Philip Kerr - Si Los Muertos No Resucitan

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Un año después de abandonar la Kripo, la Policía Criminal alemana, Bernie Gunther trabaja en el Hotel Adlon, en donde se aloja la periodista norteamericana Noreen Charalambides, que ha llegado a Berlín para investigar el creciente fervor antijudío y la sospechosa designación de la ciudad como sede de los Juegos Olímpicos de 1936. Noreen y Gunther se aliarán dentro y fuera de la cama seguirle la pista a una trama que une las altas esferas del nazismo con el crimen organizado estadounidense. Un chantaje, doble y calculado, les hará renunciar a destapar la miseria y los asesinatos, pero no al amor. Sin embargo, Noreen es obligada a volver a Estados Unidos, y Gunther ve cómo, otra vez, una mujer se pierde en las sombras. Hasta que veinte años después, ambos se reencuentran en la insurgente Habana de Batista. Pero los fantasmas nunca viajan solos.

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Llegamos a la casa. La noche anterior había hecho mucho viento y en los escalones de la entrada había ramas y hojas de ceiba caídas. Un negro alto estaba recogiéndolas y cargándolas en una carretilla, pero lo mismo habría dado que las tirase al suelo como si le hubiesen mandado colocar una alfombra de palmas para recibir a López con todos los honores: trabajaba muy despacio, como si acabase de sacar dos premios en la bolita.

– ¿Quién es ése? -preguntó López.

– El jardinero -dije-. Aparqué al lado del Pontiac y apagué el motor.

– Sí, claro. Por un momento… -soltó un gruñido-. El anterior se suicidó, ¿sabes? Se tiró a un pozo y se ahogó.

– Claro, seguro que por eso se bebe tan poca agua en esta casa.

– Noreen cree que hay un fantasma.

– No, porque lo sería yo. -Miré a López y fruncí el ceño-. ¿Puedes subir los escalones?

– Creo que necesito un poco de ayuda.

– Deberías ir al hospital.

– Se lo dije a Quevedo muchas veces, pero ya no me hizo caso. Fue después de la manicura gratis.

Salí del coche y cerré de golpe: en esa casa equivalía a tirar de la campanilla. Fui hasta la otra portezuela y la abrí. López iba a necesitar esa clase de ayuda con mucha frecuencia, durante los próximos días, y estaba pensando en largarme enseguida y dejárselo todo a ella. Ya había puesto bastante de mi parte. Si López quería rascarse la nuca, que se la rascase Noreen.

Salió a la puerta en el momento en que López se apeaba del coche, mareado como un borracho que no hubiese bebido bastante. Estremeciéndose, se apoyó un momento en la jamba de la ventana con la parte interior de las muñecas y después con la espalda; sonrió a Noreen, que bajaba los peldaños rápidamente. López abrió la boca y el cigarrillo que no había terminado de fumar se le cayó en la pechera de la camisa. Se lo quité, ¡como si la camisa importara, en realidad! Seguro que no iba a volver a ponérsela para ir al despacho. Esa temporada no se llevaba el algodón blanco manchado de sangre sobre sudor.

– Fredo -dijo ella con preocupación-, ¿te encuentras bien? ¡Dios mío! ¿Qué te ha pasado en las manos?

– Los polis esperaban a Horowitz en su fiesta de recaudación de fondos -dije.

López sonrió, pero a Noreen no le gustó.

– No le veo la gracia por ninguna parte, Bernie -dijo-, te lo digo en serio.

– Porque no lo has visto en directo, supongo. Oye, cuando termines de reñirme, este leguleyo amigo tuyo se merece que lo lleven al hospital. Lo habría llevado yo mismo, pero él ha preferido pasar primero por aquí, para que vieras lo bien que se encuentra. Seguro que para él eres más importante tú que volver a tocar el piano. Lo comprendo, naturalmente. A mí me pasa algo muy parecido.

Noreen oyó muy poco de lo que le dije. Sintonizó otra onda en el momento en que pronuncié la palabra «hospital». Dijo:

– Hay uno en Cotorro. Lo llevo yo en mi coche.

– Sube, que os llevo yo.

– No, tú ya has hecho bastante. ¿Fue muy difícil rescatarlo de la policía?

– Un poco más que meter una petición en el buzón de sugerencias, pero no lo tenía la policía, sino el ejército.

– Oye, ¿por qué no nos esperas en casa? Ponte cómodo, como si estuvieras en la tuya. Prepárate algo de beber, di a Ramón que te haga algo de comer, si quieres. No tardaré.

– En realidad debería largarme a toda prisa. Después de todo lo que ha pasado esta mañana, tengo una gran necesidad de renovar todas mis pólizas de seguros.

– Bernie, por favor. Quiero darte las gracias como es debido y hablar contigo de una cosa.

– De acuerdo, puedo encajarlo.

