– Está loco -dije-. A Castro le han echado quince años. Con él entre rejas, la revolución es un león desdentado. Y, ya que hablamos de ello, yo también.
– Se equivoca en ambos casos. Respecto a Castro, quiero decir. Tiene muchos amigos, amigos poderosos, en la policía, en el sistema judicial e incluso en el gobierno. Sé que no me cree, pero, ¿sabía que el oficial que detuvo a Castro después del asalto a Moncada también le salvó la vida? ¿Y que el tribunal que lo juzgó en Santiago le permitió dar un discurso de dos horas en defensa propia? ¿Y que Ramón Hermida, nuestro actual ministro de Justicia, hizo posible que, en vez de aislarlo de los demás prisioneros, como recomendó el ejército, los mandasen a todos juntos a la isla de Pinos y que les permiten tener libros y material de escribir? Y Hermida no es el único amigo con quien cuenta ese criminal en el gobierno. Ya hay unos cuantos en el Senado y en la Cámara de Diputados que hablan de amnistía. Tellaheche, Rodríguez, Agüero… ¡Amnistía, qué le parece! Prácticamente en cualquier otro país habrían condenado a muerte a un hombre como él. Y se lo merecía. Con toda sinceridad le digo, amigo mío, que me asombraría que Castro cumpliese más de cinco años en la cárcel. Sí, es un tipo con suerte, pero, para ser tan afortunado como él, hace falta mucho más que ser un tipo con suerte. Se necesitan amigos. Eso no es el mismo perro con otro collar. El día en que suelten a Castro empezará la revolución en serio. Aunque, al menos, tengo la esperanza de evitarlo.
Encendió un purito.
– ¿Qué? ¿No tiene nada que decir? Pensaba que me iba a costar más convencerlo, que tendría que demostrarle con pruebas documentales todo lo que sé sobre su verdadera identidad. Ahora compruebo que no necesitaba traerme la cartera.
– Sé quién soy, teniente. No necesito que me lo demuestre nadie. Ni siquiera usted.
– Anímese. Piense que no espiará por nada y que hay sitios peores que La Habana, sobre todo para un hombre como usted, que vive tan bien. Sin embargo, ahora está en mis manos. ¿Queda claro? Lansky pensará que lo tiene en las suyas, pero usted me informará una vez a la semana. Buscaremos un sitio agradable y tranquilo donde reunirnos. Casa Marina, quizá. A usted le gusta, lo sé. Podemos elegir una habitación en la que no nos molesten y todo el mundo creerá que estamos pasando el rato con alguna putilla complaciente. Sí, tendrá que ponerse a bailar cuando se lo mande y gritar cuando se lo diga. Y, tal vez, cuando se haga viejo y canoso (es decir, más viejo y canoso que ahora), dejaré que se vaya a rastras a su casita de nazi mierdoso. Sin embargo, óigame bien, hágame enfadar una vez, una sola vez, y le prometo que subirá con la soga al cuello al primer avión que salga para Viena, que es lo que probablemente se merezca.
Lo escuché todo sin decir una palabra. Me había dejado helado, colgado boca abajo para hacerme una foto, como un pez espada en el espigón del Barlovento. Un pez espada que ya se iba a casa cuando lo sacaron del agua con una caña y un carrete. No había podido ni defenderme. Sin embargo, lo deseaba. Eso y más. Deseaba matar a Quevedo con todo mi ser, asesinarlo incluso… Sí, me haría más que feliz darle una muerte digna de una ópera, siempre y cuando pudiese apretar el gatillo contra ese cabrón presumido y su sonrisa de cabrón presumido.
Miré hacia el coche del ejército y vi a López, que se había recuperado un poco y me miraba fijamente, puede que preguntándose qué clase de trato rastrero habría hecho para salvar su piojoso pellejo. O tal vez miraba a Quevedo. Era fácil que López albergase esperanzas de apretar el gatillo contra el teniente. En cuanto le crecieran uñas nuevas. Tenía más derecho que yo. Yo acababa de empezar a odiar al joven teniente. En eso, López me llevaba mucha ventaja.
