Volvió a pasos lentos a su casa, descontento. Si el sembrador no hubiese ofuscado sus horas y sus pensamientos, nunca habría ocurrido aquello. Se dejó caer sobre el lecho, fatigado y silencioso, mientras que la joven, desolada, proseguía con el engranaje de sus preguntas inquietas.
– Te lo ruego, cállate -dijo.
– No es culpa mía -se rebeló ella.
– Es culpa mía -dijo Adamsberg cerrando los ojos-. Pero cállate o vete.
– ¿Te da igual?
– Todo me da igual.
Danglard entró a las nueve en el despacho de Adamsberg, relativamente inquieto, a pesar de saber que nada, fundamentalmente, podía alterar la constancia del humor vagabundo del comisario. Pues entraba en conflicto lo menos posible con la realidad. En efecto, Adamsberg ojeaba en su mesa un montón de periódicos con titulares bastante devastadores sin parecer afectado, con el rostro tan tranquilo como de costumbre, quizás un poco más ausente.
– Dieciocho mil edificios afectados -le dijo a Danglard poniendo una nota sobre la mesa.
Danglard se quedó en su sitio, sin hablar.
– Casi cojo al tipo ayer en la plaza -dijo Adamsberg con una voz algo apagada.
– ¿Al sembrador? -preguntó Danglard sorprendido.
– Al sembrador en persona. Pero se me escapó. Todo se me escapa, Danglard -añadió levantando los ojos y cruzando rápidamente la mirada de su adjunto.
– ¿Ha visto algo?
– No. Nada, precisamente.
– ¿Nada? ¿Cómo puede decir entonces que casi atrapa a ese tipo?
– Porque lo sentí.
– ¿Sintió el qué?
– No lo sé, Danglard.
Danglard renunció, prefiriendo dejar a Adamsberg solo cuando abordaba esos espacios confusos, esas marismas donde los pasos se hunden en la suavidad del cieno, donde el agua se lo disputa a la tierra. Se eclipsó hasta la puerta de entrada para llamar por teléfono a Camille, con la sensación vergonzosa de deslizarse como un espía por el seno de la brigada.
– Puedes ir -dijo en voz baja-. Está aquí, tiene una montaña de trabajo como la torre Eiffel.
– Gracias, Adrien. Adiós.
– Adiós, Camille.
Danglard colgó con tristeza, volvió a su mesa, encendió mecánicamente su ordenador, que tintineó demasiado alegremente sobre sus pensamientos oscuros.
Es imbécil, un ordenador no se adapta a nada. Una hora y media más tarde, vio cómo Adamsberg pasaba ante él con un paso relativamente rápido. Danglard llamó enseguida a Camille para prevenirla de una probable visita.
Pero Camille ya había levantado el campamento.
Adamsberg se dio de nuevo contra la puerta cerrada y esta vez no titubeó. Sacó su ganzúa y abrió la cerradura. Un vistazo al taller fue suficiente para comprender que Camille había desaparecido. El sintetizador había desaparecido, con el maletín de fontanero y la mochila.
La cama estaba hecha, la nevera vacía, la electricidad cortada. Adamsberg se sentó en una silla para contemplar la casa desierta y tratar de reflexionar. Contempló pero sin reflexionar. El móvil lo sacó de aquella postura tres cuartos de hora más tarde.
– Masséna acaba de llamar -dijo Danglard-. Tienen un cuerpo en Marsella.
– Bien -comentó Adamsberg, como aquella mañana-. Voy. Sáqueme un billete para el primer avión.
Hacia las dos, cuando la brigada estaba en plena efervescencia, Adamsberg dejó su bolsa cerca de la mesa de Danglard.
– Me voy -dijo.
– Sí -dijo Danglard.
– Le confío la brigada.
– Sí.
Adamsberg buscaba las palabras y su mirada se detuvo en los pies de Danglard que disimulaban a medias un cesto redondo donde dormía un gatito minúsculo e igual de redondo.
– ¿Qué es eso, Danglard?
– Es un gato.
– ¿Trae gatos a la brigada? ¿No le parece que ya tenemos bastante follón?
