Era el nombre de un famoso restaurante de Habana Vieja.
– Jimmy, paga a este hombre. Se lo ha ganado.
Vincent Alo dijo:
– Claro, Meyer -y salió de la suite.
– ¿Sabes, Gunther? -dijo Lansky-. El año que viene, nuestros negocios van a subir como la espuma, aquí en La Habana. Van a aprobar una nueva y ventajosa ley. La ley de los hoteles. Todos los establecimientos nuevos estarán exentos de impuestos, lo cual significa que en esta isla ganaremos mucho más dinero del que nadie se imagina. Estoy pensando en abrir aquí el mayor hotel y casino del mundo, aparte de Las Vegas. El Riviera. En un sitio así, me vendría muy bien un hombre de tus características. Harías lo mismo que ibas a hacer en el Saratoga.
– Lo pensaré, Mister Lansky, no lo dude.
– Ahora se va a ocupar Vincent del Saratoga.
Vincent había vuelto al balcón. Llevaba una bolsa de fichas de juego de tamaño familiar. Sonreía, pero la emoción no le llegaba a los ojos. Era comprensible que le hubiesen puesto el apodo de Jimmy Ojos Azules. Los tenía tan azules como el mar del otro lado del Malecón e igual de fríos.
– Eso no parece veinte mil dólares -dije.
– Las apariencias engañan -dijo Alo. Aflojó la cuerda que cerraba la bolsa y sacó una placa morada de mil dólares-. Aquí hay diecinueve más como ésta. Llévate la bolsa a la caja del Montmartre y te darán el dinero. Así de fácil, mi kraut amigo.
El neoclásico Montmartre de la calle P con la 23 quedaba a un corto paseo del Nacional. Había sido un canódromo y ocupaba una manzana entera; era el único casino de La Habana que estaba abierto las veinticuatro horas del día. Todavía no era la hora de comer y el Montmartre estaba ya a pleno rendimiento. A tan temprana hora, casi todos los clientes eran chinos, aunque, por lo general, lo eran también a lo largo de todo el día. No parecían tener mucho interés en el gran espectáculo, Una noche en París, que anunciaba en ese momento el sistema de megafonía del casino.
Por otra parte, mientras me alejaba de la ventanilla de caja con cuarenta reproducciones del presidente William McKinley en mi poder, Europa me parecía ya un poco más cercana y atractiva. No había rechazado directamente la oferta de un empleo a tiempo completo con Lansky por un solo motivo: no quería decirle que me marchaba del país. Podría haber despertado sospechas. En cambio, pensaba ingresar el dinero en el Royal Bank of Canada, en la misma cuenta en la que guardaba mis ahorros, y después, armado con mis nuevas credenciales, largarme de Cuba lo antes posible.
Crucé la verja del Nacional en dirección al coche que pensaba dejar a Yara como regalo de despedida casi saltando de contento. No contemplaba el futuro con tanto optimismo desde el reencuentro con mi difunta esposa, Kirsten, en Viena, en el mes de septiembre de 1947. Tan optimista estaba, que se me ocurrió ir a ver al capitán Sánchez, por si descubría que podía hacer algo a favor de Noreen Eisner y Alfredo López.
En el fondo, el optimismo no es sino una esperanza ingenua y equivocada.
El Capitolio, construido en tiempos del dictador Machado, era un edificio del mismo estilo que el estadounidense de Washington D.C., pero resultaba demasiado grande para una isla del tamaño de Cuba. Lo habría sido incluso para Australia. Dentro de la rotonda había una estatua de Júpiter de diecisiete metros de altura; se parecía al óscar de la Academia y la verdad es que a muchos turistas que visitaban el edificio les parecía que la película era buena. Ahora que tenía el plan de marcharme de Cuba, se me ocurrió que podría hacer unas cuantas fotografías. ¿Para recordar lo que echase de menos, cuando estuviese viviendo en Bonn y me acostase a las nueve de la noche? Si Beethoven hubiese vivido en La Habana -sobre todo, a la vuelta de la esquina de Casa Marina-, casi seguro que se habría considerado afortunado si hubiera llegado a escribir un solo cuarteto de cuerda, no digamos dieciséis. En cambio, en Bonn, se podía vivir toda la vida sin darse cuenta siquiera de que se era sordo.
