– No es incompatible.
– ¿Científico y pirado?
– Tiene un fantasma en la cabeza desde 1920.
– Santo Dios, colega, ¿es un viejo de noventa años?
Adamsberg sonrió. Con el trato, Masséna era un tipo bastante más cordial que por teléfono. Demasiado, porque subrayaba casi todas sus palabras con gestos demostrativos, agarrando a su colega del brazo, golpeándole el hombro, la espalda y, en el coche, el muslo.
– Lo veo más bien de entre veinte y cuarenta.
– Eso no es un margen, colega, hay mucha diferencia.
– Pero es posible que tenga noventa años, ¿por qué no? Su técnica de asesinato no le exige ninguna fuerza. Asfixia instantánea y lazo corredizo, probablemente una abrazadera que utilizan los electricistas para atar los gruesos montones de cables. Algo que no falla y que hasta un niño podría manipular.
Masséna aparcó algo lejos de la morgue, buscando un lugar a la sombra. Aquí quemaba todavía el sol y la gente se paseaba con la camisa abierta o bien tomaba el fresco a la sombra, sentada sobre las escaleras de las casas, con una palangana de legumbres para pelar sobre las piernas. En París, Bertin debía de estar buscando su anorak para protegerse de los chubascos.
Levantaron la sábana que cubría al muerto y Adamsberg lo examinó atentamente. Las manchas de carbón de leña tenían una extensión similar a las encontradas sobre los cuerpos parisinos. Ocupaban casi la totalidad del vientre, los brazos, los muslos, y tiznaban la lengua. Adamsberg pasó su dedo por encima y después lo frotó contra su pantalón.
– Lo analizamos.
– ¿Tenía picaduras?
– Dos veces aquí -dijo Masséna señalando la ingle.
– ¿Y en su casa?
– Siete pulgas recolectadas, siguiendo la táctica que me indicó, colega. Práctico y astuto. Los bichos están siendo analizados.
– ¿Un sobre color marfil?
– Sí, en la papelera. No entiendo por qué no nos había prevenido.
– Tenía miedo, Masséna.
– Por eso mismo.
– Miedo de la policía. Mucho más miedo de la policía que del asesino. Creía poder defenderse solo, puso dos cerrojos suplementarios. ¿Cómo estaba su ropa?
– Tirada por la habitación. Muy desordenado este Marmot. Pero claro, cuando uno vive solo, ¿a quién le importa eso?
– Es extraño. El sembrador desnuda a sus víctimas limpiamente.
– Ni tuvo que hacerlo, colega. Dormía en pelotas en la cama. Aquí es lo que se hace generalmente. Por el calor.
– ¿Puedo ver su edificio?
Adamsberg atravesó el portal de un edificio de enlucido rojo y desgastado, cerca del Vieux Port.
– ¿No tienen el problema del código?
– Debe de estar estropeado desde hace tiempo -dijo Masséna.
Masséna había traído una potente linterna porque la luz del hueco de la escalera ya no funcionaba. Adamsberg examinó atentamente las puertas bajo el haz luminoso, descansillo por descansillo.
– ¿Qué le parece? -dijo Masséna alcanzando el último piso.
– Que ha estado aquí. Es suyo, no cabe duda. La soltura, la rapidez, la facilidad, el emplazamiento de las barras perpendiculares, es él. Se puede decir incluso que se ha tomado su tiempo. ¿Son tranquilos estos edificios?
– Es que aquí -explicó Masséna-, sea de día o de noche, si alguien se cruza con un tipo que pinta sobre una puerta a todo el mundo se la suda, en el estado en que se encuentra el edificio casi lo revaloriza. Y con toda esa gente que pintaba al mismo tiempo que él, ¿a qué se arriesgaba? ¿Y si caminásemos un poco, colega?
Adamsberg lo contempló sorprendido. Era la primera vez que un policía quería caminar como él.