La vi alejarse con él, entré en la casa y tonteé con el carrito de las bebidas, pero no estaba de humor para hacerme el duro con el bourbon de Hemingway y me bebí un vaso de Old Forester en menos de lo que tardé en servírmelo. Con otro muy largo en la mano, di una vuelta por la casa y procuré no cebarme con la evidente semejanza que había entre mi situación y la de cualquiera de los trofeos de las paredes. El teniente Quevedo me había cazado igual que si me hubiese disparado con un rifle exprés. Ahora Alemania me parecía tan lejos como las nieves del Kilimanjaro o las verdes montañas africanas.

Había muchos baúles de viaje y maletas en una habitación; el estómago me dio un vuelco al pensar que tal vez Noreen fuera a marcharse de la isla, hasta que comprendí que, seguramente, estaba preparando la mudanza a su nueva casa de Marianao. Al cabo de un rato y de otra bebida, salí fuera y subí los cuatro pisos de la torre. No fue difícil. Había unas escaleras semicubiertas que subían hasta arriba por el exterior. En el primer piso había un cuarto de baño y en el segundo, unos cuantos gatos jugando a las cartas. En el tercero se guardaban todos los rifles, en vitrinas cerradas con llave y, según el estado de ánimo que tenía en ese momento, mejor no haber llevado ninguna llave encima. En el último piso había un escritorio pequeño y una librería grande llena de libros de temática militar. Me quedé allí un buen rato. Los gustos literarios de Hemingway me eran indiferentes, pero la vista desde allí era para no perdérsela. A Max Reles le habría encantado. El panorama lo llenaba todo desde cada una de las ventanas, abarcaba muchos kilómetros a la redonda. Hasta que la luz empezó a desaparecer. Y un poco más.

Cuando sólo quedaba una franja de color naranja por encima de los árboles, oí un coche y vi los faros del Pontiac y la cabeza del jefe indio subiendo por la entrada. Noreen bajó sola del coche. Cuando llegué abajo, ella ya había entrado en la casa y estaba preparándose una bebida con vermut Cinzano y agua tónica. Al oír mis pasos, dijo:

– ¿Te relleno el vaso?

– Me sirvo yo solo -dije, al tiempo que me acercaba al carrito.

Al llegar yo a su lado, se alejó. Oí el tintineo de los cubitos cuando se llevó el vaso a la boca y bebió el helado contenido.

– Lo han ingresado, está en observación -dijo.

– Buena idea.

– Esos cabrones hijos de puta le han arrancado todas las uñas.

En ausencia de López, que vería el lado gracioso, no pude seguir haciendo bromas sobre la cuestión. No quería que Noreen me sacase las uñas otra vez. Ya había tenido bastantes uñas, por ese día. Lo único que quería era sentarme en un sillón y que ella me acariciase la cabeza, aunque sólo fuera para recordarme que todavía la tenía sobre los hombros, no colgada en la pared de cualquiera.

– Lo sé. Me lo dijeron.

– ¿El ejército?

– Te aseguro que no fue la Cruz Roja la que se lo hizo.

Llevaba pantalones sueltos de color azul marino y una chaqueta rizada de punto. Los pantalones sueltos no le quedaban muy sueltos en la única parte que importaba y a la chaqueta parecía que le faltasen dos botoncitos de piel en la curva inferior de los senos. Llevaba en la mano un zafiro que parecía el hermano mayor de los que lucía en las orejas. Los zapatos eran marrones, de piel, como el cinturón y el bolso que había tirado a un sillón. Noreen siempre había tenido buen gusto para esas cosas. Sólo yo parecía desentonar con los demás complementos que llevaba. Estaba cohibida e incómoda.

– Gracias por lo que has hecho -dijo.

– No lo he hecho por ti.

– No. Me parece que sé por qué, pero, de todos modos, gracias. Te aseguro que es el mayor gesto de valentía que he conocido desde que estoy en Cuba.

– No me digas esas cosas, que ya me encuentro bastante mal.

Sacudió la cabeza.

– ¿Por qué? No te entiendo en absoluto.

– Porque parece que sea lo que no soy. Al contrario de lo que pensabas en otra época, encanto, nunca tuve madera de héroe. Si fuese siquiera un poco como me imaginas, no habría durado ni la mitad. Estaría muerto en cualquier campiña ucraniana u olvidado para siempre en un cochambroso campo de concentración ruso. Por no hablar de lo que pasó antes de todo eso, en la época relativamente más inocente en que la gente creía que los nazis eran el no va más de la maldad auténtica. Sólo por no complicarnos las cosas y conservar la vida, nos decimos que podemos dejar los principios de lado y hacer un pacto con el diablo, pero, si lo repetimos varias veces, al final se nos olvidan los principios que teníamos. Antes creía que podía mantenerme incólume, que podía vivir en un mundo horrible y podrido sin contagiarme. Sin embargo, he descubierto que no es posible, al menos, si quiero vivir un año más. Bien, aquí sigo. En honor a la verdad hay que decir que no he muerto porque soy tan malo como todos los demás. Estoy vivo porque han muerto otros, a algunos los maté yo. Eso no es valentía. No es más que eso. -Señalé la cabeza de antílope de la pared-. Él sabe a lo que me refiero, aunque tú no lo entiendas: es la ley de la selva. Matar o morir.

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