– No, no se moleste. Sé unas cuantas cosas sobre usted. Está todo aquí. Tengo una copia de su ficha de la CIA, Gunther. Como ve, el nuevo espíritu de colaboración con los Estados Unidos no es exclusivo de Cuba. Argentina también lo tiene. A la CIA le interesa tanto evitar el crecimiento del comunismo en ese país como en el nuestro. También hay rebeldes en Argentina, igual que aquí. Sin ir más lejos, el año pasado los comunistas pusieron dos bombas en la plaza principal de Buenos Aires y mataron a siete personas. Pero me estoy adelantando.
»Cuando Meyer Lansky me habló de su experiencia en la inteligencia alemana, de su lucha contra el comunismo durante la guerra, confieso que me fascinó y me propuse averiguar más cosas. Pensé egoístamente que tal vez pudiera serme útil en nuestra guerra contra el comunismo. Entonces, me puse en contacto con el jefe de la Agencia y le pedí que hablase con su homólogo en Buenos Aires, a ver si podía contarnos algo sobre usted. Nos contaron muchas cosas. Al parecer, su verdadero nombre es Bernhard Gunther y nació en Berlín. Allí fue policía en primer lugar, después hizo algo en las SS y, por último, estuvo también en el servicio alemán de inteligencia militar, el Abwehr. La CIA contrastó sus datos con los del Registro Central de Criminales de Guerra y Sospechosos de Seguridad, el CROWCASS, y con el Centro de Documentación de Berlín. Aunque no lo buscan por crímenes de guerra, parece ser que la policía de Viena lo tiene en busca y captura por la muerte de dos desgraciadas mujeres.
No tenía objeto negarlo, aunque yo no había matado a nadie en Viena, pero pensé que podía darle una explicación acorde con sus ideas políticas.
– Después de la guerra -dije-, por mi experiencia en la lucha contra los rusos, me destinaron al contraespionaje estadounidense: primero, en el CIC 970 alemán, después, en el 430 austriaco. Como sin duda sabrá, el CIC fue precursor de la CIA. El caso es que me utilizaron para descubrir a un traidor de su organización, un tal John Belinsky, quien resultó ser agente de la MVD rusa. Eso fue en septiembre de 1947. Lo de las dos mujeres fue mucho más tarde, en 1949. A una la maté porque era la mujer de un infame criminal de guerra, la otra era agente rusa. Probablemente, ahora los Estados Unidos lo negarán, pero fueron ellos quienes me sacaron de Austria. Cuando las ratas abandonaban el barco, ayudaron a huir a algunos nazis. Me proporcionaron un pasaporte de la Cruz Roja a nombre de Carlos Hausner y me metieron en un barco con rumbo a Argentina, donde trabajé una temporada con la policía secreta, la SIDE. Ahí estuve hasta que el trabajo que me habían encomendado se volvió problemático para el gobierno y me convertí en persona non grata. Me despacharon con un pasaporte argentino y algunos visados y así llegué aquí. Desde entonces, he procurado mantenerme al margen de cualquier complicación.
– Ha tenido una vida interesante, no cabe duda.
Asentí.
– Eso pensaba Confucio -dije.
– ¿Qué dice?
– Nada. Vivo tranquilamente aquí desde 1950, pero hace poco tropecé con un antiguo conocido, Max Reles, quien me ofreció trabajo, porque sabía que había trabajado en la brigada criminal de Berlín. Iba a aceptarlo, pero entonces lo mataron. Entre tanto, Lansky también llegó a conocer parte de mi historial y, cuando mataron a Max, me pidió que hiciese el trabajo de la policía de la ciudad. Como usted comprenderá, a Meyer Lansky no se le puede negar nada, al menos en La Habana. Y aquí estamos ahora, pero la verdad es que no sé en qué puedo ayudarlo a usted, teniente Quevedo.
Uno de los soldados que cavaban delante de nosotros dio una voz. El hombre tiró la pala, se arrodilló un momento, se asomó al agujero, volvió a ponerse de pie y nos hizo una señal: había encontrado lo que buscábamos.
– Es decir, aparte de la ayuda que acabo de prestarle con ese alijo de armas.
