puedes tranquilizarte, no fue tu hija quien mató a Max Reles. Fui yo.

– No sé cómo pude sospechar de ella -dijo Noreen-. ¡Qué mala madre soy!

– Ni te lo plantees. -Sonreí irónicamente-. Por cierto, cuando tu hija vio el arma homicida en el ático, la reconoció inmediatamente y después me dijo que creía que a Max lo habías matado tú. Lo único que pude hacer para convencerla de su error fue decirle que en Cuba había muchos revólveres como el tuyo, aunque eso no es cierto. Al contrario, es la primera arma rusa que he visto en Cuba. Desde luego, podía haberle dicho la verdad, pero cuando me dijo que volvía a los Estados Unidos, me pareció inútil. Es decir, si se lo decía, tendría que haberle contado todo lo demás. Es decir, porque era lo que querías tú, ¿no? Que se marchase de La Habana y fuese a la universidad, ¿verdad?

– Y por eso lo mataste -dijo.

Asentí.

– Tenías razón. No podías permitir que se fuera con un hombre como ése. Iba a llevarla a un fumadero de opio y Dios sabe qué más. Lo maté porque podría haberse convertido en cualquier cosa, si se hubiera casado con él.

– Y por lo que te dijo Fredo cuando fuiste a su despacho del edificio Bacardi.

– ¿Te lo contó?

– De camino al hospital. Por eso lo ayudaste, ¿verdad? Porque te dijo que Dinah es hija tuya.

– Estaba esperando oírtelo decir a ti, Noreen. Ahora que ya lo has hecho, puedo preguntártelo. ¿Es cierto?

– Es un poco tarde para preguntarlo, ¿no? En vista de lo que le ha pasado a Max.

– Lo mismo podría decirte yo a ti, Noreen. ¿Es cierto?

– Sí, es cierto. Lo siento. Tenía que habértelo dicho, pero entonces tendría que haber revelado a Dinah que Nick no era su padre, pero, hasta el día de su muerte, siempre se llevó mejor con él que conmigo. Me parecía que sería quitarle una cosa importante cuando más necesitaba yo influir en ella, ¿lo entiendes? No sé qué habría pasado, si se lo hubiese dicho. Cuando sucedió (es decir, cuando nació, en 1935), pensé en escribirte. Muchas veces, pero, cada vez que lo pensaba, veía lo bien que se portaba Nick con ella y, sencillamente, no podía. Él siempre creyó que Dinah era hija suya, pero esas cosas las sabemos muy bien las mujeres. Con el paso de los meses y los años, me pareció que la cosa iba perdiendo importancia. Después vino la guerra y, con ella, las ideas de hacerte saber que tenías una hija. No sabía a dónde escribirte. Cuando volví a verte en la librería, no podía creérmelo y, desde luego, pensé en decírtelo esa misma noche, pero hiciste un comentario de muy mal gusto y pensé que también tú podías ser una mala influencia de La Habana. Estabas tan amargado y cínico que casi no te reconocí.

– Sé lo que es. Últimamente, casi no me reconozco yo tampoco. O peor, reconozco a mi padre. Me miro al espejo y es él quien me mira con sorna y desprecio, porque no he comprendido que soy y siempre seré igual que él, si no él exactamente. Hiciste bien en no decirle que soy su padre. Max Reles no era el único hombre que no le convenía. Yo tampoco le convengo. Lo sé. No tengo intenciones de intentar verla y establecer alguna relación con ella. Ahora ya es tarde, me parece. Por lo tanto, de eso también puedes estar segura. Me basta con saber que tengo una hija y con haberla conocido. Todo gracias a Alfredo López.

– Como te he dicho, no he sabido que te lo había contado hasta hace un momento, cuando lo llevé al hospital. Se supone que los abogados no deben hablar con nadie de los asuntos de sus clientes, ¿verdad?

– Cuando le saqué las castañas del fuego con lo de los panfletos, le pareció que quedaba en deuda conmigo y que yo podía ser un padre cuya ayuda sirviese de algo. Al menos, eso fue lo que dijo.

– Y con razón. Me alegro de que te lo contase. -Me abrazó con más fuerza-. Y la has ayudado. Habría matado a Max con mis propias manos, si hubiera podido.

– Todos hacemos lo que podemos.

– Por eso fuiste al cuartel del SIM y los convenciste de que soltaran a Fredo, porque querías devolverle el favor.

– Lo que me dijo me dio un poco de esperanza, como si no hubiese desperdiciado la vida del todo.

– Pero, ¿cómo? ¿Cómo los convenciste de que lo soltaran?

– Hace un tiempo descubrí por casualidad el escondite de un alijo de armas en la carretera de Santa María del Rosario. Lo cambié por su vida.

– ¿Nada más?

– ¿Qué más puede haber?

– No sé cómo empezar a darte las gracias -dijo.

– Vuelve a escribir libros y yo volveré a jugar al backgammon y a fumar puros. Por lo que veo, te estás preparando para cambiarte de casa, a una tuya. Tengo entendido que Hemingway va a volver pronto.

– Sí, en junio. Tiene suerte de seguir con vida, con todo lo que le ha ocurrido. Quedó muy malherido en dos accidentes de avión seguidos. Después sufrió quemaduras graves en un incendio en la selva. Con todo eso, tendría que haber muerto. Incluso publicaron su esquela en algunos periódicos estadounidenses.

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