A las diez y cinco, Camille empujó la puerta que Adamsberg dejaba casi siempre abierta y no encontró a nadie, ni en la habitación principal ni en la cocina. La vajilla se escurría sobre el fregadero y Camille concluyó que Jean-Baptiste se había quedado dormido mientras la esperaba. Podría acercarse a él sin perturbar su primer sueño y posar la cabeza sobre su vientre para pasar la noche. Ella trataba de cuidar mucho ese primer sueño en los momentos de investigación intensa. Dejó la mochila y la cazadora, instaló al gatito sobre el sofá y pasó a la habitación caminando con cuidado.
En la habitación oscura, Jean-Baptiste no dormía. Camille tardó un instante en comprender, al verlo desnudo, de espaldas, con el cuerpo recortándose en marrón sobre las sábanas blancas, que hacía el amor con una chica.
Un dolor fulgurante le atravesó la frente como un impacto de obús que hubiese venido a estallar entre sus ojos, y bajo el golpe de aquel relámpago, se imaginó en una fracción de segundo que ya no volvería a ver en su vida. Con las piernas cortadas se dejó caer en la penumbra sobre la maleta de madera que servía para todo y que había servido aquella noche como depósito de la ropa de la chica. Ante ella, inconscientes de su presencia silenciosa, los dos cuerpos se movían. Camille los contemplaba, atontada. Vio a Jean-Baptiste hacer gestos y los reconoció, uno a uno, movimiento tras movimiento. El fulgor, enfocado como un bosque incandescente entre sus cejas, la obligaba a apretar los ojos. Cuadro violento, cuadro ordinario, herida y banalidad. Camille bajó la mirada.
No llores, Camille.
Miró fijamente un punto en el suelo, abandonando los cuerpos acostados sobre la cama.
Huye, Camille. Huye rápido, vete lejos y por mucho tiempo.
Cito, longe, tarde.
Camille trató de moverse pero se dio cuenta de que sus muslos no eran capaces de sostenerla. Bajó aún más sus ojos y se concentró ardientemente en la punta de sus pies. En sus botas de cuero negro, recorrió con detalle, intensamente, la punta cuadrada, la hebilla lateral, los pliegues repletos de polvo, el talón consumido por la marcha.
Tus botas, Camille, mira tus botas.
Las miro.
Era una suerte que no se hubiese despojado de ellas. Descalza y desarmada, no habría sido capaz de ir adonde quiera que fuese. Quizás se hubiese quedado allí, clavada sobre aquella maleta, con su bosque en la frente. Un bosque de cemento, ciertamente, no un bosque de madera. Mira tus botas, puesto que las tienes. Míralas bien. Y corre, Camille.
Pero era demasiado pronto. Sus piernas reposaban como banderas desplomadas sobre la madera de la maleta. No levantes la cabeza, no mires.
Claro que lo sabía. Había sido siempre así. Siempre había habido chicas, muchas otras chicas, durante periodos variables, dependía de la resistencia de la chica, Adamsberg dejaba que cualquier situación se desintegrase hasta el agotamiento. Claro que siempre las había habido, chicas que nadaban como sirenas a lo largo del río, que se enrollaban en las riberas. «Me conmueven», decía lacónicamente Jean-Baptiste. Sí, Camille sabía todo eso, los momentos de eclipse, los tiempos velados, todo lo que se cocía allá a lo lejos. Una vez, había dado marcha atrás y se había alejado. Había olvidado a Jean-Baptiste Adamsberg y sus riberas superpobladas, un mundo de dramas crujientes que la rozaban demasiado cerca. Se había alejado durante años y había enterrado a Adamsberg con los honores debidos a quien hemos amado tanto.
Hasta que él reapareció en el recodo de un camino, el último verano, y su memoria muerta lo restituyó, en un juego de manos bastante retorcido, en el mismo punto de su río. Ella lo había reintegrado con la punta de su bota, con un pie fuera y otro dentro, operando una gran separación experimental y a veces vacilando entre el abrazo de la libertad y el de Jean-Baptiste. Hasta aquella noche en que una percusión imprevista le había hundido aquel chisme en la frente. Por una simple confusión de día. Jean-Baptiste nunca había sido muy puntilloso con el asunto de las fechas.