López volvió a cerrar los ojos y apoyó la cabeza en el asiento. Los dos soldados estaban sacando una caja del agujero del suelo. Era hora de largarnos, si nos lo permitían. Quevedo era capaz de romper un trato sólo porque podía y yo no habría tenido forma de impedírselo, desde luego. Sabía desde el primer momento que existía esa posibilidad y calculé que valía la pena arriesgarse. Al fin y al cabo, el alijo de armas no era mío. Lo que no me había imaginado era que Quevedo me convirtiese en una marioneta suya. Ya me odiaba a mí mismo. Más de lo habitual.
Me mordí el labio y dije:
– Muy bien. He cumplido mi parte del trato. De este trato. Las armas a cambio de López. ¿Qué me dice? ¿Va a soltarlo, tal como habíamos quedado? Seré su espía rastrero de bolsillo, Quevedo, pero sólo si cumple ahora su parte del trato. ¿Me ha oído? Cumpla su palabra o mándeme a Viena y así se pudra.
– Un discurso muy valiente -dijo-. Tiene usted mi admiración. Sí, de verdad. Un día, cuando no tenga las emociones tan a flor de piel con todo esto, podrá contarme cómo fue ser policía en la Alemania de Hitler. Estoy seguro de que me fascinará descubrir más cosas y entender lo que tuvo que ser. La historia me interesa mucho. Y, ¿quién sabe? A lo mejor descubrimos que tenemos algo en común.
Levantó el pulgar como si se le acabase de ocurrir algo.
– Dígame una cosa que de verdad no entiendo. ¿Por qué demonios ha querido dar la cara por un hombre como Alfredo López?
– Yo también me lo pregunto, créame.
Quevedo sonrió con incredulidad.
– No me lo trago ni por un momento. Hace un rato, cuando veníamos hacia aquí desde Marianao, le pregunté sobre usted. Me dijo que, sin contar hoy, sólo lo había visto tres veces en su vida. Dos en casa de Ernest Hemingway y una en su despacho. Y dijo que había sido usted quien le había hecho un favor, no al contrario. No se refería al de hoy, claro, sino a otro apuro del que le había sacado antes. No me contó de qué se trataba. Y, francamente, ya le he preguntado tantas cosas que no me apeteció insistir. Por otra parte, no le quedan más uñas que perder. -Sacudió la cabeza-. Entonces, ¿por qué? ¿Por qué otra vez?
– No es asunto suyo, maldita sea, pero López me dio un motivo para volver a creer en mí mismo.
– ¿Qué motivo?
– Usted no lo entendería. Apenas lo entiendo yo… pero bastó para despertarme el deseo de seguir adelante con la esperanza de que mi vida podía tener algún sentido.
– Quizá no he juzgado bien a López. Lo considero un iluso imbécil, pero, tal como lo pone usted, parece un santo.
– Cada cual se redime como y cuando puede. A lo mejor, un día, cuando se encuentre como yo ahora, se acuerda de lo que he dicho.
Llevé a Alfredo López a Finca Vigía. Estaba en muy malas condiciones, pero yo no sabía dónde estaba el hospital más cercano y él, tampoco.
– Te debo la vida, Gunther -dijo-. Nunca podré agradecértelo bastante.
– Olvídalo. No me debes nada, pero te ruego que no me preguntes por qué. Ya he dado bastantes explicaciones sobre mí, por hoy. Ese cabrón de Quevedo tiene la irritante costumbre de hacer preguntas que uno no quiere contestar.
López sonrió.
– ¡A quién se lo vas a decir!
– Por supuesto. Disculpa. Lo mío no ha sido nada, en comparación con lo que has debido de pasar.
– No me vendría mal un cigarrillo.
Tenía un paquete de Lucky en la guantera. En el cruce con la carretera norte a San Francisco de Paula, me detuve y le puse uno en la boca.
– Fuego -le dije, al tiempo que encendía una cerilla.
Tomó unas caladas y me dio las gracias con un movimiento de cabeza.
– Permíteme. -Le saqué el cigarrillo de entre los labios-. Pero no te hagas ilusiones: no pienso acompañarte al cuarto de baño.
Volví a colocarle el cigarrillo en la boca y seguimos viaje.
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