La comisaría de Zulueta se encontraba a unos minutos del Capitolio, pero no me importó hacerlos a pie. Hacía unos pocos meses, delante de esa misma comisaría, había muerto un profesor de la Universidad de La Habana al explotar la bomba que los rebeldes habían colocado por equivocación en su coche, un Hudson negro de 1952, idéntico al del subdirector del Departamento Cubano de Investigación. Desde entonces, siempre había tenido la precaución de no dejar mi Chevrolet Styline en los alrededores de la comisaría.
La comisaría ocupaba un antiguo edificio colonial con la fachada estucada y desconchada y contraventanas verdes de lamas abatibles. Sobre el pórtico cuadrado colgaba, inerte, una bandera cubana que parecía una toalla playera de colores llamativos que se hubiese caído de la ventana del piso de arriba. En el exterior, los desagües no olían muy bien. En el interior, apenas se notaba, si no se respiraba.
Sánchez estaba en el segundo piso, en un despacho que daba a un parquecito. En una esquina colgaba la bandera de un asta y en la pared había una imagen de Batista mirando un armario lleno de rifles, por si las muestras de patriotismo de la bandera y la imagen no bastasen. Había también un pequeño escritorio de madera corriente y mucho espacio alrededor, si se tenía la solitaria. Las paredes y el techo eran de color marrón claro sucio y el linóleo marrón del suelo, que estaba combado, parecía la concha de una tortuga muerta. Encima del escritorio, como un huevo Fabergé en un plato de plástico, había un humidificador de palo rosa digno de un aparador presidencial.
– Fue una auténtica suerte que encontrase yo el dibujo -dijo Sánchez.
– El factor suerte es importante en el trabajo policial.
– Por no hablar de que el homicida a quien buscaba estuviese muerto ya.
– ¿Alguna objeción?
– Imposible. Resolvió usted el caso y, de paso, ató los cabos sueltos. A eso se le llama trabajo de detective. Sí, se entiende que Lansky pensara en usted para resolver el caso, la verdad sea dicha. Es un auténtico Nero Wolfe.
– Lo dice como si pensara que lo he cortado a medida, como los sastres.
– Eso ha sido cruel. No he ido al sastre en mi vida, con lo que gano. Tengo una bonita guayabera de lino y eso es todo. Para ocasiones más formales, me pongo el mejor uniforme disponible.
– ¿El que no tiene manchas de sangre?
– No. Me confunde usted con el teniente Quevedo.
– Me alegro de que lo nombre, capitán.
Sánchez sacudió la cabeza.
– Imposible. Quien tiene oídos jamás se alegra de oír ese nombre.
– ¿Dónde podría encontrarlo?
– Nadie en su sano juicio va a buscar al teniente Quevedo. Es él quien encuentra a quien sea.
– No puede ser tan escurridizo, eso seguro. Lo vi en el entierro, ¿se acuerda?
– Es su hábitat natural.
– Un hombre alto, con el pelo cortado a cepillo, muy corto, y las facciones muy bien definidas, para ser cubano. Es decir, que parece algo estadounidense.
– Por suerte, a los hombres sólo les vemos la cara, no el corazón, ¿no le parece?
– De todos modos, según usted, no trabajo sólo a las órdenes de Lansky, sino también a las de Quevedo, conque…
– ¿Eso dije? Es posible. ¿Cómo describir a un tipo como Meyer Lansky? Es más escurridizo que una piña en trocitos. Quevedo es otra cosa. Tenemos un dicho: «Es una maravilla que Dios crease al hombre, sobre todo en el caso del teniente Quevedo». Le hablé de él en el funeral sólo por advertirle de su existencia, como si fuese una serpiente venenosa, para que no se acercase a él.
– Tomo nota.
– Es un alivio.
– De todos modos, me gustaría hablar con él.
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