Philip Kerr - Si Los Muertos No Resucitan

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Un año después de abandonar la Kripo, la Policía Criminal alemana, Bernie Gunther trabaja en el Hotel Adlon, en donde se aloja la periodista norteamericana Noreen Charalambides, que ha llegado a Berlín para investigar el creciente fervor antijudío y la sospechosa designación de la ciudad como sede de los Juegos Olímpicos de 1936. Noreen y Gunther se aliarán dentro y fuera de la cama seguirle la pista a una trama que une las altas esferas del nazismo con el crimen organizado estadounidense. Un chantaje, doble y calculado, les hará renunciar a destapar la miseria y los asesinatos, pero no al amor. Sin embargo, Noreen es obligada a volver a Estados Unidos, y Gunther ve cómo, otra vez, una mujer se pierde en las sombras. Hasta que veinte años después, ambos se reencuentran en la insurgente Habana de Batista. Pero los fantasmas nunca viajan solos.

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Quevedo seguía de buen humor.

– ¿Tiene coche?

– Un Chevrolet Styline gris -dije-. Lo he aparcado un poco más allá de la comisaría. Voy a buscarlo, vuelvo y me siguen ustedes.

Quevedo parecía satisfecho.

– Excelente. ¿A El Calvario, dice usted?

Asentí.

– Tal como está el tráfico en La Habana, si nos separamos, volvemos a reunirnos en la oficina de correos de allí.

– Muy bien.

– Otra cosa -la sonrisa se le tornó gélida-. Si esto es una trampa, si es un engaño para hacerme salir al descubierto y asesinarme…

– No es una trampa -dije.

– El primer tiro será para este amigo nuestro. -Se palpó la funda del cinturón con un gesto muy elocuente-. Sea como fuere, si las armas no están donde dice, los mataré a los dos.

– Las armas están, descuide -dije-, y no va a asesinarlo nadie, teniente. A los que son como usted y como yo no los asesinan nunca, se los cargan, simplemente. En este mundo, a quienes se asesina es a los Batista, a los Truman y a los reyes Abdullah, conque no se preocupe. Tranquilícese. Hoy es su día de suerte. Está a punto de hacer una cosa que le valdrá los galones de capitán. A lo mejor le conviene estirar la suerte y comprar lotería o un número de la bolita. En tal caso, a lo mejor nos conviene comprarlo a los dos.

Seguramente, lo mismo me daría comprarlo que no.

22

Con un ojo en el retrovisor y en el coche del ejército que iba detrás de mí, me dirigí hacia el este por el túnel nuevo que pasaba por debajo del río Almendares y después, hacia el sur por Santa Catalina y Víbora. A lo largo de toda la divisoria del boulevard, los jardineros municipales recortaban los setos dándoles forma de campana, aunque ninguna me alarmó. Seguía pensando que me saldría con la mía en ese trato que había hecho con el diablo. Al fin y al cabo, no era la primera vez, y los había hecho con muchos diablos peores que el teniente Quevedo. Por ejemplo, Heydrich o Goering. No los había peores que ésos. Aun así, por muy listos que nos creamos, siempre hay que estar preparado para lo inesperado. Y creía que yo lo estaba para todo… salvo para lo que pasó.

Subió un poco la temperatura con respecto a la costa norte. Casi todas las casas de esa parte eran de gente adinerada. Se daba uno cuenta enseguida, por lo grandes que eran las verjas y las viviendas. Se sabía lo rico que era un hombre por la altura de los blancos muros y la cantidad de verjas negras de hierro que los jalonaban. Una colección imponente de verjas era un anuncio de reservas de riqueza listas para la confiscación y la redistribución. Si alguna vez llegaban los comunistas a hacerse con La Habana, no tendrían que molestarse mucho en localizar a la gente idónea para robarle el dinero. Para ser comunista no hacía falta ser inteligente, al menos si los ricos se lo ponían tan fácil.

Cuando llegué a Mantilla, giré hacia el sur en Managua, un barrio más pobre y deprimido, y seguí la carretera hasta salir a la autovía principal en dirección oeste, hacia Santa María del Rosario. Se notaba que el vecindario era más pobre y deprimido porque niños y cabras deambulaban libremente por los márgenes de la carretera y se veían hombres con machetes, la herramienta de trabajo en las plantaciones de alrededor.