– Cosa que le agradezco enormemente, como pronto le demostraré a su entera satisfacción, señor Gunther. Puedo llamarlo así, ¿verdad? Al fin y al cabo, es su verdadero apellido. No, lo que quiero es otra cosa, otra cosa muy distinta y más duradera. Con su permiso, me explico: tengo entendido que Lansky le ha ofrecido trabajo en su empresa. No, eso no es exacto, no lo tengo entendido. La verdad es que la idea se la di yo… la de ofrecerle trabajo.
– Gracias.
– No hay de qué. Supongo que pagará bien. Lansky es generoso. Para él, es una buena inversión, sencillamente. Tanto pagas, tanto recibes. Es un jugador, desde luego, y como a la mayoría de los jugadores inteligentes, le desagrada la incertidumbre. Si no está completamente seguro de una cosa, hace lo que más se le acerque para limitar los riesgos de la apuesta. Y ahí es donde entra usted, porque, verá, si Lansky intenta limitar los riesgos de la apuesta por Batista ofreciendo respaldo económico a los rojos, a mis jefes les gustaría saberlo al momento.
– ¿Quiere que lo espíe? ¿Es eso?
– Exactamente. ¿Hasta qué punto puede ser una misión difícil para un hombre como usted? Al fin y al cabo, Lansky es judío. Espiar a los judíos debería ser algo innato en un alemán.
Me pareció que no valía la pena discutir esa cuestión.
– ¿A cambio de qué?
– A cambio de no deportarlo a usted a Austria y ahorrarle las consecuencias de esas dos denuncias por homicidio. Además, se queda con toda la pasta que le pague Lansky.
– Sepa que tenía intención de hacer un breve viaje a Alemania por cuestiones familiares.
– Me temo que ahora no será posible. Porque, en realidad, si se marcha, ¿qué garantía tendríamos de que volvería? Y perderíamos una gran ocasión de espiar a Lansky. A propósito, por su propia seguridad, es mejor que no informe de esta conversación a su nuevo jefe. Cuando ese hombre sospecha de la lealtad de alguien, tiene la horrible costumbre de liquidarlo. Por ejemplo, el señor Waxman. Casi seguro que lo mandó matar Lansky. Creo que con usted haría lo mismo. Es de los que aplican a rajatabla el principio de «más vale prevenir que por descuido llorar». No se le puede reprochar. A fin de cuentas, ha invertido millones en La Habana; tenga por seguro que no va a consentir que se le interponga nada. Ni usted, ni yo ni el mismísimo presidente. Lo único que le interesa es seguir ganando dinero y ni a él ni a sus amigos les importa el régimen del país, mientras puedan seguir con lo suyo.
– Eso es una fantasía -insistí-. No creo que Lansky vaya a apoyar a los comunistas.
– ¿Por qué no? -Quevedo se encogió de hombros-. ¡Qué estupidez, Gunther! Pero usted no es estúpido. Mire lo que le digo, quizá le interese saber que, según la CIA, en las últimas elecciones presidenciales de los Estados Unidos, Lansky hizo una aportación muy generosa tanto a los republicanos, que ganaron, como a los demócratas, que perdieron. De esa forma, ganara quien ganase, tendrían algo que agradecerle. A eso voy, ¿entiende? La influencia política no tiene precio y Lansky lo sabe más que de sobra. Como le he dicho, es un buen negocio, ni más ni menos. Yo en su lugar haría lo mismo. Por otra parte, sé que Max Reles pasaba dinero en secreto a las familias de algunos rebeldes de Moncada. ¿Cómo lo sé? Me lo dijo López voluntariamente.
Eché un vistazo al otro coche. López dormía en el asiento de atrás. Aunque, claro, a lo mejor no estaba dormido en absoluto. Le daba el sol de pleno en la cara sin afeitar. Parecía Jesucristo muerto.
– Voluntariamente. ¿Le parece que me lo puedo creer?
– La verdad es que no podía hacerle callar, no paraba de contarme cosas, porque, claro, ya le había arrancado todas las uñas.
– Qué cabrón.
– ¡Vamos, hombre! Es mi trabajo. Y tal vez también fue el suyo, hace mucho tiempo. En las SS, ¿quién sabe? Apuesto a que usted no. Estoy seguro de que, ahondando un poco más, encontraríamos algunos trapos sucios en su historial, mi querido amigo nazi. Aunque a mí eso no me interesa. Lo que me gustaría saber ahora es si Lansky sabía que Reles daba ese dinero, pero sobre todo, si también lo ha hecho él alguna vez.
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