Enseguida le dije que Bonn me parecía bien y que empezaría a hacer los preparativos del traslado cuanto antes. Freeman, por su parte, dijo que empezaría a redactar mis importantísimas credenciales para el negocio.
Volvía a casa. Después de un exilio de casi cinco años, volvía a Alemania. Con dinero en los bolsillos. No podía dar crédito a mi suerte.
Por un lado, eso y, por el otro, los acontecimientos de la víspera en un apartamento de Vedado.
En cuanto me hube aseado y vestido, me fui al Nacional y subí a la espaciosa suite del piso de ejecutivos a informar a los hermanos Lansky de que había «resuelto» el caso de Reles, aunque en realidad no merecía el nombre de «caso». Habría sido más adecuado llamarlo ejercicio de relaciones públicas, si se consideran públicos los atestados casinos y hoteles de La Habana.
– ¿Quieres decir que ya tienes un nombre?
La voz de Meyer sonó profunda como la de un jefe indio de película del Oeste. Jeff Chandler, por ejemplo. Su rostro era igualmente inescrutable y la nariz, idéntica, sin la menor duda.
Igual que la vez anterior, nos sentamos en el balcón ante la misma panorámica del mar, salvo que ahora se veía el agua, además de oírse y olerse. Iba a echar de menos el rechinar de ese océano.
Meyer llevaba pantalones de gabardina, chaqueta de punto a juego, camisa deportiva blanca y unas gafas de sol de montura gruesa, que más parecían de contable de que gangster. Jake también llevaba un atuendo informal: camisa afelpada suelta y un pequeño sombrero Stetson de encuadernador con una cinta tan apretada y estrecha como sus labios. Por el fondo deambulaba la figura alta y angulosa de Vincent Alo, más conocido por el nombre de Jimmy Ojos Azules. Alo llevaba pantalones grises de franela, chaqueta de punto de moher con un cuello enorme y corbata estampada de seda. La chaqueta abultaba, pero no lo suficiente para ocultar la costilla de más que llevaba bajo el brazo. Respondía perfectamente a la idea general de playboy italiano, siempre y cuando fuese un personaje de tragedia romana de venganza escrita por Séneca para entretenimiento del emperador Nerón.
Tomábamos café en tacitas, al estilo italiano, con el pulgar estirado.
– Tengo el nombre -les dije.
– Oigámoslo.
– Irving Goldstein.
– ¿El que se ha suicidado?
Goldstein era un jefe de casino del Saratoga, se sentaba en un taburete alto que dominaba la mesa de craps. Procedía de Miami y había aprendido las artes del croupier en Tampa, en diversos establecimientos ilegales de apuestas, antes de llegar a La Habana, en abril de 1953. A continuación, se produjo la deportación de Cuba de trece manipuladores de cartas nacidos en los Estados Unidos y empleados de los casinos del Saratoga, el Sans Souci, el Montmartre y el Tropicana.
– Registré su apartamento de Vedado anoche, con la ayuda del capitán Sánchez, y encontramos esto.
Pasé a Lansky un dibujo técnico y estuvo un rato mirándolo.
– Goldstein mantenía relaciones con un hombre que hacía de mujer en el club Palette. Según la información de que dispongo, antes de morir, Max lo había descubierto y, nada conforme con que Goldstein fuese homosexual, le dijo que se buscara empleo en otro casino. Núñez, el director del casino del Saratoga, confirmó que, poco antes de su muerte, Max había tenido una discusión con Goldstein, aunque no sabe el motivo. En mi opinión, discutieron por ese asunto y Goldstein lo mató en venganza por el despido. Es decir, ése fue el móvil del crimen. Casi con toda seguridad, también se le presentó la ocasión: según Núñez, la noche del homicidio, Goldstein empezó su descanso en torno a las dos de la madrugada y tardó una media hora en volver a las mesas de craps.
– ¿Y… esto es la prueba que lo demuestra? -dijo Lansky agitando en el aire el papel que le había dado-. Por más vueltas que le dé, sigo sin saber qué demonios es. ¿Jake?