Cuando vi la pista de tenis abandonada y la villa ruinosa con la verja oxidada, agarré el volante con fuerza y pasé el bache para salir de la carretera y meterme entre los árboles. Al echar el freno, el coche corcoveó como un toro de rodeo y levantó más polvo que un éxodo de Egipto. Apagué el motor y me quedé sentado sin hacer nada, con las manos detrás de la cabeza, por si el teniente se ponía nervioso. No quería que me pegase un tiro por meter la mano en el bolsillo para sacar el humidificador.

El coche militar paró detrás de mí, salieron dos soldados y Quevedo detrás. López se quedó en el asiento trasero. No iba a ninguna parte, salvo al hospital, quizá. Me asomé por la ventanilla, cerré los ojos y, poniendo la cara un momento al sol, me quedé escuchando el ruido del motor al enfriarse. Cuando los volví a abrir, los dos soldados habían sacado unas palas del maletero del coche y esperaban instrucciones. Señalé enfrente de donde estábamos.

– ¿Veis esas tres piedras blancas? -dije-. Cavad en el centro.

Cerré los ojos un momento otra vez, pero ahora, para rogar que todo saliera como había planeado.

Quevedo se acercó al Chevrolet con la cartera en la mano. Abrió la puerta del copiloto y se sentó a mi lado. Después, abrió la ventanilla, pero no fue suficiente para ahorrarme el intenso olor a colonia que desprendía. Nos quedamos un momento viendo cavar a los soldados, sin decir una palabra.

– ¿Le importa que encienda la radio? -dije, disponiéndome a tocar el botón.

– Creo que tendrá bastante con mi conversación, para distraerse -dijo amenazadoramente. Se quitó la gorra y se frotó la cabeza de cepillo que tenía. Hacía un ruido como de limpiar zapatos. Luego sonrió con sentido del humor, pero no me hizo ninguna gracia-. ¿Le había dicho que hice un curso con la CIA en Miami?

Ambos sabíamos que, en realidad, no era una pregunta. Pocas preguntas suyas lo eran de verdad. Casi siempre las hacía para inquietar o ya sabía la respuesta.

– Pues sí; estuve seis meses, el verano pasado. ¿Conoce Miami? Probablemente sea el sitio menos atractivo que se pueda conocer. Es como La Habana, pero sin gente. De todos modos eso no viene al caso. Ahora que he vuelto aquí, una de mis funciones consiste en hacer de enlace con el jefe de la sede de la Agencia en La Habana. Como seguramente se imagina, lo que domina la política exterior de los Estados Unidos es el temor al comunismo. Un temor comprensible, añado, teniendo en cuenta las simpatías políticas de López y sus amigos de la isla de Pinos. Por ese motivo, la Agencia tiene intención de ayudarnos a poner en marcha el año que viene una nueva sede de inteligencia anticomunista.

– Lo que más falta le hace a Cuba -dije-, más policía secreta. Dígame, ¿en qué se diferenciará la sede nueva de la antigua?

– Buena pregunta. Pues, para empezar, los Estados Unidos nos darán más dinero, por supuesto, mucho más. Eso siempre es un buen comienzo. La CIA se encargará directamente de preparar y equipar al personal, así como de organizar y distribuir el trabajo de identificación y represión de actividades comunistas exclusivamente, al contrario que el SIM, cuyo fin es la eliminación de toda forma de oposición política.

– Es la democracia de la que me hablaba antes, ¿no?

– No; comete un gran error si se toma el asunto con ese sarcasmo -insistió-. La nueva sede estará bajo el mando directo de la mayor democracia del mundo. Eso significa algo, digo yo. Y, por supuesto, no hace falta decir que el comunismo internacional no se distingue por su tolerancia para con la oposición. Hasta cierto punto, hay que combatirlo con las mismas armas. Tenía la impresión de que usted, más que nadie, lo entendería y sabría darle el valor que tiene, señor Hausner.

– Teniente, le he dicho con toda sinceridad que no tengo el menor deseo de ver a este país teñido de rojo, pero nada más. No soy el senador Joseph McCarthy, sino Carlos Hausner.

La sonrisa de Quevedo se ensanchó. Supongo que, en una fiesta infantil, habría imitado muy bien a una serpiente, siempre y cuando dejaran a algún niño acercarse a un hombre como él.

– Sí, hablemos de eso, ¿de acuerdo? De su nombre, quiero decir. Tan cierto es que se llama usted Carlos Hausner como que es ciudadano argentino o lo ha sido alguna vez, ¿verdad?

Empecé a hablar, pero Quevedo cerró los ojos como si no quisiera oír la menor contradicción y dio unas palmaditas a la cartera que reposaba en su regazo.

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