A fuerza de fijarse en sus botas, sus piernas habían recuperado una especie de firmeza. En la cama, el movimiento se apagaba. Camille se levantó muy suavemente y rodeó la maleta. Pasaba por la puerta cuando la joven se alzó y dio un grito. Camille escuchó el ruido de los cuerpos que se agitaban y a Jean-Baptiste que se ponía de pie de un salto sobre el entarimado y que gritaba su nombre.
Huye, Camille.
Hago lo que puedo. Camille cogió su cazadora, su mochila, divisó al gatito perdido sobre el sofá y lo recogió. Escuchaba cómo la chica hablaba y preguntaba. Huir, rápidamente. Camille se escurrió por la escalera y corrió mucho tiempo por la calle. Se detuvo jadeando ante una plaza desierta, pasó por encima de la verja y se instaló en un banco, con las rodillas dobladas, apretando sus botas entre sus manos. El chisme hundido en su frente relajaba la presión.
Un joven con cabellos teñidos se sentó junto a ella.
– Algo no funciona -afirmó suavemente.
Le dio un beso en la sien y se alejó en silencio.
Danglard no dormía cuando alguien llamó discretamente a su puerta, pasada ya la medianoche. Bebía una cerveza en camiseta delante de la televisión que no miraba, ojeando y volviendo a ojear sus notas sobre el sembrador de peste y las víctimas. No podía ser un azar. Este tipo las escogía, debían de tener alguna relación, por alguna parte. Había interrogado a las familias durante horas en busca del menor punto de contacto y repasaba sus notas, buscando la intersección.
Si bien Danglard estaba elegante durante el día, por la noche se paseaba en la vestimenta obrera de su infancia, la de su padre, pantalón de pana gruesa, camiseta de tirantes y barba incipiente. Los cinco niños estaban durmiendo, por eso se deslizó silenciosamente a través del largo pasillo para ir a abrir. Pensaba ver a Adamsberg y se encontró con la hija de la reina Mathilde, derecha en su descansillo, casi rígida, un poco jadeante, con una especie de gatito bajo el brazo.
– ¿Te despierto, Adrien? -preguntó Camille.
Danglard sacudió la cabeza y le indicó mediante gestos que lo siguiese. Camille no se preguntó si habría una chica o algo de ese tipo en casa de Danglard y se sentó, deslomada, sobre el gastado canapé. A la luz, Danglard vio que había llorado. Apagó sin mediar palabra la televisión y abrió una cerveza que aproximó a su mano. Camille vació la mitad de golpe.
– Algo va mal, Adrien -dijo con un suspiro volviendo a dejar la botella.
– ¿Adamsberg?
– Sí. Lo hemos hecho mal.
Camille vació la segunda mitad de su cerveza. Danglard sabía cómo era aquello. Cuando uno llora, hay que reconstituir la masa líquida que se ha evaporado. Se inclinó hacia la parte baja de su sillón, al pie del cual yacía un pack apenas empezado, y abrió una segunda botella que adelantó hacia Camille sobre la mesa baja y lisa, como uno empuja un peón de ajedrez, lleno de esperanza.
– Existen muchos tipos de campos, Adrien -dijo Camille extendiendo el brazo-. Los propios que uno cava y los ajenos que uno visita. Hay un montón de cosas que ver allí dentro, alfalfa, colza, lino, trigo, y también barbechos y ortigas incluso. Yo nunca me acerco a las ortigas, Adrien, no las arranco. No son mías, ¿entiendes?, y el resto tampoco.
Camille dejó caer su brazo y sonrió.
– Pero de pronto, uno se desvía, se equivoca. Y a uno le pican, sin quererlo.
– ¿Te quema?
– No es nada, pasará.
Cogió el segundo botellín y bebió unos cuantos tragos, más lentamente. Danglard la observaba. Camille se parecía mucho a su madre, a la reina Mathilde, había heredado de ella el maxilar de corte cuadrado, el cuello fino, la nariz un poco arqueada. Pero Camille tenía la piel muy clara y los labios todavía infantiles que diferían de la gran sonrisa conquistadora de Mathilde. Se quedaron un momento en silencio y Camille vació su segundo botellín.
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