– Tengo una pequeña barcucha en una cala. ¿Qué le parece si nos hacemos a la mar? Da ideas, ¿no? Yo lo hago a menudo.
Una media hora más tarde, Adamsberg había embarcado a bordo del Edmond Dantès , una pequeña lancha a motor muy marinera. Adamsberg, con el torso desnudo, en la proa, cerraba los ojos bajo el viento tibio. Masséna, también con el torso descubierto, navegaba detrás. Ni uno ni otro trataban de tener ideas.
– ¿Se va esta noche? -gritó Masséna.
– Mañana al alba -dijo Adamsberg-. Me gustaría vagar por el puerto.
– Ah, sí. También se encuentran ideas en el Vieux Port.
Adamsberg había apagado su móvil durante el paseo y consultó sus mensajes al desembarcar. Una llamada al orden del comisario de división Brézillon, muy inquieto por el ciclón que amenazaba la capital, una llamada de Danglard para señalarle el último balance de cuatros, otro de Decambrais que le leía el «especial» que había caído aquel lunes por la mañana:
Tomó domicilio, durante los primeros días, en los barrios bajos, húmedos y sucios. Durante algún tiempo, progresó poco. Parecía incluso haber desaparecido. Pero apenas pasaron pocos meses, enardecida, avanzó lentamente, primero por las calles populosas y acomodadas y finalmente, llena de audacia, se muestra en todos los barrios donde derrama su veneno mortal. Está por todas partes.
Adamsberg anotó el texto en su cuaderno, después se lo leyó lentamente al contestador de Marc Vandoosler. Manipuló su móvil de nuevo, buscando irracionalmente un mensaje, escondido bajo los otros, pero no había nada. Camille, por favor.
Por la noche, tras una pesada cena en compañía del colega, Adamsberg había dejado a Masséna con un fuerte abrazo y firmes promesas de reencuentro y caminaba a lo largo del muelle sur, bajo la presencia muy iluminada de Notre-Dame-de-la-Garde. Contemplaba, barco tras barco, los reflejos que se formaban bajo los cascos en las aguas, precisos hasta la punta de los mástiles. Se arrodilló y lanzó una gravilla al agua, haciendo temblar todo el reflejo que pareció conmovido por un gran escalofrío. La luz de la luna destellaba en minúsculos relámpagos sobre las ondas. Adamsberg se inmovilizó, con los cinco dedos de la mano apoyados en el suelo. Allí estaba el sembrador.
Levantó la cabeza y escrutó a los paseantes nocturnos, que aprovechaban el resol caminando con pasos cortos. Parejas y algunos grupos de adolescentes. Ni un hombre solo. Adamsberg, siempre arrodillado, siguió los muelles con la mirada, metro a metro. No, no estaba sobre los muelles. Estaba allí y estaba en otro lugar. Economizando movimientos, Adamsberg echó una nueva gravilla, tan pequeña como la anterior, en el agua clama y oscura. El reflejo se estremeció y la luna hizo de nuevo centellear brevemente los extremos de las arrugas. Era allí donde estaba, en el agua, en el agua brillante. En los relámpagos ínfimos que golpeaban sus ojos y se desvanecían. Adamsberg se instaló aún más firmemente sobre el muelle, con las dos manos puestas sobre el suelo, con la mirada cayendo sobre el casco blanco. Y como una espuma que se desprende de los fondos rocosos y sube blandamente hacia la luz del día, la imagen perdida de la víspera, en la plaza, inició su lenta ascensión. Adamsberg apenas respiraba, cerrando los ojos. En el relámpago, la imagen estaba en el relámpago.
De pronto estuvo allí, entera. El relámpago, durante el pregón de Joss, al final. Alguien se había movido y algo había resplandecido, vivo y rápido. ¿Un flash? ¿Un mechero? No, claro que no. Era un relámpago mucho más pequeño, ínfimo y blanco, como el de las olitas esta noche, y mucho más fugaz. Se había movido, de abajo arriba, venía de una mano como una estrella fugaz.
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