Lansky pasó el papel a su hermano y éste lo miró sin comprender, como si fuera el proyecto de un sistema nuevo de orientación de misiles.
– Es un dibujo muy exacto y preciso de un silenciador Bramit -dije-, de confección casera y hecho a medida para un revólver Nagant. Como dije en otra ocasión, el sistema de fuego cerrado del Nagant…
– ¿Qué significa eso? -preguntó Jake-. Lo de sistema de fuego cerrado. Lo único que sé de pistolas es dispararlas, y hasta eso me pone nervioso.
– Sobre todo dispararlas -puntualizó Meyer. Sacudió la cabeza-. No me gustan las pistolas.
– ¿Qué significa? Sencillamente, que en el mecanismo del Nagant, cuando se arma el martillo, primero gira el tambor y luego lo empuja hacia adelante y cierra el espacio que, en todos los demás revólveres, queda entre el propio tambor y el cañón. Al quedar cerrado ese hueco, aumenta la velocidad del tiro y, lo que es más importante, convierte al Nagant en el único revólver que se puede silenciar por completo. Goldstein estuvo en el ejército durante la guerra y posteriormente lo destinaron a Alemania. Supongo que cambiaría el arma con un soldado del Ejército Rojo, como hicieron muchos soldados.
– ¿Y crees que ese faygele fabricó el silenciador con sus propias manos? ¿Es eso lo que quieres decir?
– Era homosexual, Mister Lansky -dije-, pero eso no le impedía manipular con precisión las herramientas de trabajar metales.
– Entendido -musitó Alo.
Sacudí la cabeza.
– El dibujo estaba escondido en su escritorio y, si le digo la verdad, no creo que pueda encontrar mejor prueba.
Meyer Lansky asintió. Cogió de la mesilla de café un paquete de Parliaments y encendió un cigarrillo con un encendedor de plata de sobremesa.
– ¿Qué te parece, Jake?
Jake puso una cara rara.
– Bernie tiene razón. En estas situaciones, es difícil encontrar pruebas, pero, desde luego, ese dibujo es lo que más se le aproxima. Como muy bien sabes, Meyer, los federales han basado casos enteros en pruebas mucho más inconsistentes. Por otra parte, si fue ese tal Goldstein quien acabó con Max, era de los nuestros y, por lo tanto, no hay cuentas que ajustar con nadie. Era judío y del Saratoga. Así, todo sigue limpio y ordenado, tal como queríamos. Francamente, no se me ocurre mejor solución para el asunto. Los negocios pueden continuar sin interrupciones.
– Eso es lo más importante -dijo Meyer Lansky.
– Pero, ¿cómo se suicidó? -preguntó Vincent Alo.
– Se abrió las venas en una bañera de agua caliente -dije-, al estilo romano.
– Eso sí que es estilo, al menos, para variar -dijo Alo.
Meyer Lansky se estremeció. Estaba claro que no le gustaba esa clase de bromas.
– Sí, pero, ¿por qué? -preguntó-. ¿Por qué se quitó la vida? Con el debido respeto, Bernie, había conseguido matarlo, ¿no es eso? Más o menos. Entonces, ¿por qué iba a quitarse él de en medio también? Nadie sabía su secreto.
Me encogí de hombros.
– Hablé con algunas personas del club Palette. La gracia de su espectáculo consiste en que algunas chicas son de verdad y otras, de pega, pero no se nota la diferencia. Parece ser que, al principio, Irving Goldstein tuvo ese problema: la chica de la que creía haberse enamorado era en realidad un hombre. Cuando descubrió la verdad, intentó aceptarlo, pero entonces Max se enteró. Algunas personas del Palette creen que, al final, lo venció la vergüenza. Creo que es posible que hubiera pensado en suicidarse, pero antes de hacerlo, se le ocurrió vengarse de Max.
– ¿Quién sabe lo que puede pasarle por la cabeza a un tipo así? -dijo Alo-. Estaría confuso o algo.
Meyer Lansky asintió.
– De acuerdo, me lo creo. Has hecho un buen trabajo, Gunther. Lo has solucionado rápidamente y sin ofender a nadie. No habría podido pedir nada mejor ni en La Zaragozana.
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