– No puedo dejarlo en casa. Es demasiado joven, mea por todas partes y a veces le cuesta trabajo alimentarse.
– Danglard, usted dijo que no quería animales.
– Una cosa es lo que uno dice y otra, lo que hace.
Danglard hablaba de manera breve, un poco hostil, con la mirada clavada en la pantalla, y Adamsberg reconoció claramente la desaprobación muda que encajaba de vez en cuando de parte de su adjunto. Su mirada volvió al cesto y la imagen subió, muy clara. Camille se iba, de espaldas, con la cazadora sobre un brazo y un gatito blanco y gris bajo el otro. Por supuesto, mientras corría, no le había prestado atención.
– Se lo ha dejado, ¿verdad, Danglard? -preguntó.
– Sí -respondió Danglard con la mirada siempre pegada a la pantalla.
– ¿Cómo se llama?
– La bola.
Adamsberg cogió una silla y se sentó con los codos apoyados en los muslos.
– Se ha ido por ahí -dijo.
– Sí -repitió Danglard y esta vez volvió la cabeza y se detuvo sobre la mirada gastada por la fatiga de Adamsberg.
– ¿Le ha dicho adónde?
– No.
Reinó un breve silencio.
– Se produjo una pequeña colisión -dijo Adamsberg.
– Lo sé.
Adamsberg se pasó los dedos de las dos manos por el cabello, varias veces, lentamente, como si presionase su cráneo, después se levantó y dejó la brigada sin decir palabra.
Masséna fue a recoger a su colega al aeropuerto de Marignane y lo llevó directamente a la morgue donde habían trasladado el cuerpo. Adamsberg quería verlo, pues Masséna no se sentía capacitado para determinar si se trataba o no de un imitador.
– Lo hemos encontrado desnudo en su casa -explicó Masséna-. Las cerraduras habían sido forzadas por un artista. Un trabajo muy limpio. Y había dos cerrojos nuevos.
– La técnica del principio -comentó Adamsberg-. ¿No había centinela en el descansillo?
– Tengo cuatro mil edificios entre las manos, colega.
– Sí. Es tremendo. En varios días, ha aniquilado la vigilancia policial. ¿Nombre, apellidos, características?
– Sylvain Jules Marmot, treinta y tres años. Empleado en el puerto, en la refección de barcos.
– Barcos -repitió Adamsberg-. ¿Ha estado en Bretaña?
– ¿Cómo lo sabe?
– No lo sé, me lo pregunto.
– A los diecisiete años trabajó en Concarneau. Fue allí donde aprendió el oficio. Bruscamente lo dejó todo y se fue a París, donde estuvo viviendo de pequeños trabajos de carpintería.
– ¿Aquí vivía solo?
– Sí, su pareja era una mujer casada.
– Ésa es la razón por la cual el sembrador lo ha matado en su casa. Está muy bien informado. No hay azar en nada de lo que hace, Masséna.
– Quizás, pero no hay un solo punto en común entre este Marmot y sus cuatro víctimas. Excepto esa estancia en París entre los veinte y los veintisiete años. No se rompa demasiado la cabeza con los interrogatorios, colega. Le he enviado todo el dossier a su brigada.
– Es allí donde ocurrió, en París.
– ¿El qué?
– Su encuentro. Esos cinco han debido de conocerse, de cruzarse, de una manera o de otra.
– No, colega, yo creo que el sembrador nos está mareando. Nos deja creer que esos asesinatos tienen un sentido para desnortarnos. Es fácil saber que Marmot vivía solo. Todo el barrio está al corriente. Aquí la vida se comenta en la calle.
– ¿Ha recibido gas lacrimógeno?
– Un buen chorro en la cara. Compararemos nuestra muestra con la de París, para ver si se lo trajo con él o si lo compró en Marsella. Podría ser un principio.
– Ni lo sueñe, Masséna. El tipo es un superdotado, estoy seguro. Lo ha previsto todo, todas las articulaciones del asunto, todas las reacciones en cadena, como un químico. Y sabe exactamente a qué producto quiere llegar. No me extrañaría que fuese un científico.
– ¿Científico? Creí que se lo imaginaba de letras.
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